CIUDAD

Así era la Montería de Joseph Avski, escritor monteriano que recorrió la ciudad con sus zapatos intermitentes

Aunque mantiene sus deliciosos raspaos de kola con lechera, Avski menciona como la infraestructura y el comercio han hecho que Montería deje de ser ese pueblo que lo vio crecer.

Joseph Avski*
9 de mayo de 2018
"La ciudad ha cambiado tanto como yo, y como yo sigue siendo la misma". Joseph Avski | Foto: Esteban Vega

Durante la época de los acetatos de rock en español empecé a descubrir la ciudad. Tenía alrededor de 10 años y había vivido en Montería desde que llegué en 1980. Hasta entonces solo iba donde mis padres me llevaban. La única excepción había ocurrido en 1988, durante el primer concierto de rock en la ciudad. Esa noche se presentaban Taxi, Pasaporte y Compañía Ilimitada en el Coliseo Miguel ‘Happy’ Lora. Fui yo quien llevó a mi padre al evento.

Todo cambió con un par de tenis que recibí como regalo de Navidad. Eran los zapatos de moda y una de las adquisiciones más preciadas para un niño. Tenían una luz intermitente en el talón que parpadeaba con la presión de cada paso. Parecían traídos del futuro en una época en la que ya una parte de Montería se aburría de vivir en el siglo XX y desesperadamente buscaba sentir en sus pies la arena de silicio de las playas del siglo XXI.

Pasear sin rumbo me pareció la mejor manera de poner a prueba la calidad de mi nuevo calzado. Sin un plan concreto y con la vaga idea de que mis padres no podían saber porque me dirían que aún era muy niño para caminar solo, salí de mi casa en dirección al parque de la bonga, y en la esquina me desvié hacia la derecha. Dejé atrás la iglesia de Pasatiempo, crucé el Sena, el supermercado Olímpica y seguí en dirección noroeste por la calle 27. Sin darme cuenta en qué momento, descubrí que había atravesado el centro de la ciudad, y me encontraba muy cerca de donde mi padre nos llevaba a alquilar películas de Betamax y juegos de Nintendo. Sin embargo, no me detuve y caminé literalmente hasta que la calle se acabó frente al impulsivo río Sinú. 

Desde entonces camino por la ciudad. Pasaba horas en las calles del centro escogiendo mi casa favorita, visitando tiendas de discos o recorriendo las panaderías. Acostumbraba terminar en la alameda junto al río donde compraba raspaos de kola con lechera extra y bananos para alimentar a la familia de monos rojos aulladores que vive en los árboles de la ribera.

Hace más de 20 años salí de Montería y caminar sin rumbo por ciudades y burgos sigue siendo una de mis actividades favoritas. Siempre que estoy de regreso dedico varias horas a recorrer sus calles sin un propósito fijo. La ciudad ha cambiado tanto como yo, y como yo sigue siendo la misma. Cuando empecé a recorrerla, su población urbana no llegaba a los 150.000 habitantes y hoy sobrepasa los 350.000. Como todo cambio, su transformación la recibo con una mezcla de alegría por las sorpresas que me encuentro al doblar en cada esquina, y tristeza por lo que ha desaparecido y nunca podré experimentar de nuevo.

Los cambios son tantos que no terminaría de enumerarlos. Las aceras son más amplias y cómodas para caminar, pero el centro ha perdido su preponderancia. En otra época todo sucedía en el centro. A pesar de los profundos problemas de desigualdad, la ciudad aún no se había fraccionado. Allí estaban los supermercados, los restaurantes, las tiendas de abarrotes, los almacenes de ropa, los bares, los bancos, el cine, las oficinas públicas y privadas. Para bien o para mal, toda la ciudad compartía el centro. Hoy es demasiado grande y se ha fragmentado. Cada zona cuenta con su propio centro comercial, su dinámica independiente. La margen izquierda ya tiene su sede de la Alcaldía. Quizá el único lugar de encuentro para la sociedad sea la alameda junto al río. Después de su remodelación confluyen personas de las cuatro esquinas geográficas. Al parque Simón Bolívar no regresó un tenderete que vendía libros de segunda donde compré, entre otros, Hojas de hierba de Walt Whitman en la traducción de Jorge Luis Borges, y una edición de Humillados y ofendidos de Fiódor Dostoyevski que leí en 2001 mientras caminaba desde Montería a Coveñas siguiendo la margen izquierda del río. El cine Sinú y el Club Montería se convirtieron en iglesias evangélicas, y mis casas preferidas las han ido tirando para construir edificaciones más modernas. Pero hay que reconocer que la oferta cultural se ha enriquecido. La feria del libro, el festival de jazz, el festival de cine, el Museo Zenú de Arte Contemporáneo son apenas unos ejemplos de lo que parecían imposibles hace 20 años.

Montería pasó de ser una ciudad pequeña a una intermedia en muy poco tiempo, no obstante, algunas cosas no cambian: el mejor lugar de la ciudad para disfrutar de un raspao de kola con lechera extra sigue siendo la alameda frente al río, y la familia de monos rojos aulladores permanece atenta a cualquier transeúnte que le ofrezca bananos.

*Escritor.