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Mutantes digitales

Ensayo: la democracia en tiempos de internet

¿Cómo pensar, en este mundo digital, una vida en común? La necesidad de discutir sobre esto en Colombia empieza a tomar cuerpo de forma tardía pero vertiginosa.

Felipe Sánchez Villarreal*
28 de enero de 2019

Este artículo forma parte de la edición 159 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

En un ensayo de 2003 sobre los efectos de las tecnologías digitales en los procesos políticos de Estados Unidos, los investigadores del MIT Henry Jenkins y David Thorburn miran con recelo la afirmación popularizada de que internet podrían revolucionar la democracia: “No descubriremos un solo momento decisivo en que internet emerja como una fuerza en nuestra política nacional. En cambio, la democracia digital será descentralizada, desigualmente dispersa y profundamente contradictoria”. En ese entonces, y aunque algunos episodios de la historia reciente (Trump incluido) se hayan encargado de matizar su afirmación, Jenkins y Thorburn pretendían socavar un mito que seguía luchando por cristalizarse en ciertas esquinas del pensamiento político contemporáneo: el mito de la inevitabilidad o del determinismo tecnológico.

Según este, las nuevas tecnologías tendrían un poder intrínseco y autónomo para modelar la sociedad y, sin resistencia alguna, transformarla. Afirmaciones como que somos “esclavos” de la televisión o de los teléfonos celulares tienen su raíz allí. En los años setenta, el crítico cultural galés Raymond Williams ya había sembrado sus sospechas, entendiendo que los nuevos sistemas de comunicación no solo no eran actores omnipotentes e independientes, sino que operaban más bien como campos en los cuales se ponían en escena complejas interacciones entre fuerzas políticas, sociales, culturales y económicas. Los trabajos de Williams, en su momento, sugerían que la emergencia de un nuevo medio en una comunidad podía incidir sobre su cultura política, pero no alterar de tajo sus estructuras sociales primordiales. Así, desde su modelo, lo mejor era entender el impacto de las nuevas tecnologías de forma “evolucionaria” y no –como muchos pregonaban– “revolucionaria”.

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Las coyunturas políticas de hoy, ancladas en el refinamiento y penetración de las tecnologías digitales en la vida cotidiana, han vuelto a darle un relieve particular a esa discusión. ¿Las plataformas tecnológicas fijan de manera obligante nuestros modos de vivir en sociedad? ¿O son esos modos de vivir los que gradualmente van modelando los usos (y abusos) de los avances tecnológicos? ¿Reproduce y retroalimenta el mundo digital los procesos culturales y políticos que modelan las vidas fuera de la red? ¿O acaso las nuevas sociabilidades online han trastornado de formas más complejas, subrepticias, las certezas y hábitos políticos de la vida offline? El antropólogo británico Robert Dunbar ya había aventurado una respuesta: que las matrices sociales que se cuecen fuera de la red inevitablemente operan dentro de ella. Lo mismo el sociólogo Manuel Castells, para quien “la exageración profética” y “la manipulación ideológica” que caracterizan a la mayoría de los discursos sobre la revolución de las tecnologías de la información han impedido una mirada justa y ponderada sobre sus verdaderos impactos.

En Colombia, la necesidad de esa discusión parece estar empezando a tomar cuerpo de forma tardía pero vertiginosa. La cada vez más extensiva participación de los ciudadanos en redes sociales, la proliferación de ejercicios de movilización digital y los efectos de las plataformas digitales en el tallado de la discusión pública han realzado la obligación de reflexionar, de forma cada vez más amplia y profunda, sobre las tensiones entre el mundo digital y la vida en sociedad. En el primer trimestre de 2018, según un informe del Ministerio de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (MinTIC), el índice de penetración de las conexiones a internet de banda ancha en Colombia aumentó más de 3 puntos porcentuales en relación con el mismo periodo de 2017, alcanzando un 61 %. El número de abonados en el servicio de telefonía móvil ascendió a 62.822.720 personas y el país llegó a lo alto de los ránquines latinoamericanos como uno de los más activos en Facebook y WhatsApp de la región. Estamos conectados, interactuamos compulsivamente en internet, pero hasta ahora hemos comenzado a hacernos preguntas.

Como respuesta a esa urgencia, el pasado 21 de noviembre, ARCADIA, el Goethe-Institut y Plataforma Bogotá organizaron un laboratorio de discusión en torno a una pregunta: “¿Qué democracia queremos en tiempos digitales?”. El ejercicio, una hacktividad que convocó en mesas de trabajo a especialistas, investigadores y activistas digitales, abrió diversas líneas de reflexión que, en el espíritu crítico de Williams, pueden dar luces de cómo revisar las potencias y peligros de esas tecnologías en la reconfiguración de la vida compartida de los ciudadanos. Todo con un ojo crítico que, en últimas, pretende evitar las miradas deterministas que han estructurado algunas aristas del debate: un ojo plural que persigue comprender el ecosistema digital en relación con la experiencia humana y política de los sujetos que usan (y producen) esas tecnologías.

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De esas mesas de conversación emergieron varios deseos prospectivos para construir una vida compartida en tiempos de internet. Aquí tres de ellos.

1. Queremos pensar lo democrático en red y no solo desde las urnas

El punto de partida: la democracia no ha dejado de ser un concepto en disputa. Entender lo democrático únicamente como aquello que atraviesa el ejercicio electoral comprime una exploración más compleja de las nociones de ciudadanía, de política y de gobernanza. ¿Una democracia en tiempos digitales solo consiste, como piensan muchos, en que a través de internet los ciudadanos estén informados o que las redes sociales motiven a que salgan a votar? ¿Cómo leer las distancias entre la actividad en la red y el pulso ciudadano en las calles?

Iniciativas colombianas de activismo digital como Movilizatorio, SeamOS o Mutante están demostrando que pensar nuevas ciudadanías desde la red comienza por detonar conversaciones. También por moderar e informar comunidades, multiplicar las voces que históricamente han estado habilitadas para hablar –tanto en línea como fuera de ella–. En tiempos de interacciones mediadas por el espacio virtual, los cambios en la idea de lo democrático suceden, como detectan Jenkins y Thorburn, en la forma no solo de hacer política, sino también de entender qué es lo político.

2. Queremos pasar del dispositivo a la educación digital

Para imaginar un futuro democrático en tiempos digitales no basta, como algunas instituciones del Estado han considerado en el pasado, con repartir tabletas y computadores en regiones apartadas. Aunque algo de esa democratización pase por la posibilidad de contar con un soporte para navegar en internet, es fundamental que primen las realidades particulares de los territorios; además, que haya una articulación efectiva entre las dinámicas culturales de las comunidades que han permanecido al margen de la digitalización y las llamadas “buenas prácticas” en la red.

De igual manera, la interacción entre plataformas tecnológicas y regiones no puede ser unilateral ni homogénea ni centralista. Para pensar una vida en común en la era digital debe tenerse en cuenta la negociación de lo tecnológico desde los contextos, las diferencias culturales, las prácticas comunitarias particulares, los saberes ancestrales. Muchos entusiastas señalaban que una de las proyecciones más promisorias de la era digital era la recomposición de las relaciones de poder. Pero ese entusiasmo inicial, desafiado por un paisaje virtual dominado por los discursos de odio, la simplificación del debate y las noticias falsas, ha confirmado que labrar ese camino no solo pasa por facilitar el acceso a los dispositivos, sino también –de nuevo– por reconocer y capacitar las manos que los usan.

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3. Queremos asediar la democracia desde la inteligencia colectiva

Más que en las políticas electorales, los efectos que algunos les han concedido a las nuevas tecnologías en la recomposición de las culturas democráticas comienza desde los modos de entender las identidades diseminadas en lo colectivo: sentidos de comunidad trastocados, una ciudadanía cada vez menos dependiente de las voces de autoridad, núcleos colaborativos que reivindican lo abierto y lo libre. Internet es el lugar más adecuado para propulsar los sentidos de cooperación de los cuales se han servido filósofos como Michael Hardt y Antonio Negri para pensar cómo articular espacios de libertad y comunidad en el mundo contemporáneo.

El movimiento del software libre, las plataformas de cocreación, economía colaborativa y financiación colectiva son algunos de los horizontes optimistas que muchos activistas digitales y agitadores culturales están intentando explorar. No obstante, preguntas como las de la regulación estatal o las responsabilidades tributarias de ciertos emprendimientos tecnológicos que se han apropiado de esa retórica (Uber, Rappi, Airbnb) proyectan puntos ciegos de esas utopías. Una inteligencia colectiva debe pasar también por el regreso a los cuerpos, por la posibilidad de una vida justa fuera de línea. Y un futuro democrático en la red será humano, cooperativo, de enjambres solidarios que actúen desde la diferencia... o no será.

*Literato y editor digital de ARCADIA.

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