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Julianne Pachico, la escritora británica que se inspira en la violencia colombiana
Aunque creció en Cali, la autora de la novela ‘The Lucky Ones’, ha seguido de cerca la historia de Medellín.
En 1996, cuando las Farc habían acumulado un histórico número de combatientes (más de 10.000) y su poderío aumentaba, mi clase de quinto grado montó una adaptación teatral de El flautista de Hamelín. Al final todos nosotros –pobladores y ratas, el alcalde y el mismo flautista– cantamos para nuestros padres quienes eran espectadores de la obra. Aprendimos la canción durante extensas sesiones con nuestra profesora: “Paz, paz, paz; el mundo pide paz”. En los ensayos todo salió bien, pero en la presentación explotamos de risa frente a nuestros sorprendidos papás y la cara de espanto de nuestra maestra.
¿Acaso la letra nos parecía tonta, banal o sentimental? Ni yo, que era una niña muy tímida, pude contenerme en el escenario y eso lo usaron mis compañeros como defensa irrefutable: “Pero profe”, gritaban mientras ella escribía nuestro castigo en el tablero, “¡hasta Julie se rió!”.
Veintiún años más tarde, después de que miles de integrantes de las Farc entregaron sus armas como parte del proceso de desarme de Colombia, esa letra ya no me suena tonta o sentimental. Parece más una petición, una oración.
Crecí en Cali (al suroccidente de Colombia), donde mis padres vivieron y trabajaron por más de 30 años. Durante una reciente cena familiar no pudimos evitar hablar de todas las maneras en las que el proceso de paz podía, probable o inevitablemente, salir mal. Mi hermano teme que los políticos usen un posible aumento en la criminalidad para señalar las debilidades del mismo. A mi madre le preocupa que los asesinatos de defensores de los derechos humanos no se cuenten como muertes políticas sino como crímenes urbanos.
El prometido de mi hermana dice que su barómetro para la paz es diferente al nuestro: mientras crecía en Medellín, en los años ochenta, mataron a diez niños de su equipo de fútbol. Esto fue antes de que Pablo Escobar le pusiera un precio al asesinato de policías, “1 millón de pesos” por cada agente. En comparación, dijo, Colombia es increíblemente segura ahora. “Soy violentamente pacifista”, agregó. “Casi un militante”. Se rió con tristeza y bebió su cerveza.
La cena familiar me recordó una conversación que alguna vez tuve con un hombre del que ya no puedo ser amiga y no quiero recordar. “Colombia vendió el país por la paz”, me dijo. “Cuando estés allá no podrás distinguir entre quién era guerrillero o paramilitar, quién era malo o bueno. Cuando tiras algo a la basura, se vuelve basura. Una vez está ahí, todo está podrido”.
Eso es lo que el proceso de paz significa para muchos colombianos. Para mí, es suficiente. Paz, paz, paz. El mundo pide paz.
*Escritora y periodista.