HISTORIA

La fascinante historia del descubrimiento de Ciudad Perdida

Álvaro Soto Holguín y Luisa Fernanda Herrera formaron parte del grupo de investigadores que encontraron este refugio de los Tayronas clavado en la inmensidad de las montañas del Magdalena y que hoy atrae a centenares de turistas.

27 de junio de 2017
De izquierda a derecha: el Negro Rodríguez, Luisa Herrera, Bernardo Valderrama, Gilberto Cadavid y Franky Rey. Archivo personal de Luisa Fernanda Herrera.

Por: Juliana Duque Patiño* 

Hoy es tan simple como digitar en Google ‘tours a Ciudad Perdida’ para acceder en segundos a agencias de viajes y guías bilingües que lo tienen todo arreglado: hospedaje y comida suficiente para caminar dos o tres días por los senderos de la Sierra Nevada de Santa Marta, hasta alcanzar la cuchilla del cerro Corea, donde reposan parte de las ruinas de una ciudad indígena oculta a 1.200 metros sobre el nivel del mar (msnm).

El camino y el encuentro con la selva son intrigantes, pero el triunfo lo da la fascinación de llegar a Teyuna, el sitio arqueológico más impactante de Colombia y uno de los más atractivos de Suramérica. El año pasado lo visitaron cerca de 20.000 viajeros de 85 nacionalidades.

Son 150 hectáreas, de las cuales 20 fueron intensamente acondicionadas: terrazas, muros de contención, escalinatas y canales revelan un significativo complejo urbanístico.

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Se presume que fue construido en el siglo VIII, en medio de una especie de área metropolitana con más de 300 poblados conectados por caminos.

Los cronistas de indias narraron con embeleso esa sierra-urbe de los Tayronas, que fue abandonada a finales del siglo XVII. Su pueblo se remontó y migró. Durante 300 años la selva terminó por sepultarla. Pero a principios de la década del setenta del siglo XX, empezó a correr el rumor, entre guaqueros, de un lugar antiguo distinto a todo lo conocido, casi inaccesible, agreste, invadido por serpientes, pero lleno de tesoros indígenas. El Infierno, le decían.

Camino al Infierno

“Trabajaba para el ICAN (Instituto Colombiano de Antropología*) con Gilberto Cadavid, otro arqueólogo, en la Estación Antropológica de la Sierra Nevada. Durante un año largo registramos 199 sitios arqueológicos. Un día nos llamaron del Museo del Oro a contarnos que un señor traficante de piezas precolombinas tenía información sobre un lugar muy especial, que si nos interesaba; él recomendaba a dos guaqueros como guías”, recuerda Luisa Fernanda Herrera, quien en ese 1976 tenía 25 años.

Su jefe, Álvaro Soto Holguín, programó la expedición. Comisionó a Luisa y a Gilberto, invitó al arquitecto Bernardo Valderrama y a la arqueóloga Lucía de Perdomo. Dos guaqueros, Franky Rey Cervantes y el Negro Rodríguez, fueron los guías.

Días 1 y 2. “La idea era partir desde Santa Marta en helicóptero y aterrizar en el sitio. Pero el aparato era pequeño y solo pudo llevarnos hasta la base militar de La Tagua”, cuenta Luisa. Intentaron otro sobrevuelo al día siguiente.

Los guaqueros guiaban al piloto. Desde el cielo, sobre Ciudad Perdida solo se veía un bosque tupido con muchas palmas de tagua. Imposible aterrizar.

Volvieron a La Tagua, redujeron el equipaje, se echaron a la espalda unos morrales de lona y empezaron a caminar. Los tres días siguientes atravesaron potreros y senderos con poca vegetación. “El sol y la carga eran un tormento, pero no podíamos dejar la comida porque no sabíamos cuándo regresaríamos”, recuerda Luisa.

La última casa de colonos, desde donde empezaba la selva más espesa, era de un viejo cazador llamado Gertrudis, quien les brindó refugio. En ese punto, “los pies de Lucía eran ampollas de sangre desde los talones hasta los dedos”, recuerda Luisa. “Franky y el Negro nos dijeron que de ahí en adelante sería más duro: había que abrir monte a machetazos”. Amaneció y el grupo siguió adelante sin Lucía.

Días 6 y 7. Llovía a cántaros. La primera loma que debían superar se llamaba ‘El Amansaguapos’. “Era un lodazal horrible sin vegetación para sujetarse. Uno subía un metro y se deslizaba dos. Avanzamos agarrados como gatos hasta que nos adentramos en pendientes de monte”. Llegó la noche a la intemperie, en la selva.

“Cuando Franky cortaba las ramas del tendido para dormir, se dio un machetazo en la espinilla. Pensamos que era el fin de la expedición, pero él dijo: ‘¡No, esto con café y panela!...’. Se puso un emplasto y se quedó quietico para no sangrar. Al otro día caminó como si nada. Ellos estaban hechos de otro material”, asegura Luisa, entre risas.

Al séptimo día, la expedición ascendió hasta el Alto de Mira (1.000 msnm). A la mañana siguiente descendieron por uno de los tramos más bonitos, según la memoria de Luisa, el Canta Rana, donde disfrutaron de un concierto de la naturaleza. Una vez en el caudaloso río Buritaca, emprendieron un riesgoso serpenteo agarrados de un lazo que templaban entre Franky o el Negro para que la corriente no los arrastrara.

“Ese día la vi muy difícil y creí que no podría continuar. Los guías me habían dicho, desde el principio, que una mujer nunca había llegado y que era de mala suerte. Teníamos la ropa y los morrales mojados, pesaban toneladas. Mis tenis de tela daban risa: estaban destruidos”.

Justo cuando ella pensaba dejarlo todo, Franky les dijo: “Acá empieza El Infierno”. “Eso era un muro así” –describe Luisa con la mano en posición vertical–. “Trepábamos agarrados de las raíces. Las escaleras que se ven hoy estaban cubiertas por la selva”. Al fin arribaron a la Piedra del Mapa, maltrechos y embarrados.

Días 9, 10 y quizás 11. “La memoria me falla. Han pasado más de 40 años”, advierte Luisa mientras revisa sus apuntes. “No paraba de llover. Tuvimos que regresar antes porque los roedores dieron buena cuenta de nuestra comida, pero lo que vimos nos permitió intuir que habíamos llegado a un lugar muy importante”.

Ante sus ojos había paredes muy altas, escalinatas, terrazas planas pero tupidas de palmas agarradas de los muros de contención. Ahora, a informarle todo al director.

¿Quién les creería semejante cuento?

“Valderrama, el arquitecto, me presentó un mapa con lo que él había visto y lo que creía que estaba oculto bajo la selva. Lo vi y dije: ‘esto es una cosa muy seria’”, recuerda Álvaro Soto. Las probabilidades de que las instituciones les prestaran atención eran remotas. No era fácil obtener financiación sin credibilidad.

“Con el apoyo de Colcultura, pedimos una cita con el presidente López Michelsen. Le mostramos fotos, el mapa y le explicamos la importancia de salvar ese sitio”. Razones que siguen vigentes y que Álvaro resume en tres: “Es el sitio monumental por excelencia de Colombia, se trata de un punto de identidad y enlace con nuestro pasado prehispánico y es un caso único de la arqueología: teníamos a los descendientes de esos tayronas vivos, los kogui, quienes podrían ayudarnos a entender el lugar”.

El presidente aprobó un presupuesto para la recuperación de Buritaca 200. “Él sí nos creyó”, reconoce Álvaro. Entre 1976 y 1982, más de 50 profesionales de diversas disciplinas, un destacamento del Batallón Córdoba y más de 100 trabajadores (muchos exguaqueros) participaron en la restauración.

Despejaron buena parte de la ciudad sin afectar el ecosistema, excavaron más de 200 kilómetros de caminos internos, y, después de siglos de abandono, recuperaron los canales de drenaje que aún hoy evitan que las lluvias afecten el área.

Para Álvaro, el hallazgo y la restauración de Buritaca 200 fue una etapa inolvidable de su vida. “Ciudad Perdida se te queda por siempre. Es majestuosa, tiene una fuerza mágica. Fui por última vez en 2000. Espero que siga bien conservada”.

Luisa ya olvidó el número de veces que regresó a Teyuna. En dos ocasiones llevó a sus hijas. “Bajamos muertos de la primera expedición; juré nunca más volver y la vida me lo cobró carísimo. He subido tantas veces… El próximo mes voy para allá”. Y concluye emocionada: “Es un lugar que se queda en el alma. Sí, los guaqueros llegaron antes, pero nosotros fuimos los primeros investigadores, la descubrimos para la ciencia”.

*Hoy ICANH (Instituto Colombiano de Antropología e Historia).

*Coordinadora Editorial Especiales Regionales de Revista SEMANA.

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