ENTREVISTA

Aceite de avión: la historia del controlador aéreo Eduardo Russi

Es una de las leyendas de esta profesión en el país. Desde el retiro, aún extraña la torre de control, y aquellos días en que veía aterrizar a Charles de Gaulle o a Pablo VI en la pista de El Dorado.

Juan Sebastián Salazar Piedrahita*
20 de mayo de 2019
Eduardo Russi trabajó como controlador aéreo durante más de 30 años. | Foto: Juan Carlos Sierra

Su nombre es Eduardo Russi o ‘Echo Romeo’, como casi todos lo conocen. Todo depende de las iniciales de su nombre y apellido: ‘(E)cho’ por (E)duardo y ‘(R)omeo’ por (R)ussi. La culpa es del alfabeto radiofónico y sus códigos. También es su culpa porque desde muy pequeño quiso ser piloto: estudió y obtuvo una licencia, “pero aborté el despegue”, dice él en su idioma. Se retiró porque en su época, en 1958, ejercer era cuestión de jubilación o muerte; tenía que esperar que algún aviador falleciera o se retirara. Y no había tiempo. Viajó a México e hizo un curso de controlador de tránsito aéreo, luego volvió a Colombia y el resto es historia. Fue coordinador, jefe de control de tierra, jefe de la torre de control, controlador de tráfico, controlador de toda Colombia. Más de 30 años en los que calculaba la velocidad, el peso y la potencia de los aviones, y en los que imaginaba sus trayectos en el tiempo para que encajaran, cientos de ellos, en un espacio –el aeropuerto– sin que se estrellaran. Todo era cuestión de imaginación, repite una y otra vez Eduardo.

JUAN SEBASTIÁN SALAZAR: Cuéntenos una historia…

EDUARDO RUSSI: Está bien, pero hay que comenzar por el comienzo (se ríe). Cuando era pequeño mi madrina de bautizo me decía que si me tomaba la sopa me llevaba a ver los aviones en el Aeropuerto de Techo, en Bogotá. Le hablo de la década de los cuarenta. Me encantaba verlos. Y pasaron los años y lo seguí haciendo: iba al bar del aeropuerto a tomarme una Coca–Cola y veía al famoso DC-4 o al Super Constellation, que eran lo último en guarachas… Mire, dicen los entendidos que si usted se unta de aceite de avión no se lo puede quitar con nada, ¡con nada! Yo creo que eso me pasó con los aviones.

J.S.S.: ¿Por eso empezó a trabajar en el Aeropuerto El Dorado?

E.R.: Sí, más o menos. Cuando llegué a Colombia, después de estudiar en México, fui directo a golpear las puertas del aeropuerto, que estaba recién inaugurado. Eso fue en junio de 1960. Subí el ascensor y un señor me recibió; le mostré mi diploma y mi licencia como controlador aéreo y no terminé de preguntarle si servía para algo cuando ¡pum! Entré a trabajar sin ningún proceso. Le voy a contar una anécdota. Germán Domínguez era el jefe de la torre de control y recuerdo que cuando entré dijo, orgulloso, que El Dorado era “el aeropuerto más moderno de América Latina”. Luego me presentó al equipo de trabajo y después las pistas, la 1-2 y la 3-0: en total eran 3.800 metros de un trazado inmaculado, blanquito y sin ningún rayón de llantas. Al final, satisfecho, Germán dijo que dentro de seis meses construirían la pista paralela. ¿Seis meses? ¡Se demoraron 25 años!

J.S.S.: Y mientras construían esa pista paralela usted veía pasar aviones y aviones. ¿Cuáles eran sus favoritos?

E.R.: No solo los veía, también los controlaba. Pero sí, vi muchos. Recuerdo que el DC-4 y el DC-6 eran la gran cosa. El primer jet que vi fue un Comet 4, de la aerolínea Aerovías Guest, de México. Sus turbinas eran preciosas. Luego conocí el Boeing 707, de Air France, y el Jumbo 747 cuando lo trajeron para un vuelo de demostración. También vi un Concorde, que solo aterrizó dos veces en Colombia y la primera vez lo hizo para unas pruebas, en los años setenta.

J.S.S.: Imagino que entre un avión y otro bajaban algunas figuras famosas…

E.R.: Precisamente, en el segundo vuelo del Concorde llegó el general francés Charles de Gaulle. Y, claro, yo estaba en la torre, en primera fila. Cerraron el aeropuerto, hicieron guardia presidencial y sonaron 21 cañonazos, ¡con todas las de la ley! Guillermo León Valencia, el presidente colombiano de entonces, hizo un discurso y al final dijo: ‘¡Que viva la libertad, la igualdad y la fraternidad!’ y después ‘¡Que viva España!’ Todo el mundo se quedó en silencio.

Otra persona que me impresionó fue Pablo VI. Apenas se abrieron las puertas del avión él extendió sus brazos y todo el mundo se quedó con la boca abierta. Luego bajó las escaleras y apenas pisó el suelo se arrodilló y lo besó. Eso me impactó. Al día siguiente (hace una pausa y se ríe) unos maleteros con cincel en mano quitaron el pedazo donde el Papa dio el beso. Después vendieron algunos trozos porque, decían, era un asfalto bendito.

J.S.S.: Eso pasaba en la tierra, ¿pero en los aires? ¿Cuáles eran sus funciones como controlador aéreo?

E.R.: Manejar el área terminal es como un juego de ajedrez, pero múltiple: con uno, dos, tres, cuatro, cinco tableros. Todos al mismo tiempo. Para mí cada avión representaba una persona, una forma de ser y tenía que calcular que ninguno se encontrara. Y en ese entonces no había radar. Todo era a punta de imaginación, debía calcular dónde estaba el avión, su altitud, la velocidad. Mi única base era la información del piloto. Mire, hay muchos que confunden un DC-3 con una vaca; digamos, la gente del común. Creen que controlar es cualquier cosa o que ser piloto es dejar que el avión vaya por los aires…

J.S.S.: ¿Pero cómo lograba atender una emergencia, por ejemplo, con esa información tan básica?

E.R.: Le voy a echar un cuento. Recién me soltaron el micrófono de controlador de aproximación me sentía el rey del mundo, tenía unos 26 años. Entonces, al mes de empezar, una tarde con un tiempo horrible, se acumularon 15 despegues y 25 aterrizajes, todos al mismo tiempo. Yo estaba con la máxima tensión porque más de 20 aviones llamaban y llamaban. Hacía lo que podía hasta que de repente un piloto dice “control, acabo de perder un motor; necesito prelación”. Y ahí se me vino el mundo. Entonces empecé a subir y a bajar aviones. Al otro día, a las ocho de la mañana, desayuné en el aeropuerto y cuando subí en el ascensor había cuatro pilotos de Avianca. Uno le dijo al otro “oiga, qué trafico el de ayer, ¿no? Horrible. Yo nunca había visto eso. Pero, uy… Ese controlador de aproximación se fajó”. Mire, yo nunca había oído algo así. Si me hubiera ganado el Baloto no me hubiera sentido tan feliz como lo estaba después de escuchar esas palabras. Claramente ellos no sabían que yo era el controlador.

J.S.S.: ¿Y a qué se dedica ahora?

E.R.: Después de que me jubilaron de El Dorado, en 1982, trabajé 20 años en el aeropuerto de Cerrejón, en La Guajira. Pasé de manejar más de 300 aviones diarios a máximo cuatro. Entre una cosa y la otra también daba clases en Avianca, en la Fuerza Aérea y en academias. Ahora me dedico a dar instrucción a los próximos pilotos.

J.S.S.: ¿No extraña ejercer la profesión?

E.R.: Claro. Yo quería tanto este oficio que cuando me jubilaron pensaba que podía trabajar sin que me pagaran. No me importaba. La vista desde la torre de control era preciosa…

J.S.S.: ¿Nos cuenta una última historia?

E.R.: Bueno. Trataré de hacerla corta. Todo empezó el 21 de noviembre de 1976, el día de mi cumpleaños. Después de las cinco de la tarde me llamaron para que fuera urgente a la torre de control del aeropuerto. El controlador estaba hablando con el piloto de un Cessna 421 HK646W, el único que existía en Colombia; en el avión estaban también dos muchachos de 13 y 14 años, y unos abogados. De repente el controlador dejó de recibir respuestas del piloto. Intentó una vez, intentó dos veces y no respondía. Luego empezó a escuchar unos clics en el micrófono y preguntó “646, ¿me escucha?”. Alguien respondía: “Aló, aló. Torre de control… Al parecer el capitán sufrió un paro cardiaco. Dos muchachos han tomado el control. Por favor, ¿qué nos aconseja hacer?”, cada palabra salía lenta. Era uno de los abogados.

El controlador les pidió calma, les dijo que lo estaban haciendo muy bien. Llamó a varios pilotos para que les explicaran a los niños cómo pilotear y aterrizar. Hablaban de potencia, de presurización, velocidad, sobre el tren de aterrizaje, sobre el paso de hélices, sobre los nudos. Y claro, les crearon un sancocho, y para rematar se formó un cumulonimbus, una gran tormenta. Segundos después la nave se perdió entre las nubes y ¡pum!, sonó una explosión. “646, control. 646, control… Se mataron”, dijo el controlador. (Silencio) Milagrosamente esos muchachos duraron 32 minutos volando: sin experiencia, con el mal tiempo, de noche y con todas las instrucciones de los pilotos. Recuerdo que regresé a las tres de la mañana a mi casa con el ánimo 20 centímetros debajo de los zapatos.

*Coordinador general de los Especiales Regionales de Revista Semana

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