CRÓNICA

Cada domingo Gabo cogía el tranvía bogotano, así huía del tedio cachaco

El escritor Gonzalo Mallarino rememora la época en la que su padre viajaba junto con Gabriel García Márquez en aquel transporte que fue destruido el 19 de abril de 1948, en el Bogotazo.

1 de octubre de 2018
El tranvía de Bogotá, que funcionaba en la última década del siglo XIX, se convirtió en un recuerdo después del Bogotazo. | Foto: Santiago Calle

En sus escritos sobre Bogotá y la sabana don Tomás Rueda Vargas hablaba del “lejano caserío de Chapinero”, visto desde la ciudad de mediados del siglo XIX. Era necesario llegar hasta esas lejanías en carretas y carromatos, por camino de herradura. No había otra forma a menos que uno fuera a lomo de mula o de jamelgo, que bien desgarbados debían de ser los caballos que hacían esas jornadas. Qué evocador, qué lejano parece todo aquello. La primera idea de una forma de transporte público, que lo serían los tranvías, no estaba ni en la mente de los bogotanos. Muchos años más tarde, me decía mi papá y García Márquez lo puso en su Vivir para contarla, el tranvía llegaría hasta la Avenida de Chile. Gabo se aburría hasta las lágrimas en la pensión en que vivía en el centro y los domingos más, naturalmente; entonces cogía el tranvía y se iba hasta el final de la ruta, donde lo estaba esperando mi viejo, entonces un joven de 20 años. Pasaban el día en casa de Pepa Botero, mi abuela, y Gabo se consolaba un poco conversando y tomando chocolate con almojábanas. Qué recuerdos pensar en ellos dos haciendo el último tramo para llegar a la casaquinta, a pie, por entre los potreros y las vacas. En esa tonalidad, en esa nostalgia, escribí yo mi Trilogía Bogotá. Pero eso no importa ahora.

Lo que importa es que ya en la última década del siglo XIX funcionaba la primera línea del tranvía. Con rieles de acero importados de Inglaterra, que son los que todavía se ven, creo yo, en la Avenida Jiménez con Séptima. Iba desde la Plaza de Bolívar hasta la Plaza de San Diego y llegaba también hasta la estación del tren, la estación de la Sabana, y por la carrera 13 hasta la calle 67, hasta el ya nombrado Chapinero. La compañía que operaba el tranvía, tirado por mulas, no era nuestra, no era colombiana. Se llamaba The Bogotá City Railway Company y era de unos gringos que tenían relación con la construcción del ferrocarril de Panamá.

Inversionistas, digo yo, muy osados, que se aventuraban en países atrasados. El contrato les daba exclusividad por 60 años y los favorecía en todo. Era, como quien dice, un contrato leonino, en tanto que el servicio era muy malo. El gerente, además, era matón y agresivo y le pegaba a la gente que lo contradecía. Un día, en 1910, le cascó a un agente de la Policía que entró en defensa de un niño que se coló en un vagón y al que bajaron a las patadas. La gente se enfureció, exactamente como hace unas semanas en la estación de TransMilenio en Soacha, y se fue contra la compañía gringa, contra la embajada, y contra cualquier gringo que anduviera por ahí, exacerbado como estaba todo por el sentimiento antiyanqui que reinaba después del despojo de Panamá.

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Pasados unos días, ya más organizados, los bogotanos decidieron boicotear la operación de la firma extranjera y durante semanas nadie tomó un tranvía. Nadie. Iban a pie, en calesas, en victorias, en carretas, lo que fuera. Los gringos se tuvieron que ir y la empresa pasó a ser propiedad del municipio. No cambió mucho al principio, solo hasta los años veinte cuando se puso al frente de la operación don Nemesio Camacho, quien amplió la red de rutas y estaciones y puso tranvías eléctricos. A estos se les llamó Nemesias, como todo el mundo recuerda. Y así empezó a progresar un poco el transporte público, llegándose a atender los barrios del sur de la ciudad y alcanzándose el barrio Santander, hoy en la localidad Antonio Nariño. Se vendían cupones de cinco centavos, que se imprimían en colores variados según cada día de la semana. Todo esto lo leí en internet, aunque no pude ver allí un facsímil, cosa que me hubiera encantado. Me imagino que serán piezas de coleccionistas. Y así siguieron las cosas hasta el 9 de abril de 1948, cuando asesinaron a Gaitán y explotó el llamado Bogotazo, y el transporte público en Bogotá cambió para siempre.

Todavía se recuerda la foto de los tranvías ardiendo en frente del Capitolio Nacional. La gente estaba otra vez llena de rabia. Y quemó y destruyó muchos tranvías. Yo creo que el daño fue muy grande, pues eventualmente se liquidó la compañía y se echaron a andar los primeros buses de servicio público, a medida que se construían avenidas y calles.

Quién dirá si fue una buena decisión. Cuántas ciudades modernas siguen movilizando miles de pasajeros sobre rieles. Nosotros mismos hemos vuelto a pensarlo, cuando soñamos con los trenes ligeros, con trenes de cercanías, y desde luego, con el mítico metro de Bogotá. Tal vez no hemos debido abolir los tranvías. Tal vez. Ahora son los tranvías del recuerdo.