HISTORIA
La ciudad de los tres imperios
Es Estambul, anteriormente conocida como Bizancio, Constantinopla y Nueva Roma. Esta es su historia.
Bizancio, Constantinopla, Estambul. Tres nombres sucesivos y una sola ciudad verdadera. Una que cuenta su edad en milenios, algo muy difícil de concebir a este lado del Atlántico. Pero así es esa metrópoli situada justo en el estrecho del Bósforo, punto de salida del mar de Mármara al mar Negro.
Esa localización marcaría su historia desde sus orígenes. Los investigadores no saben con certeza desde qué época hubo presencia humana en la zona, y un hallazgo reciente les hizo estirar sus cálculos anteriores. Hace poco, los trabajadores del proyecto de túnel submarino para unir las dos partes de la ciudad encontraron entre un ataúd una mujer que podría haber muerto hace 8.000 años.
Eso es mucho tiempo, y se pierde en las tinieblas de un pasado lejano en términos humanos. Ya en épocas más ‘recientes’, la historia comienza en el siglo VII antes de Cristo, cuando un griego llamado Biza, procedente de la oscura ciudad de Megara, fundó una colonia en la orilla occidental del Bósforo. No se sabe mucho del personaje, algunos lo llaman rey, e incluso parece que tenía su toque: decía que Poseidón era su padre, y por lo tanto su abuelo el mismísimo Zeus.
Pero la ciudad de Bizancio, (por el nombre del fundador) no necesitaba de esas palancas divinas para florecer como lo hizo. El lugar tenía una costa con numerosas bahías abrigadas, aguas fértiles en pesca, una tierra excelente para la agricultura, gran suministro de agua dulce, y además ventajas geográficas que facilitaban su defensa en caso de asedio.
Pero además, y sobre todo, quedaba en el cruce de las rutas comerciales entre Europa y Asia y en el lugar de choque con la expansión de los persas. Todo ello enriqueció sin límite a los ciudadanos de Bizancio, que ya hace 2.000 años tenían fama de vivir en medio del “lujo más corrupto imaginable”.
Por eso no sorprende que los griegos se enfocaran con avidez, o tal vez con envidia, en controlarlo para sus intereses. Por eso, las ciudades estado lucharon varias guerras por Bizancio. Al tiempo del nacimiento de Cristo, la ciudad ya se consolidaba como la segunda capital del Imperio Romano. Y en el siglo IV llegó el emperador Constantino, y comenzó un nuevo capítulo.
El emperador que cristianizó a Roma estaba enamorado de Bizancio, que ya hacía palidecer a la ciudad eterna como centro de la actividad del mundo en términos de comercio, diplomacia, estrategia y cultura. Emulando tal vez sin querer a su predecesor Biza, el buen Constantino dijo que había soñado que Dios le pedía trasladarse a Bizancio. Y efectivamente, Constantino no solo se fue a reinar desde allí, sino que le invirtió fuertemente a la ciudad, con numerosos palacios, monumentos y, por primera vez, iglesias.
Tras llamarse Nueva Roma por un tiempo más bien corto, comenzó a recibir el nombre de Constantinopla por su ilustre benefactor. En esa etapa alcanzó su máximo esplendor bajo el imperio de Justiniano, quien con el apoyo de su legendaria esposa, Teodora, construyó monumentos extraordinarios, sobre todo la catedral de Santa Sofía. Cosmopolita como ninguna, se decía que la belleza de la capital del imperio bizantino (llamado así para diferenciarse del decadente Imperio Romano de Occidente) dejaba sin respiración a los visitantes.
Pero su fama y su riqueza también trajeron su perdición. La ciudad (durante siglos la gente la llamó simplemente así, como si fuera la única del mundo) comenzó a atraer toda clase de aspirantes de dominarla. Y eventualmente en el siglo XIII unos renegados de la cuarta cruzada la tomaron y destruyeron buena parte de sus tesoros. Bajo estos nuevos amos Constantinopla entró en una trayectoria descendente, y nunca recuperó su esplendor. Se acercaba el siguiente capítulo.
Ya desde el siglo VII había surgido una nueva amenaza, el islam, fundado por Mahoma, que consideraba a Constantinopla una espina en la garganta de Allah. Apenas murió el profeta, sus seguidores lanzaron el primero de 13 intentos de tomarse la ciudad a lo largo de 800 años. Y por fin los otomanos lo consiguieron en 1453, bajo el liderazgo de Mehmet II.
El nuevo dueño, tras entrar triunfante, visitó de inmediato la famosa catedral, a la que ordenó convertir en mezquita. De este nuevo capítulo proviene una nutrida contribución arquitectónica, numerosas mezquitas que testimoniaban la nueva religión dominante, y el emblemático palacio de Topkapi. Con el paso de los años, Constantinopla se convirtió en la capital del Imperio Otomano, que dominaba grandes extensiones de Europa, Asia y África.
Tras un larguísimo proceso involutivo, el Imperio Otomano llegó al siglo XX convertido en “el enfermo de Europa”, un gigante decadente y cada vez más débil que perdía territorios en forma acelerada. Y tras su desafortunada participación en la Primera Guerra Mundial, del lado equivocado, el mundo firmó su acta de defunción. De allí surgiría en 1923 la República de Turquía, de la mano de su fundador, Mustafa Kemal, llamado Atatürk, (el padre de los turcos).
Atatürk, obsesionado con integrar a Turquía a Europa y a la cultura occidental, cambió muchas cosas, como adaptar a su idioma el alfabeto latino, y prohibir que usaran ropas tradicionales. Y además trasladó la capital a Ankara. Eso no significó, sin embargo, que Constantinopla dejara de avanzar en su modernización, con numerosos bulevares y avenidas, mientras comenzaba a llamarse Estambul, un nombre autóctono y popular, como la conocemos actualmente. Ella sigue allí, como hace miles de años, con muchos nombres y uno solo, sin dejar jamás de vigilar la bisagra del mundo.
*Jefe de redacción de Semana.