ENTREVISTA
Jesús Abad Colorado: “Soy el fotógrafo de la vida”
Él ha documentado como nadie todas las facetas del conflicto colombiano. Su extraordinaria exposición ‘El testigo’, que reúne 500 fotografías, se exhibe en el Museo La Tertulia de Cali.
Fotógrafo amoroso, testigo y memoria de la Colombia más dura y conmovedora, caminante, escucha, amigo. A lo largo de casi 30 años, el antioqueño Jesús Abad Colorado ha documentado el país profundo, el más vulnerable, el que se quedó solo e indefenso cuando los hombres armados se impusieron a sangre, terror y fuego en territorios como Bojayá, San José de Apartadó, Mapiripán, Peque, Machuca, Granada, Bahía Portete y Tierralta. Su exposición antológica El testigo, curada por María Belén Sáez de Ibarra, invita a la reflexión, a la compasión, a la memoria, a la apertura hacia la paz y la reconciliación. Solo en Bogotá ha sido vista por 700.000 personas. Cali es su segundo puerto. “Quiero que sirva de provocación para que los reporteros del suroccidente colombiano saquen sus archivos y nos cuenten qué pasó”.
PAOLA VILLAMARÍN: ¿De dónde viene el interés de documentar y acompañar a las víctimas?
JESÚS ABAD COLORADO: Hace parte de una formación en la empatía, en la solidaridad; en entender a los demás. Mi padre era un hombre muy bondadoso, que sufrió la violencia como tantos otros en el campo. Mi madre, que estuvo en un convento durante cinco años, no solo nos enseñó a tener calma, sino mucho amor por el dolor de los demás. Ya en mi proceso de formación influyó mi hermana mayor, psicóloga y médica oriental que vive en Canadá, a quien le tocó irse del país con su esposo, en 1999. Cuando empecé a hacer trabajo de campo y le contaba lo que sucedía, me decía: “Es mucho más importante ver con el corazón y los sentimientos que con la ideología y el pensamiento”. El periodismo, como decía Ryszard Kapuscinski, no es un oficio para cínicos.
P.V.: Habrá gente que le pregunte si termina acostumbrándose…
J.A.C.: Me dicen que si después de tantos años me he vuelto duro o si las cosas me dan lo mismo. Les respondo: no estoy asistiendo a un partido de fútbol o a una corrida de toros. Estoy trabajando con gente de este país en situaciones muy difíciles, pero también en otras que me llenan de alegría. A veces me desbarato con el asesinato de un maestro o de un líder indígena, pero también me maravillo cuando vuelvo a esos lugares y veo la capacidad de resiliencia o de amor por la vida de personas que, a pesar del olvido, la indiferencia o el abandono estatal, lo único que quieren es vivir en paz, bajo un cielo estrellado.
P.V.: Son 558 fotografías las que integran ‘El testigo’ y 27 años de trabajo. ¿Qué reflexiones quedan?
J.A.C.: El periodismo que he hecho ha sido a pie y con las víctimas, no para ningún poder político ni armado, sino como un testimonio. Esas imágenes son nuestro espejo de la tragedia, pero también de la resistencia y la dignidad, son parte de una memoria que puede transformar el corazón y la conciencia de quienes las vean. Una señora que fue a verla en Bogotá la resumió así: “Me voy llorando por mí misma, por mi familia y por mi país. No es una exposición de fotografías de guerra, está hecha con amor y humanidad”.
P.V.: Hablando de amor: usted se da el tiempo para acompañar a las personas, se sabe sus nombres, sigue en contacto con ellas a través del tiempo…
J.A.C.: Es una fidelidad que tengo con las víctimas. Es un amor hacia aquellos a quienes he visto sufrir, pero también hacia los que he visto volverse a levantar. Recuerdo que alguna vez en El Tiempo titularon que yo era el fotógrafo de la guerra, y no lo soy. Soy el fotógrafo de la vida. No busco el ángulo más perverso, sino el más humano. Ese es el testimonio que quiero dejar. No voy a un lugar para ver los escombros, sino para ver cómo la gente vuelve a reconstruir su vida.
P.V.: Un ejemplo…
J.A.C.: El hecho de que una mujer como Ana Felicia Velásquez, en Mampuján, en medio de la destrucción y el abandono de su pueblo, diez años después de haberse tenido que ir, llevara a su casa una mesa, un mantel, un florero, un gobelino y dos cuadros y que recogiera flores y hojas alrededor para decorarla no solo es un acto poético, político, ético y estético, sino que ahí está revelada la calidad de nuestra gente. Cuando le pregunté por qué, me dijo: “Ay, Chucho, yo no quería que mi casa estuviera triste”. ¡Son tantas historias de tantos lugares! Eso fue en 2010. Volví en mayo de 2018 a su casa. Ella no me estaba esperando. Tenía los pies descalzos y las uñas pintadas con flores.
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P.V.: ¿Por qué hemos sido tan indolentes en el país?
J.A.C.: Nuestras iglesias, con excepciones, terminan aliadas con el poder político y cierran los ojos ante lo que le pasa a su pueblo, y los partidos, incluidos los de izquierda, no han entendido el arte de la política para generarles unas condiciones de vida dignas a nuestra gente. Los periodistas también tenemos responsabilidad. Recuerdo mucho una discusión con el jefe de redacción de El Colombiano en 2000. Era Navidad, 14 de diciembre, y llegué con fotos de personas a las que había visto desplazarse dos veces. Él me dijo que estaban cansados de publicar desplazados en primera página y que la fotografía ya estaba seleccionada. Le pregunté qué era más importante que ellos, que ese señor con hijos, camas, costales y sus gallinas en un palo. Era la iglesia de Envigado iluminada. Ese día lloré mucho. Llegué a la casa y le dije a mi compañera, “no puedo más”. Preparé mi renuncia y pocos meses después me fui del periódico.
P.V.: ¿Ese fue el momento decisivo para trabajar por su propia cuenta?
J.A.C.: Ese y mi secuestro, mi segundo secuestro, el 6 de octubre de 2000. El ELN quemó el carro del periódico y nos trató mal a mi compañero y a mí. Fueron tres días. Compartí con un policía en cautiverio. Se llamaba Mauricio Yacué Salazar, lo habían bajado de un bus cuando iba de camino a conocer a su hijo recién nacido. Le di muchas esperanzas de vida, pero la guerrilla del ELN lo fusiló después de que los paramilitares entraron a Granada (Antioquia) y mataron a 18 campesinos, incluyendo al sacristán y a un niño; entonces, la guerrilla y la población justificaron su muerte porque mientras los paramilitares entraban por las calles del pueblo, la Policía se dedicaba a disparar al aire. Por eso mataron a Mauricio. Tan solo en un mes, a este pueblo se lo tomaron dos veces la extrema derecha y la extrema izquierda, y acabaron con la vida de la gente.
P.V.: En medio de estas situaciones de las que ha sido testigo, también ocurren revelaciones casi místicas sobre la realidad.
J.A.C.: Recuerdo el bote en el que íbamos a enterrar a Ubertina Martínez, herida de muerte en Napipí, corregimiento de Bojayá, se llamaba El Joven Atalaya. Clirio, su vecino y quien iba en la punta, llevaba una bandera blanca, que en realidad era una sábana de las monjas lauritas. Cuando escuchábamos una explosión, él se paraba como un joven Atalaya para hacerles ver a los actores armados, los del aire y los del río, que íbamos en una misión humanitaria. Mientras tanto, Aniceto, esposo de Ubertina, estaba doblegado en el bote, con una pala, al lado del ataúd.
P.V.: Usted cuenta que cuando Aniceto estaba enterrando a su esposa solo tomó una foto. En ocasiones, no toma ni una sola. La cámara se puede interponer y romper con la intimidad del otro. ¿Qué consejo les da a los jóvenes fotógrafos?
J.A.C.: La cámara es una prolongación de la mirada. Las fotografías necesitan texto y contexto. Una fotografía también necesita ser contada. A uno le dicen que una imagen vale más que mil palabras. Yo no puedo decir eso. Necesitas saber de la historia de este país y de sus contextos. Les digo a los muchachos, está bien que haya momentos donde tienes que llegar y tomar una imagen, pero cuando estás trabajando en medio de una comunidad, no eres más que nadie; importa mucho que la gente sepa que estás ahí y por qué haces registros.
P.V.: Usted también llega donde nadie lo hace…
J.A.C.: En 2017 fui la única persona que llegó a Tierralta, Córdoba, a la represa de Urrá, para contar que había unos guerrilleros del frente 68 de las Farc saliendo para iniciar un proceso de reintegración a la sociedad. Pensé que vería más gente, por lo menos a los medios de Córdoba, pero todos se habían ido a donde estaban los negociadores del Gobierno y Pablo Catatumbo e Iván Márquez. Fui a un lugar donde no había un gran comandante y me encontré con Joverman Sánchez, un hombre que había estado en lugares unidos con mi propia historia: en Bojayá, en Juradó, en la toma del campamento de Carlos Castaño en Tierralta y en muchos otros hechos. Qué me iba a imaginar que estos guerrilleros saldrían en un montón de botes, como si viajaran a través de esa represa en el arca de Noé, y que una mujer se iba a bajar del bote con un niño en brazos cuyo nombre era Emanuel, que significa el ‘Enviado’. Esa imagen, que finalmente fue portada de SEMANA, se convierte para mí en un símbolo de una sociedad que no ha cuidado su proceso de paz, que no solo ha sido indolente, sino que se ha dejado sembrar odio y cizaña.
P.V.: ¿Qué ha pasado con ese excomandante?
J.A.C.: A Joverman Sánchez lo escucho enamorado del campo, me habla de los sembrados, es un campesino; cogió un palmito de iraca y me lo dio. Lo he visto trabajar hombro a hombro con muchos reintegrados y creer que es posible un nuevo país, tratando de sacar adelante un proyecto productivo. Me duele en el alma que la gobernadora de Córdoba haya dicho que él estaba comandando una disidencia cuando él estaba tomando un curso en Bogotá. A él le deseo la vida y a su compañera, todo el amor, porque ha sufrido mucho; ella entró a la guerra por el asesinato y la desaparición de su familia y lo único que quiere hoy es tener un bebé con él para salir adelante. “No quiero que vuelvas a las armas”, le he dicho. Ojalá muchos de esos muchachos puedan progresar en un país en paz.
*Directora del Estudio de Contenidos Grupo SEMANA.