CULTURA

"Chapinero, mejor que la Bogotá real"

Hace 37 años dos díscolos estudiantes, ahora periodistas y escritores, crearon la revista ‘Chapinero’, un homenaje a la ciudad que ellos imaginaban.

Eduardo Arias*
17 de noviembre de 2017
Eduardo Arias recuerda cómo era Chapinero hace unas décadas. | Foto: Kevin Molano

Nací en Chapinero, en la Clínica de Marly. Y aunque jamás he vivido allí, ese barrio ha estado presente en mi memoria. El recuerdo más viejo que tengo de Chapinero es uno de los más amables de mi vida. Son los pasacalles luminosos que ponían en Navidad los comerciantes de la carrera 13, entre calles 63 y 57, en la segunda mitad de los años sesenta. En esa época las principales vías de Bogotá eran la 13, en Chapinero, y la Séptima, en el centro. Aunque ya comenzaban a pisar fuerte la carrera 15 y la 24 por los lados de Sears, hoy conocido como Galerías.

Cuando regresábamos a casa de alguna novena en el Land Rover de mis primos Villa nos fascinábamos con esas cinco o a lo sumo seis cuadras en las que el LEY, el Tía, almacenes Pamp, Calzado Bambi, Caravana y tantos otros negocios nos deseaban una feliz Navidad y un venturoso Año Nuevo. Ya entrados los años setenta Chapinero no me recordaba el ambiente decembrino, el barrio era ruido, olores a monóxido de carbono, diésel y el aceite cien veces quemado y reciclado de las ventas de pollo, arepas y empanadas.

La Basílica de Lourdes y su plaza eran el corazón de ese territorio por el que solía caminar y pasar en bus o buseta. El edificio azul de Seguros Bolívar, en frente de la iglesia neogótica, era entonces el más alto de la zona y uno de los más modernos de la ciudad. Y estaban los teatros de cine a los que de niño y joven fui con mucha frecuencia. El Aladino, el Lucía, el San Carlos...

En mayo de 1980, con Carlos Buitrago y Karl Troller decidimos hacer una revista de humor en la Universidad de los Andes. En aquella época uno podía pasar horas discutiendo si ‘ese’ o ‘aquel’ eran fachos o izquierdistas. Eso lo determinaba ante todo la carrera que estudiaba, la música que oía, las películas que veía o la ropa que usaba. Para la revista escogimos el nombre de Chapinero para reivindicar de alguna manera lo que nosotros muy ingenua y pretenciosamente denominábamos “la verdadera Bogotá”, tan ajena a los imaginarios tanto de la izquierda uniandina, (mucho más cercana a las mochilas arhuacas que a las promociones de los almacenes Only) como de aquellos que solo pensaban en ir al club a jugar golf.

Bogotá era eso, el caos de la 13, su transporte público imposible, sus racimos humanos o sus restaurantes con nombres tan estrafalarios como Hamburguesería Switzerlandia. Habíamos encontrado en esos letreros de los restaurantes y en las tablas de ruta de las busetas y los nombres de los buses, todo un universo pop que nos remitía a Andy Warhol y Beatriz González.

La revista pudo haberse llamado Olaya Quiroga, Trinidad Galán, Orquídeas Babilonia o Siete de Agosto. Pero Chapinero, además de ser un nombre muy sonoro, era el territorio de los hippies, que en aquel momento eran mucho más historia que presente, aunque aún quedaban algunos de los locales comerciales del famoso pasaje de la calle 60 y con ellos los olores a pachulí, incienso y marihuana.

Inspirados en esos recuerdos de algo que no habíamos vivido creamos una especie de mitología, en la que Chapinero era como el centro de un universo poblado por hippies extraterrestres que descubrían una ciudad que había nacido el 10 de abril de 1948. Porque otra de las reivindicaciones de Chapinero era dejar de llorar esa ciudad fantasiosa seudolondinense y seudoparisiense que según los nostálgicos había sido arrasada en el Bogotazo.

La iglesia de Lourdes apareció en muchas de las portadas de la revista. A veces como nave espacial, otra como centro de operaciones de un párroco que captaba feligreses al transformarla en un centro de juegos electrónicos y maquinitas, hasta fue el cuerpo neogótico de una guitarra eléctrica imaginaria precursora de la escopetarra. La revista dejó de existir como tal en 1989 pero su espíritu se ha mantenido de una u otra forma en proyectos televisivos como Zoociedad, en algunos libros que hemos publicado con Karl Troller, en el proyecto Larrivista y en la Orquesta Sinfónica de Chapinero, con la que hemos grabado apenas tres discos, pero que ahí sigue. Hoy el nombre de Chapinero está presente en una breve parodia radial que divulgamos a través de Soundcloud y las redes sociales.

Con la consolidación del concepto de las localidades mi idea de Chapinero se ha expandido hasta la calle 100, el río Arzobispo y los cerros orientales de la ciudad. Pero de todas maneras mi principal y genuino afecto por el barrio sigue anclado en la carrera 13 y su zona de influencia. Todavía hoy camino a menudo por ella sorteando ventas ambulantes y ciclistas cuando no me queda más remedio que invadir por unos pocos segundos la ciclorruta. Y para qué les miento, en el fondo sigo convencido de que ese Chapinero que huele a diésel, a aceite de cocina reciclado y a pachulí, ese Chapinero que añora tiempos mejores, de todas maneras sigue siendo mi verdadera Bogotá.

*Periodista y músico.