DIPLOMACIA
Con el adiós al trono de Akihito, Japón se prepara para una nueva era
Por primera vez en 200 años un emperador japonés renuncia a su título. El turno es para su hijo Naruhito, quien seguramente seguirá el camino pacífico que abrió su padre. Asumirá sus funciones en 2019.
Con la abdicación del emperador Akihito el 30 de abril de 2019 concluirá el reinado de un convencido pacifista que sin grandes aspavientos desafió las reglas del trono del Crisantemo, la monarquía reinante más antigua del mundo.
Desde su polémica boda con una mujer ajena a la nobleza hasta la inesperada renuncia a un cargo considerado vitalicio, los japoneses recordarán a Akihito, de 84 años, como un monarca que aprovechó el carácter simbólico del trono para sacar adelante sus propias opiniones.
Sus funciones son ceremoniales y carece de poder para tomar decisiones políticas vinculantes. Akihito confirma el nombramiento del primer ministro y junto con su esposa, la emperatriz Michiko, consuela damnificados por desastres naturales, agasaja jefes de Estado en Tokio y realiza visitas oficiales al extranjero.
El trono del Crisantemo garantiza la continuidad de una tradición que comenzó hace 2.000 años. Para el japonés promedio el emperador ocupa un lugar cercano al idioma, al himno nacional, al mapa del archipiélago y al respeto sintoísta por la naturaleza.
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Usar el nombre propio del emperador, Akihito, es una licencia reservada a los medios extranjeros. La prensa nipona lo describe como Tenno o ‘soberano celestial’, en referencia al origen divino que los japoneses adjudicaban a sus emperadores hasta la derrota de la Segunda Guerra Mundial.
El cambio de monarca significa un nuevo calendario. A partir de 2019 la papelería oficial y los almanaques japoneses marcarán el año 1 de una nueva era. Akihito habrá reinado los 30 años de la era Heisei, un periodo que se inicia con la desaceleración de la economía japonesa y que incluye el atentado con gas sarín en el metro de Tokio, la triple tragedia de terremoto, tsunami y accidente nuclear de Fukushima, además de la revolución tecnológica y social que trajo el nuevo milenio.
Akihito tenía 56 años cuando en 1989 heredó de su padre, Hirohito, el trono de un país encumbrado al segundo lugar de la economía mundial. El legado incluía la reputación de una nación militarista que en la primera mitad del siglo XX había invadido, saqueado, violado y masacrado en aras de una unidad panasiática que nunca cuajó.
Aunque los políticos nacionalistas que pululan en el Parlamento japonés consideran inapropiado que el emperador pida perdón por los excesos cometidos por el Ejército japonés en Asia, Akihito convirtió sus visitas y mensajes a los países víctimas en un continuo acto de contrición.
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Sin importarle la consternación causada, asumió el difícil papel de perpetuar una milenaria institución en cuyo nombre se cometieron matanzas al tiempo que intentaba emular la honestidad histórica de Alemania cuando el país europeo reconoció que las atrocidades de la guerra forman parte integral de la identidad de un país.
Al final de la Segunda Guerra Mundial las fuerzas de ocupación norteamericanas obligaron a Hirohito a renunciar a su supuesta divinidad y se redactó una Constitución pacifista que abolió el Ejército. Esto ayudó a que Japón se convirtiera en un gran socio comercial de sus anteriores víctimas en Asia.
Pero solo desde el ascenso de Akihito al trono países como China, Corea del Sur o Filipinas empezaron a escuchar palabras de remordimiento por los horrores infligidos por los soldados nipones.
Los mensajes de Akihito no fueron contundentes, pero sí claros. A menudo sus palabras contradecían los discursos oficiales de los 18 primeros ministros que vio gobernar en su reino y que esquivaban, y siguen evadiendo, mencionar en una misma frase las palabras guerra y arrepentimiento.
El reciente expansionismo chino ha servido de excusa para un abierto renacer militarista en el seno del gobierno japonés. La renuncia de Akihito, la primera de un emperador japonés en 200 años, podría ser una forma de pasar cuanto antes la antorcha pacifista a su hijo Naruhito.
Al igual que su padre, Naruhito se casó fuera de la nobleza con la diplomática Masako Owada, quien fue objeto de críticas por no haber dado a luz un heredero varón. La ley imperial excluye a las mujeres de la sucesión y en el caso de faltar Naruhito, el trono sería para su hermano Fumihito.
El nombre de la era Heisei se puede traducir como ‘paz omnipresente’. La venidera está aún por bautizar y hay expectativa por su simbolismo. Muchos vaticinan que sin importar su nombre, Naruhito continuará la doble tarea de promover la tradición e insistir en que Japón acepte de una vez que la infamia es también parte de la historia.
*Periodista colombiano radicado en Tokio.