El amanecer de la modernidad, en el empeño de construir túneles, lo representan los construidos en los Alpes suizos e italianos. | Foto: Cortesía MinTransporte

TÚNELES

Por entre las vísceras de la tierra

El escritor Gonzalo Mallarino hace un recuento de cómo el hombre, desde la antigüedad, ha perforado el subsuelo para construir túneles que comuniquen gente, ciudades, civilizaciones.

Gonzalo Mallarino*
10 de abril de 2018

La reina siria Semíramis dio la orden de que caven un túnel bajo el templo de Belos, a orillas del Éufrates. Sus consejeros le han pedido que reconsidere, la reina de Babilonia es poderosa, la más alta y poderosa de la Tierra, pero aquella empresa…

Cuánto costará tamaña obra, no solo en riquezas y tesoros, sino en vidas. Cuántos hombres sucumbirán, asfixiados, sepultados, desmembrados… Gran reina, ¡reconsidera!

Pero no tenemos cura. De eso hace 2.000 años y seguimos rompiendo y perforando la roca y el esquisto. En la Antigüedad y aun en la Edad Media, se cavaban túneles por entre las vísceras de la tierra a 300 metros de profundidad y a 60 grados centígrados de temperatura, los hombres avanzaban a razón de 50 o 70 centímetros diarios. En el siglo XIX, ya con las máquinas de vapor, hasta tres metros diarios. Hoy, hasta diez metros, con las perforadoras, los generadores y compresores, y desde luego, los explosivos modernos, que son más potentes y mejor controlados.

Aún así, los romanos, para sacar agua del lago Pucino, hicieron un túnel de cinco kilómetros de longitud bajo el monte Salvanio. Trabajaron en él 30.000 esclavos durante diez años. Sus galerías tenían tres metros de ancho y cinco de alto. Imaginen eso. Esa miríada de hombres como hormiguitas sacando millones de metros cúbicos de piedra y tierra, en cestas que llevaban sobre las espaldas.

Del fuego que calentaba la roca y la cuarteaba, del pico y el barreno que siguió probando por siglos el ingenio del tornillo de Arquímedes, fuimos pasando a las poderosas máquinas perforadoras movidas por electricidad, que “pican la roca hasta llegarle al corazón”, como dijo el poeta Nicolás Guillén.

El amanecer de la modernidad, en el empeño de construir túneles, lo representan los construidos en los Alpes suizos e italianos. Se han construido en todas partes y en todas las épocas como queda dicho, pero estos eran una proeza monumental por las alturas de esas montañas, por la temperatura, por la variedad de los suelos y los estratos que hicieron muy difícil el trabajo de geólogos e ingenieros. Ya son nombres míticos Gotardo, El Simplón, Mont Ceñis y Arlberg, que fueron completados –en algunos casos después de un siglo de labores–, cuando terminaba el siglo XIX y arrancaba el XX. En la etapa final trabajaban en aquellas montañas nevadas 3.500 hombres, se avanzaba a razón de dos metros por día y ya se usaba la estrategia de empezar por los dos extremos del túnel planeado.

Y aunque la técnica mejoraba, llegando a ser posible construir túneles bajo el lecho del mar o de los ríos, la cuota de muertos no llegó nunca a cero. No ha llegado. Trabajando a la luz de un candil muchas veces, sin protección contra los desprendimientos de arena y rocas, contra poderosas corrientes de aguas subterráneas, contra incendios y explosiones, la asfixia, la caída de secciones completas que parecían estar aseguradas con parales, arcos y estibas, la empresa de meterse tan hondo en la tierra cuesta vidas y dolor. Pero hay que atravesar, es necesario llegar al otro lado, a la otra comarca, al otro valle, y llevar así agua, gente, carros, trenes, energía, bienes. La gente necesita comunicarse, no se puede aislar.

Y nosotros en Colombia, sí que más. Con tres cordilleras y cada poblado y cada región y cada ciudad literalmente al otro lado del país, hemos hecho nuestro aporte en vidas y en penurias. Falta mucho para un desarrollo completo, nosotros somos jóvenes, pero la ingeniería colombiana no se ha amilanado. Nunca. De la última época son obras como el túnel de Occidente en Antioquia, con cuatro kilómetros de longitud; el de La Línea, que algún día lo terminarán y que es de dimensiones impresionantes; el Daza en Nariño, el Sumapaz entre Melgar y Boquerón; los de la Ruta del Sol, que recorrí feliz hace dos años entre Guaduas y Puerto Boyacá; los que vendrán con las vías de cuarta generación, que son muchos y que representan para un país como Colombia un esfuerzo casi bíblico, como el que hicieron en la antigüedad tantas naciones. Y por último, los de la vía Bogotá-Villavicencio, que crucé con un amigo que quería y que se me murió hace poco. De repente hemos debido ir más veces, juntos, y conversar y reírnos más. Y de repente, también, no se ha debido construir el puente de Chirajara, sino un túnel en su lugar.

*Escritor.