10 años de política pública LGBTI en Bogotá
Experiencias cruzadas
Una mujer trans ciega rechaza los estereotipos; una pareja gay rompe las barreras entre personas sordas y oyentes; un hombre mayor vive su homosexualidad plenamente, y una mujer trans víctima del conflicto deambula por las calles de la capital que la acogió. Cuatro historias de lucha para el reconocimeinto y garantía de derechos de quienes construyen un proyecto de sociedad diversa.
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A mmarantha Wass camina con seguridad. Su pelo negro se mueve con un vaivén cadencioso, y hoy viste lentejuelas doradas, un pantalón amarillo, collares con apliques y tenis de plataforma. Ella es una mujer trans completamente autónoma, que a los dos años perdió la visión. Hoy, con venticinco años, habla con claridad y desparpajo de su tránsito, de las hegemonías visuales y de la necesidad de reconocer las diferentes experiencias de tránsito consus matices y complejidades. Estudia Lenguas Extranjeras en la Universidad Pedagógica, y su voz se ha convertido en su herramienta más potente.
Ella es una mujer que no busca replicar modelos de feminidad estereotipados. A lo largo de su vida ha tenido que enfrentarse a múltiples formas de discriminación. Asegura que ha tenido que soportar personas que la discriminan no solo por ser trans, sino también por “machorra”; que ha debido tolerar “la ignorancia de la sociedad” frente a su ceguera, y que mientras tanto ha debido encontrar la manera de resistir para poder vivir la feminidad que escogió para su cuerpo. En esa medida, su experiencia de tránsito ha sido muy distinta de la de otras personas; también de la de otras personas de los sectores sociales LGBTI.
Su construcción de mujer no partió desde una aproximación visual, sino desde un sentimiento. Nunca quiso ser “una mujer Barbie”, y por ello ha explorado lo que significa ser mujer desde posturas no tradicionales. Nunca se quiso operar para reasignar su sexo, ni quiso ponerse tetas. “No he sentido la necesidad de cambiar cosas en mi cuerpo. No necesito verme, me siento mujer”, dice. Cuando habla de su tránsito, deja ver que tiene grandes diferencias con las experiencias de otras mujeres trans. Según ella, muchas han centrado su tránsito en la mirada: hasta que no se ven como una mujer, no se sienten mujeres de verdad. Ella, por el contrario, rechaza las ideas preestablecidas de belleza y feminidad. Dice que no busca juzgar a las mujeres trans que se han construido siguiendo los cánones de belleza femeninos, sin embargo opina que ser mujer es mucho más que tener unas tetas grandes y el pelo largo. “Ser mujer no se puede encasillar y no se puede limitar a una operación. Respeto su construcción y no la ataco, pero la cagada es que a las que tratamos de leernos desde otro lugar no binario, y que no nos sentimos recogidas en esa hiperfeminización, esas afirmaciones nos complican un poco la existencia”.
Ammarantha se ha abanderado de una lucha que se aleja de la hiperfeminización y da visibilidad a una forma de feminidad no normativa. En 2016, cuando arrancó su tránsito, su mamá la sacó de la casa y le prohibió ir a visitarla con ropa de mujer. Guardó dos sacos y dos sudaderas masculinas para poder verla, y las prendas se convirtieron en un recordatorio de su rechazo. Ammarantha dice que su modelo a seguir es Chavela Vargas. “Chavela Vargas es muy machorra”, dice. Vargas fue rechazada por su orientación sexual, sus padres le decían “niña-niño” y, a pesar de la popularidad de su música, fue discriminada hasta el fin de sus días.“México me enseñó a ser lo que soy, pero no con besos sino a patadas y a balazos. Me agarró y me dijo: te voy a hacer una mujer en tierra de hombres y te voy a enseñar a cantar”, se le oye decir en el documental Chavela. Por sus posturas poco tradicionales, Ammarantha ha sido discriminada incluso desde algunos círculos de los sectores sociales LGBTI. “Siento que en las apuestas trans hemos perdido. En vez de obligarnos a cumplir con un cuerpo ideal y tal vez hacernos daño con hormonizaciones que son muy violentas y con operaciones que nos pueden hacer daño, las trans deberían tumbar ese canon y rescatar el travestismo”, dice. Ella entiende que la presión por encajar en la sociedad es muy fuerte, pero quizá precisamente por eso lucha por una sociedad en donde todas quepan, también quienes no cumplen los cánones de lo normativo y encarnan más de una diferencia. “A veces me siento orgullosa de que se me note que soy travesti, otras veces quiero pasar de agache y parecer mujer con la chocha en la frente”.
El de Ammarantha es un caso de interseccionalidad. Kimberlé Crenshaw, profesora de Derecho de la Universidad de Columbia en Nueva York, acuñó el término hace veinte años para definir las múltiples formas de discriminación de las que son víctimas las personas que reúnen diferentes dimensiones de la diversidad. Crenshaw se basó en un caso de violación de derechos a unas trabajadoras negras en una empresa estadounidense, en el cual la discriminación se había dado tanto en razón de su pertenencia étnica como de su género. Crenshaw concluyó que cuando hay más de un factor diferenciador, las personas pueden ser víctimas de más Mde un tipo de discriminación o de unas dinámicas más complejas de esa misma discriminación. Aplicada a Ammarantha, interseccionalidad quiere decir, entonces, que no es lo mismo ser una persona ciega que una persona ciega trans.
EL LENGUAJE DEL AMOR
Yohan Tamayo y Carlos Moreno se conocieron hace cinco años en un evento de entrega de condones que formaba parte de una campaña de prevención y mitigación del riesgo. Hoy planean su matrimonio, una unión que, si bien ambos ven como una muestra de amor, es para ellos sobre todo una acción política. Yohan es sordo, y por eso la primera conversación que tuvieron fue por mensajes de texto. Carlos recuerda que Yohan lo apodó “lobo” por su barba y porque su cara aparecía en el folleto del colectivo Ciudad de Osos, un grupo de hombres homosexuales que comparten similitudes físicas y experiencias de la vida gay. Yohan y Carlos dicen tener una vida privilegiada. Ambos trabajan, y tienen una red de apoyo familiar y amistades que los acepta y los acompaña. Sin embargo, consideran que todavía hay desafíos, en especial para las personas que, como Yohan, son víctimas de discriminación por formar parte de los sectores sociales LGBTI y a la vez ser personas sordas. Yohan dice que aún hoy su mamá tiene que acompañarlo al médico, pues rara vez los centros de salud cuentan con alguien que preste el servicio de interpretación. “No existen políticas públicas que representen a un sector interseccional como el de las personas sordas LGBTI”.
Hoy la política pública tiene un enfoque diferencial, pero es muy amplio y no siempre abarca las necesidades de todos los sectores. “Nosotros no encontramos barreras en nuestra relación –dice Yohan–, sino por fuerade ella. Hay barreras para acceder a la educación, al trabajo. Esas fueron las que tuvimos que romper”.
Él tenía diecinueve años cuando empezó a apoyar a Arco Iris de Sordos, una organización bogotana quegesta encuentros de personas sordas con orientaciones sexuales e identidades de género no hegemónicas. Arco Iris de Sordos lleva trece años construyéndose como un espacio seguro y de apoyo, y mantiene hasta hoy su
objetivo de permitirle a una persona sorda LGBTI compartir sus experiencias con otras personas de ese grupo poblacional, así como de construir un espacio para la incidencia política y el apoyo.
Aunque la población sorda puede acudir a entidades como el Instituto Nacional para Sordos, estas no siempre cuentan con un enfoque diferencial, y mucho menos con un enfoque para las interseccionalidades. Yohan dice que tener una orientación sexual distinta en la comunidad sorda puede llevar a una forma doble de discriminación: por sordo y por gay. Y añade que algunos centros, que cuentan con intérpretes, forman parte de comunidades religiosas y se rehúsan a hablar de temas relacionados con la vida LGBTI. Estas son precisamente las dinámicas de discriminación que él quiere poner en evidencia para, según sus palabras, “generar cambios permanentes y sistemáticos”. Hoy Yohan y Carlos trabajan en un proyecto de integración que les permite a personas sordos y oyentes aprender a comunicarse. Carlos es conservador con el uso de las señas y dice que él “no habla lengua de señas”, pero que Yohan y él han aprendido su propia lengua que nace del amor, el respeto y el reconocimiento por el otro. La gran muestra de esta comunicación será su matrimonio. Vestidos con trajes de colores rojo y mostaza –sus colores en el calendario chino– darán un nuevo paso hacia la igualdad.
EN EL LUGAR EQUIVOCADO
Juan Daniel Castro es un hombre gay de sesenta años y dice que cuando empezó a frecuentar grupos de apoyo LGBTI se sintió “en el lugar equivocado”, pues el rango de edad era de entre veinticinco y treinta y cinco años. Juan Daniel considera que una persona de esas edades vive la homosexualidad de otra forma. “Una persona mayor de cincuenta años creció en una sociedad mucho más conservadora y religiosa que veía la homosexualidad de una manera muy distinta a la actual. Esto iba de la mano de un rechazo institucional. Hasta 1990 la homosexualidad se consideró una enfermedad psiquiátrica. Por esto, los hombres homosexuales mayores crecimos en una doble vida”. En 2011, Juan Daniel abrió el grupo de apoyo Seniors, un colectivo para hombres homosexuales mayores. Para él era importante crear espacios que respondieran a las necesidades de personas que, como él, ya estaban entrando a una edad madura y tenían una orientación sexual diversa. Hace ocho años, cuando decidió iniciar el grupo, se dio cuenta de que en especial en las iniciativas para personas mayores se ignoraba la diversidad sexual y de género. “Existían muchos proyectos para la persona mayor, pero no para la persona mayor diversa”, dice. Seniors surgió como una forma de suplir necesidades, pero con el tiempo se ha convertido en un espacio transformador.
VÍCTIMAS INVISIBLES
Según la Unidad de Víctimas y elregistro del Plan de Asistencia, Atención y Reparación Integral (PAARI), entre 2012 y julio de 2015 se identificaron dos mil quinientas catorce víctimas del conflicto armado de los sectores sociales LGBTI en Colombia. Sin embargo, de acuerdo al informe “Aniquilar la diferencia”, del Centro Nacional de Memoria Histórica, la cifra supone altas tasas de subregistro, pues de sesenta y tres víctimas consultadas para el análisis, diecisiete no habían hecho una declaración ni estaban incorporadas en el Registro Único de Víctimas (RUV). Esto quiere decir que solo un veintisiete por ciento de las víctima forma parte del RUV. Y se suma que las cifras podrían no ser representativas, pues antes de 2012 el Formato Único de Declaración (FUD) no tenía una casilla que permitiera identificar orientación sexual o identidades de género no normativas. Pilar Pulgarín es una mujer trans de Titiribí, Antioquia. Cuando tenía doce años, su hermana la vistió de mujer, y como creía que “iba a ser marica” la pintó y la obligó a caminar por el pueblo. De ahí en adelante, Pilar se vistió de mujer y nunca se sintió discriminada por su familia ni por las personas del barrio. Pero “pueblo pequeño, infierno grande; en mi pueblo todos son muy chismosos. Yo era la única travesti, entonces tuve muchos problemas. Los paracos me dijeron que no querían verme allá, que no querían ningún travesti y me dieron cinco días para que abandonara el pueblo”.
A Bogotá llegó huyendo de la violencia paramilitar en su pueblo, y poco después de instalarse como pudo en la ciudad conoció a un hombre que le consiguió un carro de reciclaje. Se dedicó a recolectar residuos hasta que un día le robaron el carro. Hoy Pilar es habitante de la calle, aunque consiguió una plaza en un hogar de paso de la Secretaría Distrital de Integración Social, operado por la Asociación Cristiana Nuevo Nacimiento. El hogar recibe a mujeres diversas habitantes de calle –sin especificar la diversidad– que vienen de varios lugares de Colombia. Pilar dice que en Bogotá vive su tránsito de manera muy distinta de como se vive en su pueblo: “Se ve más el homosexualismo, pero las mujeres trans somos rechazadas. Así a los hombres les guste una mujer trans, se hacen los que no”.
Marlon Ricardo Acuña, investigador del informe “Aniquilar la diferencia”, sostiene que hubo víctimas lgbti en el marco del conflicto armado tanto en lo rural como en lo urbano, pero que se perpetuaron más hechos victimizantes en lo rural por la carencia de presencia institucional y, por ende, de garantías de seguridad y derechos. Sin embargo, esto no significa que los hechos de discriminación no sean una constante también en los centros urbanos. Pilar vivió su tránsito de manera muy diferente en su pueblo y en la ciudad. Dice que en su pueblo las personas del barrio la conocían y conocían a su familia, y está convencida de que por eso nunca la rechazaron. Al llegar a Bogotá, sin embargo, se encontró con una ola de maltratos que cesan solo cuando está en el barrio Santa Fe, un lugar que considera seguro para las mujeres trans.
Frente a esto, Marlon Acuña dice: “Cuando desplazan a una persona LGBTI del campo a la ciudad –quien se dedicaba a sembrar la tierra–, las condiciones dignas de vida cambian radicalmente. ¿Cómo hace una persona campesina, que está enseñada a cultivar la tierra, que tiene un nivel de conocimientos específicos, cuando llega a una ciudad como Medellín? ¿Dónde cultiva en una ciudad como Medellín? ¿Qué oportunidades tiene para subsistir dignamente? En el caso de una mujer transcampesina, cero oportunidades”.
La Ley 1448 tiene un enfoque diferencial y se refiere al reconocimiento de la diversidad. Desde lo normativo, muestra cómo abordar la interseccionalidad, y desde lo operativo, cómo debería procederse. Pero, aunque se han hecho esfuerzos desde el diseño, el desafío de implementar la ley permanece, como lo muestran estos tres casos. Pilar Pulgarín considera que para ella la tarea seguirá siendo adaptarse a la ciudad, aprender a vivir con el apoyo que cada dos meses le brinda la Defensoría del Pueblo. Por ahora, esta es su vida, seguirá habitando las calles de la ciudad que la acogió y consumiendo droga. Ella misma dice que eso es lo que más le gusta hacer.