OPINIÓN

Gloria Zea, una musa

La periodista Margarita Rojas rinde tributo a la gestora de la cultura colombiana, Gloria Zea. Ella dejó este mundo el mismo día que su exesposo, Fernando Botero, presentaba el documental sobre su vida en Medellín.

Margarita Rojas*
25 de abril de 2019
Margarita Rojas recuerda a una de las figuras culturales más importantes de Colombia. | Foto: Leon Darío Peláez.

Un rostro joven de gesto impasible y tez blanca, cuyo contraste con el pelo oscuro se acentúa con los reflectores, preside el escenario del Teatro Colón de Bogotá. Sus ojos redondos, su mirada inquisitiva y clara parecen escrutar al público. Junto al lienzo de 1,60 por 1,25 metros, está el ataúd en el que yace la mujer que inspiró la pintura. No es el final de una tragedia lírica. Es el cierre de una vida terrena y real, entretejida con ópera, pintura, escultura y música.

El retrato de Gloria Zea cuenta una parte de la historia del artista antioqueño. Como les ha sucedido a muchos de los grandes pintores, Fernando Botero pintó a su musa. En 1956 era su alumna en la Universidad de los Andes, lo había deslumbrado y acababan de casarse tras seis meses de un noviazgo no muy celebrado. La Gloria de Botero tenía 20 años. Labios carnosos, mentón partido, espalda erguida, elegancia y porte heredado de familia. Actitud segura, más bien altiva. Una musa delgada, que dejaría de serlo pronto. Estaba embarazada de su primer hijo, según narró con orgullo y un dejo de nostalgia, en pleno duelo, su hijo Fernando.

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Estaban en Ciudad de México. Vivían en la calle Kansas de la colonia Nápoles y eran días de intensa exploración para el artista de 24 años, que ya había estado en Europa y ahora indagaba en el arte mexicano. Ella, con la belleza en flor, había vivido su etapa de educación secundaria en Nueva York pero su carrera de Filosofía y Letras estaba inconclusa en Bogotá. Inteligente e inquieta, con una aguda percepción que le permitió anticipar el talento de aquel antioqueño sencillo del cual se enamoró, se disponía a convertirse en madre. Esa era Gloria Zea cuando Botero la pintó.

Según las reseñas de la obra, en esa época el artista experimentaba elementos cubistas. Lejos estaba el desarrollo del volumen que le daría su sello inconfundible. Pero eran los pasos previos. Una especie de ‘Maternidad’, como aquella de la época azul que antecedió la explosión creativa de Picasso. Dos años duró su estancia en México, donde nació el primogénito. Después de cinco años y dos hijos más, el artista y ella tomaron caminos distintos.

Por supuesto, el legado de Gloria Zea en el arte y la cultura colombiana merece, por sí solo, muchas páginas. Pero de eso se ha hablado y escrito estos días. Su matrimonio con Fernando Botero sería casi un episodio fugaz, ante los 50 años intensos y fértiles que ella dedicó a la gestión cultural. Pero de él quedan los hijos, su continuidad. Y aquel retrato.

Por esas ironías incomprensibles, el mismo día en que el maestro presentaba en Medellín, a solo 15 minutos en metro del municipio de Sabaneta, el documental sobre su vida, en la Fundación Cardioinfantil de Bogotá cerraba los ojos cansados la primera diosa de su altar.

*Periodista.