Opinión

La mina y el chicharrón de Diego Trujillo

El actor Diego Trujillo recuerda su viaje mágico a una mina tolimense, la cual le regaló un amor imposible y un chicharrón de oro.

Opinión
28 de septiembre de 2020
Los trozos de oro rústico sin fundir también son llamados chicharrones.
Los trozos de oro rústico sin fundir también son llamados chicharrones. | Foto: iStock

Por Diego Trujillo*

En lunfardo, la conocida jerga argentina, la palabra mina tiene el significado de mujer. Incluso el diccionario de la Real Academia Española le asigna a mina como acepción No. 11 la de “mujer”, en Argentina, Bolivia y Uruguay. Ahora que todo tiene que ser políticamente correcto, esto exige un cuidado especial al referirse a la minería en estos países, de modo que uno no puede decir a la ligera por ejemplo, que las minas en Bolivia están en franco retroceso o que Argentina tiene unas de las minas más grandes del mundo, sin especificar que se refiere a Veladero y Cerro Moro, dos de las mayores minas de oro del planeta, porque podría ser tachado de sexista, como mínimo.

Así mismo es claro que los inventores de la jerga bonaerense desconocían el significado de pleonasmo o por lo menos desestimaron la posibilidad de que alguien pudiera enamorarse de una mina en una mina; tal es mi caso. Corría el año de 1986. Trabajaba en Arauca empleado por una petrolera y mi jefe, con quien tenía una relación de amistad y que a la sazón se debatía entre un matrimonio mal avenido y un romance naciente, me alentó para que acompañara a su nueva amiga, que llamaré J, en un viaje a su antiguo lugar de trabajo, en Ataco, Tolima.

Allí estaba asentado el campamento de Mineros el Dorado, una empresa que explotaba oro en el río Saldaña y donde años atrás ellos dos se habían conocido. Viajamos en flota hasta Chaparral en compañía de una amiga de la pareja en ciernes, con veladas funciones de chaperona, y cuya presencia se fue justificando a medida que descendíamos por la cordillera, el calor aumentaba y la charla se hacía cada vez más fascinante.

A la altura del Guamo comencé a dudar de mis sentimientos por J, y a maldecir a mi jefe por haberme encomendado la tarea de acompañarla. Llegamos al campamento al atardecer después de abastecernos de aguardiente en Ataco y tan pronto terminamos de instalarnos en la casa de huéspedes propuse el primer brindis con la firme intención de fundir a la chaperona a la mayor brevedad. Así fue; tan pronto la mujer comenzó a proferir graznidos tumbada en su catre en el sopor de la rasca, le propuse a J que saliéramos a buscar el cometa Halley, que por esos días hacía su paso por la Tierra.

Ni ella se creyó la excusa, ni lo vimos. Pasamos la noche hablando y riéndonos, enamorándome a medida que pasaban las horas, buscándolo entre las nubes hasta el amanecer. De regreso a Bogotá, la mina me dio un regalo; o tal vez debería decir que J me regaló un chicharrón –que es como se le llama a un trocito de oro rústico sin fundir–, el recuerdo de un amor imposible.

*Actor