MINERÍA ILEGAL

El Nudo de Almaguer, la estrella hídrográfica de Colombia, se seca

La culpa no es del verano. Sus ríos mueren debido a la extracción ilegal de oro y a los cultivos ilícitos. La región reclama las acciones de un Gobierno que siempre ha estado ausente.

Laura Rodríguez Salamanca.*
13 de diciembre de 2019
El río Sambingo, prácticamente seco, por causa de la minería ilegal. El defensor del Pueblo, Carlos Alfonso Negret lo visitó. | Foto: FRED SOLIS

El sol arde. Se refleja sobre el suelo –árido, herido, parece quebrarse– y tiene un efecto espejo sobre el rostro. Tuesta la piel, humedece la frente y produce latidos en la cabeza. Y es difícil caminar por el terreno: la tierra es inestable, fue arañada por retroexcavadoras. El paisaje está teñido de amarillo y del lánguido verde de la maleza, que rodea unos pozos aislados de agua sospechosamente azul. De allí beben un par de bestias que caminan también lentas sobre el río o, más bien, sobre el cauce que quedó.

–¿Por qué se ha secado el río?– pregunta a gritos una reportera española a un hombre que monta a caballo sobre el cañón.

–¡Por el verano, por el verano!– responde él, quien lleva un sombrero amplio, y arrea a la bestia para aumentar la velocidad.

Y sí, no ha llovido durante meses, pero esa no es la razón de la sequía. El río Sambingo, que tenía un kilómetro de ancho y 20 kilómetros de longitud, desembocaba en el Patía y fue la primera vía fluvial que exterminó la extracción ilegal de oro en el país. Es difícil establecer cuándo sucedió. El Ejército Nacional lo descubrió en 2016, pero los habitantes de Mercaderes, un pueblo del sur del Cauca, entre los límites de las cordilleras Central y Occidental, en el Macizo Colombiano, lo hicieron antes, y aún siguen llorando su muerte.

“El Sambingo era grande, clarito, había muchas clases de peces. La gente iba a pescar con anzuelo y con chinchorro. Mi papá tenía ganado que tomaba de sus aguas. Pero hoy nos dicen que los animales que las beben se inflan y se mueren. ¡Uy, Dios mío! Con el río se nos fueron la vida, los recuerdos, la cultura”, dice un líder social que prefiere no ser mencionado.

Cuando el río suena…

Este caso es crítico por su crudeza, por la evidente destrucción que dejó, por la violencia que lo rodea. La gente del pueblo asegura conocer la ubicación de los paramilitares y, al acercarse al río, hay guerrilleros circulando en moto, avisando sobre la llegada de extraños y grabando su arribo. Y, sin embargo, este es solo el pico de la montaña del peligro en el Macizo Colombiano: la estrella hidrográfica donde nace el 70 por ciento del agua del país.

Este, también conocido como el Nudo de Almaguer, de acuerdo con el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (Ideam), es una subregión que aloja ecosistemas acuáticos tanto de alta montaña, ubicados a más de 1.000 metros sobre el nivel del mar; como los de tierras más bajas. En sus casi 4,8 millones de hectáreas nacen ríos como el Caquetá, el Putumayo, el Magdalena, el Cauca y el Patía, y representa el 27 por ciento de los páramos de Colombia, que son el 13 por ciento de los del mundo.

Foto: El Cerro de Lerma, en Bolívar, Cauca, hace parte del Macizo Colombiano.

Sin embargo, toda su biodiversidad está en riesgo, entre otras razones, por la minería de oro. Y no solo por la ilegal. Varios líderes ambientales del municipio de Bolívar, Cauca, que por seguridad prefieren no ser identificados, coinciden en señalar que “la Anglo Gold Ashanti está prácticamente adueñada del pueblo”. Además, de acuerdo con un mapa del Proceso Campesino y Popular del Municipio de La Vega y del Proceso de Unidad Popular del Suroccidente Colombiano, el 95 por ciento de La Sierra, el 90 por ciento de Rosas, el 85 por ciento de Almaguer, el 70 por ciento de Bolívar, el 90 por ciento de Sucre y San Sebastián, y el 15 por ciento de Sotará, están comprometidos para la minería. Todos son municipios del sur del Cauca.

Las piedras del río

A mediados de septiembre de 2019, el defensor del Pueblo, Carlos Alfonso Negret, visitó por tierra –atravesando montañas antiguas, imponentes e intrincadas, y trochas como la gente de a pie– varios municipios del sur del Cauca. La Vega, Almaguer, Bolívar, Patía y Mercaderes fueron los principales destinos durante los tres días de travesía de la misión humanitaria de la Defensoría del Pueblo.

Allí se sentó a escuchar los problemas en el fondo de este asunto: los reclamos de una región que pide acciones de un Gobierno que siempre ha estado ausente. Las demandas no se pueden resumir en estas líneas pero, por ejemplo, irónicamente, muchos habitantes no tienen acceso a agua potable; varios de los municipios no entraron en el Pdet, el programa de transformación integral para los territorios más afectados por el conflicto armado aunque fueron víctimas; y falta infraestructura –la estación de Policía de Almaguer funciona en un polideportivo, y se prometió un anillo vial para unir al macizo, que no ha empezado a construirse–.

“Cuando yo era niño caminaba por estas tierras. La gente siempre supo que había oro, pero no lo sacaba. ¿A qué se dedicaban? A la ganadería y a sembrar. Pero el lío es que cuando tienen un cultivo, dígase banano o yuca, no les queda nada porque no hay cómo sacarlo ni quién se los compre”, decía el defensor en el municipio El Bordo, en Cauca, mientras se preparaba para partir al siguiente destino.

Sin embargo, la misión también se encontró con múltiples historias de líderes –maestros, organizaciones campesinas, familias– que se oponen a la actividad extractiva y protegen el territorio. Algunos lo hacen a través de acciones legales y movilizaciones, otros recurren también a las vías de hecho. Y han obtenido algunas victorias: por ejemplo, la Coordinadora Integral Social Mercadereña se le midió a hacer la primera consulta popular, en 2018, sobre minería financiada con recursos autogestionados en el Cauca y consiguió 8.865 votos, aunque el umbral era de 4.700.

Además, el Consejo Comunitario La Nueva Esperanza, del corregimiento del Hoyo en Patía, demandó, en 2015, al Estado porque “no era conocedor de lo que estaba pasando en nuestro territorio afro, de cómo a la gente le empezaba a salir ronchas y plaquetas en el cuerpo después de meterse en los ríos”, explica Jairo Contreras Carabalí, representante de esta organización. Hoy esas empresas ilegales no están en la zona.

Otro ejemplo es el de Diana Isabel Pipicano –34 años, ojos ‘chinos’ y piel lozana–. Ella hace parte de la familia Mamian, que desde principios del siglo pasado ha defendido una de las elevaciones del páramo de Jordán. “Amo la montaña que mi abuelo ha protegido, donde nace el río Marmato. Salí de Almaguer a estudiar, pero nunca me despegué de ella. Siempre volvía cuando me llamaba y me decían: ‘Llegaron los mineros, hay que sacarlos’”.

Pero oponerse a la minería y las economías ilegales en un territorio convulsionado y con pocas oportunidades de subsistencia no es sencillo. En palabras de un minero de la vereda Ruiz, en Almaguer, que accedió a hablar con el compromiso de no revelar su nombre: “Mientras a un trabajador le pagan 10.000 pesos diarios en agricultura, en minería pagan 25.000. Sabemos que eso genera daños y que hay riesgos, pero en este pueblo no existe la más mínima posibilidad de que haya una empresa que contrate por lo menos a 15 personas”.

Además, la tensión entre las partes y la presencia de grupos armados como el frente Manuel Vásquez Castaño del ELN, los paramilitares que los lugareños dicen que han regresado, y disidencias de las Farc como la columna Jacobo Arenas, incrementan el riesgo de la estrella hidrográfica. Este panorama hace aún más inaccesible el territorio para un Estado que ya es ausente.

Y la solución...

¿Por qué, a pesar de la importancia del Nudo de Almaguer, sus problemas no son tan visibles? ¿Qué se requiere para solucionarlos? ¿Cómo debería llegar el Estado a esos territorios? Como explicó el defensor, los procesos organizativos de los indígenas, las comunidades afro y los campesinos del sur, del macizo, son menos fuertes y tienen menor capacidad de denuncia –comparados con las reivindicaciones del norte del Cauca–. Por eso sus preocupaciones son menos conocidas.

“Sin embargo –dice el defensor–, tiene que llegar el Estado social de derecho, con una política de protección del medioambiente mucho más agresiva, pues solo así podremos devolverles a las comunidades las oportunidades de vida. También se debe reparar a las víctimas del conflicto y desmantelar cuanto antes a los grupos armados ilegales que impiden avanzar en el proceso de construcción de paz. El Gobierno –aquí– tiene que hacer inversión social. Y no retóricamente, tiene que dejarle ingresos a la gente”. Esta sería la fórmula para saciar la necesidad de Estado y evitar que otros ríos, como el Sambingo, mueran de sed.

La coca porque toca

El plátano está seco, la trocha está cubierta por una nube de polvo y las quebradas ahora son hilos delgados. Pero en la ruta de El Bordo, Cauca, hay una mancha de verde intenso: las plantaciones de coca tienen su propio sistema de riego de aspersión. “Para la técnica de goteo no hay espacio porque se siembra una cantidad de plantas por hectárea: entre 7.000 y 10.000”, dice un campesino que prefiere que no se revele su nombre. Él sustituyó voluntariamente su cultivo en Mercaderes. Y, como lo explica, estas plantaciones tienen un efecto negativo en los ecosistemas del Macizo Colombiano. En primer lugar, porque requieren grandes cantidades de agua. Y porque herbicidas como el glifosato e insecticidas como la cipermetrina, que se emplean para su cultivo, terminan en las quebradas y en los ríos.

Sin embargo, muchos cultivadores prefieren esta opción por una simple razón: “Cuando yo elijo la coca, puedo sembrarla, cosecharla y transformarla aquí mismo. Con otros productos no podemos hacerlo, no contamos con los medios para conseguirlo”, señala el campesino. Solo en Mercaderes hay más de 1.900 hectáreas de coca.

*Periodista de Especiales Regionales de Semana.