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El gran relato de amor del que nació Magdalena

Rodrigo de Bastidas bautizó la primera ciudad de América y se prometió en ese momento construir su ciudad soñada y hacer una conquista civilizada sin masacres ni persecuciones. Así terminó todo.

27 de junio de 2017
Amanecer en la Sierra Nevada de Santa Marta. | Foto: Tristan Quevilly

*Por Enrique Patiño

Santa Marta y el río Magdalena nacieron de una historia de amor y de un desamor. Fueron tan voraces y furiosos ambos que tanto el romanticismo como la tragedia definieron su destino.

El enamorado tiene una estatua que mira al mar en el camellón de Santa Marta. Se llamó Rodrigo de Bastidas, era un notario sevillano que se convirtió en aventurero y reunió lo suficiente como para recorrer a nombre de la Corona española la Costa Atlántica de principio a fin.

Fue el primer español en hacer un recorrido desde el Cabo de la Vela hasta el Golfo de Urabá, apenas nueve años después de que Colón llegara al continente. Le costó 20 años volver, pero lo hizo con una obsesión: fundar la ciudad perfecta del Nuevo Mundo en una bahía de aguas tranquilas que había visto en su primer viaje.

La recordaba bien: allí corría el viento y las montañas permitían escapar del calor. Había cervatillos, tortugas marinas, peces que se capturaban casi que con la mano, árboles de trupillo y ríos fríos que bajaban de los nevados.

Muy cerca de allí, apenas a una hora en sus naves, era posible acceder a un río tempestuoso como solo eran los de este lado del mundo, al que llamó como el personaje de la Biblia que llora la muerte del Mesías: el río de la Magdalena. Supo que por ahí accedería al resto del territorio.

El 29 de julio de 1525 puso pie en la orilla de la bahía de Gaira, bautizó la primera ciudad de América en homenaje a Santa Marta, patrona de Sevilla que cumplía ese mismo día, y se propuso hacer tratos amables con los indígenas. Desembarcó con parejas casadas dispuestas a tener descendencia, vacas, cerdos, yeguas y perros. Los habitantes de ahí eran de etnias como los kogui, los arhuacos, los chimila y los malebúes, y algunos de ellos recogían conchas de las cuales extraían la cal que mezclaban más tarde con hojas de coca.

Ese mismo día, Bastidas, pletórico, selló su declaración de amor: .

***

Esa fue su sentencia de muerte. Exigió aplicar la Ley de Indias para convivir en armonía con los indígenas. Los gaira, los taganga y los dorsino se amistaron con él, pero sus hombres enfurecieron.

Consideraron blando a Bastidas y exigieron oro y sangre: a eso habían ido. A espaldas del notario, se lanzaron a la cacería de indígenas. Cinco de los suyos se aliaron para sacar del camino a Bastidas. Con cuchillos en mano atravesaron el pecho del gobernador. A sus 60 años, el sevillano huyó hacia Santo Domingo en un navío, pero murió en el camino.

El desamor le cobró la factura a la ciudad: los conspiradores fueron juzgados; las familias de las 12 primeras haciendas se dividieron; la gran Teyuna, ciudad de los Tayronas, quedó abandonada; las poblaciones indígenas fueron arrasadas y la ciudad fue incendiada 20 veces en 150 años, además de devastada por indígenas, y piratas franceses, ingleses y holandeses. En el Cabo de la Vela los wayúu fueron obligados a extraer todas las perlas del océano.

Después todo fue vertiginoso: el primer palenque de Colombia se fundó allí. También nacieron las excursiones por el río de La Magdalena, que permitieron la colonización del resto del país. De allí partió Gonzalo Jiménez de Quesada.

A Santa Marta llegaron los vestidos de seda para las damas encopetadas que migraban, arribaron las primeras Biblias y las campanas para las iglesias, la cristalería y el aceite, los acordeones que hicieron posible el vallenato y con los siglos surgiría el primer tren conectado a un puerto, que dio origen a la canción más célebre de la ciudad.

Desde el río Magdalena los migrantes se expandieron huyendo de los piratas y dieron origen a un intenso mestizaje que copó las orillas del Magdalena Grande, desde Punta Gallinas en La Guajira hasta los límites con Santander. Sus ciénagas, océano y ríos hicieron que, como la Magdalena bíblica, el departamento llorara agua por doquier.

En las orillas del río Magdalena nacieron el fandango, el son de negro, el bullerengue y los sonidos de las tamboras negras mezcladas con gaitas indígenas y cantos españoles; nacieron las comidas que mezclaron el coco y el azúcar y los pescados con el plátano frito; nació el fútbol en Colombia y se expandió el Carnaval de Gaira a Ciénaga y a Barranquilla.

Hoy, ese gran río recibe el desecho industrial del país interior al que le dio vida. Y el Magdalena Grande olvida que alguna vez fue una historia de amor.

Es tan bella su extensión de bajíos y tierras inundadas por ciénagas y mares azules, tan imponente la montaña más alta del mundo a la orilla del mar, tan sano su calor exento de enfermedades respiratorias, tan extensas aún sus sabanas y desiertos, así como fértiles sus terrenos que es fácil caer, como Rodrigo de Bastidas, de nuevo, enamorado.

*Escritor y fotógrafo.