COVID-19

Claves para sobrevivir en el mundo pos-covid-19

No es la primera vez que como especie nos sentimos amenazados. De hecho, nuestra evolución se asocia a la necesidad de erguirnos en dos piernas para poder estar atentos a las acechanzas del entorno, de manera que la incertidumbre y la complejidad forman parte de una dinámica repleta de imprevistos y accidentes que nos desafían constantemente.

18 de mayo de 2021
Transmilenio, Transporte, Tapabocas, Covid.
Transmilenio Portal de Suba. Transmilenio. Pasajeros. Tapabocas. Distanciamiento social. Bogotá en cuarentena. Covid 19. Bogotá Abril 12 de 2021. Foto: Juan Carlos Sierra-Revista Semana. | Foto: Juan Carlos Sierra

La covid-19 hizo evidente nuestras fragilidades, acentuó las fronteras de una sociedad que se asumía globalizada y conectada. Las certezas se removieron ante una pandemia que agitó problemas recurrentes, recicló conflictos e incorporó nuevas dificultades.

Quienes hemos nacido a partir de 1980, los mileniales, sabemos que la rapidez con la que se dan los cambios –esta vez vinculados a los adelantos tecnológicos– nos hace estar atentos y, en cierta medida, contener nuestra propia aniquilación, no solo por amenazas externas sino por las consecuencias de la propia acción humana. Ciertamente vivimos grandes avances y maravillosos acontecimientos, pero a la vez creemos, como todos los hombres, que nos tocaron malos tiempos que vivir –parafraseando a Jorge Luis Borges–.

Ante este escenario, urge detenernos y pensar el mundo que queremos. Nuevamente nos toca erguirnos y ensanchar la mirada, estar vigilantes y asumir, desde las condiciones particulares de nuestra generación, los riesgos y compromisos, sopesar las oportunidades y transformar nuestras condiciones. Después de todo, parece vigente la sentencia acuñada por Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”.

Imaginación y ciencia para visualizar el futuro

En el pasado reciente también hemos sentido que el mundo se deshace ante nosotros: “Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga”. Al recibir el premio Nobel de Literatura, en diciembre de 1957, Albert Camus pronunciaba estas palabras. Tenía 43 años y había comprendido las amenazas de un tiempo de postguerra que sacó lo mejor y lo peor de la humanidad.

La mejor artillería del momento, novedosas estrategias militares, alianzas geopolíticas pensadas para aniquilarnos/salvarnos entre nosotros. Así de paradójico y contradictorio: “Heredera de una historia corrompida –en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos, y las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo todo, no saben convencer; en la que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la opresión–. Esa generación ha debido, en sí misma y a su alrededor, restaurar, partiendo de amargas inquietudes, un poco de lo que constituye la dignidad de vivir y de morir”.

Hoy, como ayer, nos toca contener y restaurar y, sin duda, la imaginación será fundamental para visualizar el mundo que queremos y necesitamos. En este sentido, es importante reconocer a la imaginación y la creatividad como cualidades que nos distinguen como seres humanos y hacen posible que pensemos, representemos y construyamos entornos adaptados a nuestras necesidades, sean éstas físicas o tangibles, espirituales o inmateriales.

La tecnología también es nuestra aliada fundamental. Atrás quedó la desconfianza exorbitada hacia ella, ahora aceptamos las alternativas que ofrece para conectarnos en medio del aislamiento. Comprendimos que los datos y la información no solo son un nuevo petróleo, sino un oxígeno vital. No es exagerado admitir, entonces, que el adecuado manejo de la información también salva vidas.

El instinto de supervivencia es consustancial a nuestra naturaleza. A la par, buscamos prolongar nuestra existencia y soñamos con otras vidas –nuestras y ajenas–. La posibilidad de conocer y habitar otros mundos nos atrae. Su existencia nos seduce. Primero fue la Luna, ahora soñamos colonizar Marte. Los mundos imaginarios nos han atraído al punto de figurar el rostro de sus habitantes y adjudicarles atributos. Esto no es nada nuevo, hace siglos que contemplamos estas opciones recogidas magistralmente, en 1865, por Camille Flammarion en el libro Los Mundos reales. Los mundos imaginarios.

Barajamos posibilidades, conjugamos imaginación y tecnología, inventiva e ingeniería, curiosidad y ciencia. De estas relaciones surgen hallazgos y avances que ponen de manifiesto grandes capacidades. Sin embargo, no todo es lineal, mucho menos estable o previsible. Hace falta mirar el presente y proyectar el porvenir, con las lecciones aprendidas del pasado.

El mundo pos-covid-19

Se trata, en cierto modo, de buscar razones y distinguir motivaciones. Como advirtió Antonio Pasquali (2019): “Ese motor se llama utopía, que no es quimera. No es irrealizable”. El mundo pospandemia covid-19 está en plena gestación y nos toca imaginarlo con las herramientas y recursos de los cuales disponemos actualmente, y con otros que tendremos que producir en simultáneo, ajustando sobre la marcha, errando y corrigiendo.

Enfoques optimistas se contraponen a las abundantes visiones apocalípticas, augurando una transformación de la humanidad, una nueva época en la que se reconozcan y enmienden errores. La ciencia y la tecnología serán fundamentales para distinguir el grano de la paja, para separar los hechos de las opiniones, para discernir lo útil-trascendental y lo prescindible-transitorio.

No obstante, antes de bocetar este mundo, conviene preguntarnos por lo que queremos mantener, lo que conviene ajustar y lo que, inevitablemente, hay que desechar. El autoexamen implica revisar cambios y continuidades, aciertos y errores.

Las contradicciones también se hacen presentes remarcando brechas prexistentes. Así, mientras unos piensan en congelar sus cerebros hasta que la ciencia y la tecnología superen las limitaciones de esa carcasa corporal que envejece y se deteriora, otros apenas viven el día a día. Algunos pueden saltarse eslabones y etapas, y otros quedan atascados y relegados.

Hace falta la visión de conjunto que nos permita acompasar el paso al menor costo posible, entendiendo que la empatía y la solidaridad siguen siendo necesarias. Ciertamente nuestros antepasados atravesaron sacrificios evolutivos en los que sobrevivían unos y otros perecían, hubo un cambio sustancial al momento de crear comunidades, echar raíces, establecer vínculos y priorizar el todo, más que las partes.

El futuro puede resultar un lujo inaccesible para todos. Sin embargo, desde allí también surgen ilusiones y expectativas que impulsan acciones, justamente, porque como humanidad hemos demostrado que somos insistentes y que, pese a todo, no renunciamos a la esperanza aun cuando estemos a las puertas del infierno: “Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate” (“Abandonar toda esperanza, quienes aquí entráis”) es la inscripción que Dante Alighieri encuentra en la puerta del infierno al iniciar su viaje descrito en La Divina Comedia.

Quienes integramos la Generación Y hemos estado a las puertas de infiernos contemporáneos y hemos visto lo suficiente como para aprender algunas lecciones, pero aún nos faltan experiencias que vivir de las cuales podemos ser más que testigos, protagonistas. Esta condición nos hace agentes de cambio, pero también contenedores de un mundo que, contradictoriamente, parece frágil y a la vez se regenera.

Quizás los mileniales seamos la bisagra entre el pasado y el futuro, ese punto intermedio que equilibra la balanza. Somos capaces de tomar decisiones que nos afectarán directamente y se extenderán hasta nuestros hijos. Esa responsabilidad hacia nosotros y hacia nuestra descendencia nos permite imaginar, soñar y crear sin renunciar a la mirada crítica que sopesa peligros y amenazas. Como especie hemos tenido que adaptarnos y asumir los cambios para sobrevivir. Como Generación Y también hemos vivido esto, incorporando la avalancha tecnológica, usando su potencial y su fuerza a nuestro favor.

La supervivencia conlleva asumir riesgos, encarar tareas que son postergadas ante otras urgencias. Adaptarnos y atrevernos. No han sido pocas las veces que construimos a partir del miedo y el deseo, de la necesidad de sobrevivir y la emoción que eso nos produce. Somos seres pensantes y emocionales, de aquí la importancia de los estímulos y motivaciones para resolver problemas. La inteligencia y la imaginación nos han legado abundantes frutos de los cuales seguimos alimentándonos.

Aprendizajes para avanzar

Toca aguardar que se asiente la nube de polvo levantada por esta pandemia para identificar las fortalezas y capacidades adquiridas. Como nuestros antepasados, nos reuniremos alrededor del fuego a contarnos historias y compartir el calor. Seguiremos diseñando herramientas y utensilios que aligerarán las cargas de la faena diaria.

Esto será posible porque, junto al instinto de supervivencia, tenemos ilusión, esperanza y creatividad, porque somos capaces de imaginar y soñar, y de aquí surge la fortaleza necesaria para empujar los proyectos que nos sostienen individual y colectivamente. Ya Erich Fromm apuntaba, en su obra La revolución de la esperanza (1968) los vínculos entre fortaleza y esperanza, concibiéndolas como parte de la estructura de la vida y la condición humana y, especialmente, como expresión de su plenitud.

La incertidumbre no va a ceder, los conflictos, las crisis y tensiones no desaparecerán, pero podemos usar esto como un estímulo aderezado con la expectativa en el porvenir: “Disfruta del pánico que te provoca tener la vida por delante”, exhortaba Walt Whitman. Equilibrar la tecnología y las humanidades, reforzar sus vínculos, alinear propósitos y búsquedas, nos permitirá hacer frente a los retos actuales, las deudas acumuladas y los desafíos que están por llegar.

Por:

Johanna Pérez Daza

Investigadora del Centro de Investigación de la Comunicación (CIC), Andres Bello Catholic University (UCAB)

La versión original de este artículo aparece en la Revista Telos, de Fundación Telefónica. Publicado en The Conversation

The Conversation