TELEVISIÓN
Nada seríamos sin las viejas series animadas de la televisión japonesa
El escritor de este artículo recuerda la influencia que tuvieron los ‘Cuentos de los hermanos Grimm’ y ‘El Gato Cósmico’, entre otros programas nipones, en varias generaciones de colombianos.
Mosimó amo niyiwó, Watuneru nadaba”, o algo así, era el verdadero saludo a la bandera. Nunca supe qué significaba, pero lo cantaba casi con la mano en el corazón cuando empezaba la serie animada Cuentos de los hermanos Grimm. Era 1988. No había YouTube para preguntarle cómo se pronunciaba realmente la canción ni Google para saber lo que traducía. Simplemente se cantaba. Ver estas historias truculentas parecía más divertido que leerlas, a pesar del doblaje hecho en España.
Después del colegio, y sobre todo los fines de semana, fueron bastantes los regaños maternos que recibí por no salir a jugar. Más de una vez, mi mamá me apagó el televisor y me abrió la puerta del apartamento para que me fuera a montar bicicleta. Los dibujos animados, las series de marionetas o los talleres mágicos que me mantenían pegado al televisor tenían un común denominador: todos eran japoneses, excepto El inspector Gadget. Para mí, todo empezó con El Gato Cósmico: mi gran amigo de infancia es de apellido Nova y le decíamos Novita (décadas más tarde supe que el nombre del niño que protagonizaba la serie se escribía Nobita) e incluso él bautizó a su gato Doraemon, como ese gato azul y torpe que nos hacía llorar de la risa. Treinta años después, mi serie favorita no es japonesa, pero suda su influencia: se llama El increíble mundo de Gumball y también es protagonizada por un gato azul y torpe que me hace llorar de la risa. Quizá sigo teniendo 7 años.
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¿Sería que los contenidos japoneses eran más baratos que los gringos y por eso los emitían en Colombia? Entonces no tenía ni idea; cuando empecé a trabajar en televisión supe que la cadena NHK donó muchas de sus series educativas y que los canales públicos de este lado del planeta las emitieron durante años. Y así nos marcaron a muchos. Sé que no soy el único, justamente porque a la larga resulté menos fanático que un amigo que viajó a Tokio para cenar con Noppo-san, el humano de gorrito que protagonizaba la serie Dekirukana, a la que en América Latina simplemente le decíamos Noppo y Gonta.
Lejos de las batallas eternas de Los Caballeros del Zodíaco o Sailor Moon, las telenovelas animadas de José Miel o Candy Candy, el humor un poco extraño de Dragon Ball Z y Ranma ½ (a propósito, conozco a un ingeniero de sistemas al que le dicen Ranma y ni siquiera sé su verdadero nombre) o las canchas kilométricas de Supercampeones, los episodios de Dekirukana nos enseñaron que todo es posible con papel, pegamento y tijeras. En vista de que los personajes no hablaban, la voz en off mexicana nos hacía sentir en casa y respondía afirmativamente a la pregunta que le daba el título oficial: ¿Puedo hacerlo yo? Ahora, nunca entendí del todo qué cosa es Gonta, ese sombrerón un poco amorfo, café y narizón. Pero tampoco entendí del todo qué cosa eran los hermanos Warner de Animaniacs ni Guri Guri de Calamar, entonces supongo que la lección es que las etiquetas no importan mientras se pueda aplicar la creatividad.
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Más borrosas, en mi memoria permanecen series como Nico y Tap, que en realidad se llamaba 1 2 3 matemáticas. Gracias al meme de un miquito mirando a la cámara asombrado, revivieron las marionetas de Niños en crecimiento (una especie de Plaza Sésamo japonés). Por su parte, Cuentos japoneses para mí no tenían la gracia de Los hermanos Grimm por culpa de las marionetas: me parecían muy feas. Tampoco me enrolló Ultraman, el pionero de bodrios como los Power Rangers (lo siento: no puedo con esos efectos especiales que solo se ven bien en el video de Intergallactic de los Beastie Boys, rodado en Japón).
En 2016 me regalé un paseo de casi un mes a ese país. Eran muchos los clichés del cine, los videoclips y la televisión que me llamaban la atención sobre Japón, así que decidí ver las cosas con mis propios ojos. Fue fantástico. Un día antes de volver a Colombia visité el NHK Studio Park, en Tokio. La bienvenida a este museo la da ese muñeco abstracto y café llamado Domo y ya con eso todo es magnífico. Entre muestras interactivas, se recorre la historia de la televisión pública japonesa y se reviven muchos de esos personajes que permanecen borrosos en la memoria. Uno hasta puede fingir que es el presentador de un noticiero que tiene al Monte Fiji de fondo. Pero lo mejor fue poder jugar con las cámaras robóticas y aprender lecciones de cultura ciudadana con Doraemon. Después de una hora distraído entre los juegos, descubrí que yo era el único adulto en la sala más grande del museo. Definitivamente, sigo teniendo 7 años.
*Periodista y director del programa ´Fractal´de Canal Trece.