HISTORIA
¿Qué es ser monteriano?
El escritor José Luis Garcés, nos habla de cómo ha mutado la identidad cultural de Montería, desde los años 30 hasta hoy.
La identidad cultural es un concepto esquivo y polémico, y se convoca o usa para los más diversos intereses. Pero digamos que las identidades se van forjando como se estructura el hierro en la labor artesanal: a punta de martillo. Es un largo proceso. Que a veces no llega a buen puerto o se embarranca en atracaderos confusos, pues en el camino se encuentra con poderosos malquerientes: hoy con los medios de comunicación, con el consumismo económico y con la indiferencia o dejadez del Estado.
La identidad nuestra comenzó antes de que Antonio de la Torre y Miranda, un español que se imaginó ya en el siglo XVIII la construcción del Canal de Panamá, refundara este pueblo, le pusiera el nombre de San Jerónimo de Buenavista y empezara el largo proceso del mestizaje.
Somos idénticos por contraste. En la diferencia está la identidad. Somos lo que no son los otros. En los años treinta en Montería había monterianos, y tenían sus características específicas. Hoy la inmigración, especialmente la interiorana, es mayor, y por ello la mezcla es más diversa y contradictoria. Quizá hasta los años sesenta éramos triétnicos; hoy somos poliétnicos, pues hay que incluir la influyente presencia sirio-libanesa. Los de la época en primera mención vestían de lino blanco, llevaban sombrero tartarita y saludaban con respeto y compostura. Y en los atardeceres muchos de esos monterianos se iban a escuchar música de pitos y percusión al estanquillo de Emeterio Suárez, que estaba debajo de la legendaria bonga del puerto, y donde una noche apareció el diablo disfrazado de tamborero caminando con un tambor embrujado encajado entre las piernas.
Hoy eso es recuerdo. Y cada día son más los que han perdido la memoria. Los que escuchamos las historias de nuestros inolvidables Guillermo Valencia Salgado (Compae Goyo), Benjamín Puche Villadiego, Pascual Orozco Madrid, Jorge Valencia Molina, Rafael Yances Pinedo, Eduardo Pastrana Rodríguez, Beatriz Lorduy de Ángel, Benigno Peñate (llamado coloquialmente ‘Chicharrón con pelo’) y otros, podemos dar fe de que la jerarquía del compromiso de un monteriano de esa época era inmodificable.
La palabra comprometida era sagrada. El apretón de manos era un juramento. Las citas se cumplían con una exactitud envidiable. Ningún compromiso para hacerse efectivo requería de la majestad discutible del papel sellado. Estábamos perdidos en una geografía inhóspita, pero practicábamos altas dosis de honestidad y de decoro. Allí, en los estantes de la historia están los nombres del escritor de anticipación Manuel Sliger Vergara; de los médicos altruistas Miguel R. Méndez, Alejandro Giraldo, Álvaro Bustos Berrocal, Jorge Ramírez Arjona; del martirizado patriota José de la Cruz Gómez, del poeta Pedro Vélez Racero, del bibliotecario Lucas del Valle; de los maestros David Martínez, Victoriano Valencia, Jaime Exbrayat, Diego Echenique y el Mocho Salo, y el del fotógrafo, dibujante y joyero Justo Manuel Tribiño, entre otros. Sus actos hablaron y hablan por ellos.
Esa era también la época de los prolongados aguaceros que llenaban el mundo de una humedad que se filtraba en los huesos y que propiciaba la aparición torrentosa del mosquito cabeza negra. En ese entonces las lanchas y las balsas bajaban por el río cargadas de vitualla, madera, gallinas, pavos, carne salada y manteca de cerdo, o abarrotadas de jóvenes que iban a estudiar a Cartagena o que, amarrados pecho de paloma, los llevaban a pagar el servicio militar obligatorio. Había magia, brujería, botánica, animales feroces y arenas movedizas, y los peces existían en tal cantidad que, hastiados de estar en el río, saltaban a la playa y allí morían de aburrimiento y asfixia. La gente se inclinaba sobre la arena y se llevaba a la casa los de mayor tamaño.
Hoy, esa identidad parece disuelta en el pozo de los recuerdos imposibles. La influencia de los medios, el olvido de la historia y el desprecio por la educación ciudadana, han conducido a practicar una identidad en crisis, amorfa, pringada de excesivos extranjerismos, o una falsa identificación con valores que están lejos de nuestros afectos o del episteme que hemos creado a través de las épocas más floridas. Pienso que no es factible resucitar lo que está atrapado bajo la dermis de los tiempos. Y que lo que se impone es crear una nueva identidad. Contemporánea, pero esencial. Nutrida de los avances tecnológicos y enraizada con la tradición solidaria y ética de nuestras calendas de esplendor.
*Escritor y profesor universitario.