Literatura
A tres años de la partida de Julio Paredes, recordar y rendirle homenaje a su excepcional literatura es leerla
Compartimos el cuento “Orden y caos” de su antología ‘Estamos al borde de un abismo’, publicada en 2023 por Alfaguara, en el que una mujer, Cecilia, asimila la muerte de su padre, en los momentos previos a su velorio. Aprovechamos para recordar el notable recorrido del escritor.
A pesar de que un personaje de este cuento, el padre fallecido de su narradora Cecilia “siempre desconfió de las ofrendas a la colectividad, de los tributos a las hermandades o consorcios intelectuales”, escribimos estas letras antes de darle paso a las de él, mucho más certeras e importantes.
Leyó, editó, escribió, tradujo, editó; escribió más; enseñó, leyó, guio, marcó pauta, escribió y editó más, y, según quienes lo conocieron, en todo paso se tomó el tiempo de hacerlo bien, sin prisa, pensando. Fue un ser humano apreciado por sus amigos cercanos y, leyéndolo, como ofrece hacerlo esta nota, en este cuento tan ilustrativo de su prosa, es claro que sigue atrapando lectores. Partió de este plano muy pronto, sin duda, pero dejó una marca muy personal en todo lo que hizo y una huella en quienes tocó con su persona y con su obra.
Este sábado 31 de agosto de 2024 se cumplen tres años de la muerte de Julio Paredes (Bogotá 1957-2021), este escritor de escritores que desde su obra de cuatro novelas (Aves inmóviles ganó el Premio Nacional de Novela 2020), cinco colecciones y tres antologías de cuentos (en las que afinó sus voces y sus temáticas), una biografía (Eugène Delacroix, El artista de la Libertad), deja un legado al que amerita descubrir y formarse una opinión, porque a nadie deja indiferente. Paredes también tradujo más de veinte títulos, entre ficción y ensayo.
En su recorrido, dejó una notable gestión por donde pasó: así fue en la editorial Norma (como director editorial de libros de referencia —enciclopedias y diccionarios temáticos—, entre 1995 y 1999); en su tiempo como coordinador editorial del programa Libro al Viento (entre el 2006 y 2012); en su paso por el Instituto Caro y Cuervo (entre 2011 y 2013); en su ejercicio como Editor general en la Universidad de Los Andes (desde 2013) y como maestro y tutor en las universidades Nacional y Central. En ese camino impactó los hábitos de lectura de cientos de miles de colombianos. Y, encima de esa semilla que todavía germina, deja un rastro literario, un talento consignado y las inquietudes consignadas en sus libros.
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Y estas quedan expuestas en su cuento “Orden y caos”, parte de la antología Estamos al borde de un abismo, publicada en 2023 por Alfaguara. En este cuento, Cecilia lidia con la muerte de su padre, desde la memoria viva del hombre que fue y del método que aplicaba a su existencia, todo parte de una herencia de muchas puntas.
En el momento de su partida, en 2021, en el diario El Tiempo, el hoy ministro de Culturas Juan David Corra compartió que “Julio era un tipo entrañable, discreto y silencioso, que había ido cocinando una obra literaria importante. Era de esos escritores colombianos que, como Tomás González o como Evelio Rosero, fueron encontrando un lugar en la literatura colombiana, desde los márgenes. Era un enorme cuentista. Su último libro, Aves inmóviles, es una obra no solamente muy conmovedora y bella, sino muy premonitoria. Porque habla de la extinción, de la muerte”.
Ahora, luego de su muerte, quedan sus letras, esperando nuevos lectores en muchas librerías del país (y en otras latitudes también). Para que se anime a entrar a su mundo, por ahora compartimos este cuento, gracias a Penguin Random House.
“Orden y caos”
La trama en el par de medias veladas negras que había escogido le daba a su atuendo un aire inconveniente, casi festivo; un arreglo indicado, pensó, más para asistir a una comida o a un baile que a un velorio. Por la herencia emocional recibida, nunca había creído en actos inconscientes, en decisiones aleatorias, así tuvieran que ver con ceremonias domésticas, como buscar las combinaciones apropiadas de un vestido. Las coincidencias no existían, como aseguraba uno de los tantos dictámenes con los que la había educado su papá. Nada sucedía sin seguir un esquema subyacente, un patrón profundo que graduaba la intensidad secreta de todo hecho, por oculto que estuviera. Así, no la sorprendió que en el estampado sobre el tejido de licra de esas medias se repitiera el adorno de un único trébol de cuatro hojas; símbolo elemental de la felicidad que podían otorgar la buena suerte y los encuentros amorosos, pero también emblema de la despedida definitiva y memoria de alguna increíble resurrección.
No era supersticiosa. Sin embargo, y tal vez por llevar toda una semana de poco sueño, con tardes interminables en esa especie de antesala del limbo que reproducía cualquier cafetería de hospital, creyó encontrar una simetría irrefutable entre las diminutas hojas, bordadas en tonos grises, y la certidumbre de no volver a ver a su papá. Se soltó la falda y buscó otro par de medias. En el espejo, advirtió que el color café oscuro le hacía ver las piernas más largas y delgadas. Descubrió, como si se preparara para una pasarela, que ese tono mejoraba su figura, resaltando la firmeza de las caderas y los muslos. De proponérselo, pensó, no le costaría ningún afán vergonzoso convencer a cualquiera de que aún era bonita, deseable, e inventar poses calculadas, perfiles arrebatadores. Desde los últimos días con Francisco, más de dos años atrás, no había vuelto a revisar los detalles de su cuerpo y, aunque ese juvenil furor corporal la abandonaba por épocas, notó, con más alarma que tristeza, una leve protuberancia a la altura del vientre. Sabía que ninguno se daría cuenta de la incipiente gordura pero supuso que no sería mala idea visitar un gimnasio.
Buscó entonces una vez más, acercándose al espejo, la forma de alguna inesperada y preocupante mancha en la piel de la cara y del cuello. Cualquier adepto a las interpretaciones psicológicas vería en ese repentino inventario las señales del desánimo, del pasmo por el que transitaba desde la madrugada, después de asistir en silencio y en compañía de los otros a la explicación final del médico, a ese procedimiento informativo en el que se aplicaba siempre una sintaxis refinada pero indescifrable, algo clemente, para transmitir un hecho sin duda normal, previsto y aceptado por un individuo al que le correspondía ocultar los secretos de la salud y de la muerte.
Se sentó en el borde de la cama para calzarse y miró la hora en el reloj sobre la mesita de noche. Pensó que aún tenía tiempo para recostarse un rato. Puso la alarma cuarenta minutos más tarde, se quitó de nuevo la falda y se metió entre las cobijas. No fue difícil cerrar los ojos y, después de un escalofrío largo, recogió y se abrazó las piernas. Mientras cogía un poco de calor y se acercaba lentamente al sueño, la asaltó el recuerdo de una noche de cuando estaba por los doce o trece años. Era una reminiscencia que muy pocas veces afloraba y, aunque relativamente dramática, tenía una especie de conciencia irreal de toda la escena, como si en la forma y los detalles perteneciera a la memoria de otro.
Venían a Bogotá del Llano, al final de unas vacaciones de julio y agosto. Por alguna razón, se había hecho tarde y ya de noche avanzaban por el páramo. El carro, un viejo Chrysler azul de dos puertas, ascendía con dificultad por entre la niebla como por un follaje espeso e intrincado. Su mamá y su hermana se habían dormido casi al mismo tiempo y como sabía que su papá no estaba acostumbrado a ese tipo de pruebas físicas buscaba con afán sus ojos por entre la oscuridad del espejo retrovisor. Con el tronco echado hacia adelante, él se pasaba la mano por la cabeza y la frente, tal vez despejándose el sudor. No parecía asustado, posiblemente sólo un poco aturdido por esa especie de muro blanco que les pasaba por encima, movedizo por las ráfagas de viento y del que de vez en cuando saltaba el destello de un par de luces enceguecedoras. Como en una letanía, y con seguridad para apaciguarse, su papá tarareaba partes de una canción con cada curva. Era una escala sin orden y lenta con la que simulaba control de la situación. Cecilia lo acompañaba mentalmente y durante un rato creyó que eran los dos únicos pasajeros en esa carretera. De repente frenaron en seco. Su papá pronunció algo ininteligible y su mamá, despertándose, quiso saber qué sucedía. Cecilia oyó ruidos de frenos y vio luces a la derecha. Sin decir nada, su padre bajó, regresó un par de segundos después y pronunció una frase que Cecilia recordó siempre como tomada de un diálogo sentimental:
—Estamos al borde de un abismo.
Ninguno se movió durante más de un minuto, como si para poder aplacar el inmediato entumecimiento tuvieran que descifrar el origen de las sombras imprecisas que tenían al frente, de las ráfagas inquietantes que subían con la niebla, como los relámpagos de una inmensa fragua hundida. Aunque Cecilia olvidaría con el tiempo cómo habían salido al final del percance, siempre tuvo la certeza de que, mientras se dejaba llevar automáticamente por las sinuosidades de la carretera, su papá se enfrascaba en alguna escaramuza científica, buscando en su cabeza probar la consistencia de alguna hipótesis, la demostración última y absoluta de algún axioma extraviado, de alguna entidad lógica fundamental que estableciera una conexión con la terquedad insólita de la vida, con los acertijos sin clave que se acumulaban en todo corazón y que ella terminaría por heredar.
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La despertó el timbre del teléfono. Antes de contestar, comprobó que había dormido más de una hora. En el auricular, su mamá preguntaba por qué aún no había salido. En el tono había un reproche. Tal vez quería acusarla de falta de consideración por no haber estado presente en los trámites de la funeraria. Quiso contestar que no encontraba las medias adecuadas, pero entendió que sonaría descabellado y le aseguró que estaría allá en unos minutos.
Se acomodó el pelo frente al espejo del baño y se puso un poco de protector en los labios cuarteados, ásperos, como si durante las últimas horas hubiera quedado a merced del viento. Contempló los ojos rasgados, levemente hinchados y enrojecidos, la nariz recta, el marcado contorno de la mandíbula. Más de una vez, días antes de que dejara de tocarla para siempre, Francisco, persuadido por la exaltación de algún fugaz encuentro nocturno, había declarado, entre reposados quejidos, que en la distribución de esa cara veía un encanto único. Cecilia le creía (como también, de haberlo dicho, le habría creído otras imposturas semejantes, como que en su mirada él encontraba la perdida sabiduría del mundo o el triunfo sobre el triste paso del tiempo), pero ahora sabía que ahí no hubo más que la reiteración de una cortesía condescendiente, recurso último de un hombre vacilante y decepcionado. Aunque aún asociaba ese amor breve a la llegada de la felicidad, no podía dejar de ver en esos episodios finales con Francisco el resultado de un ánimo torpe.
Se tomó un par de aspirinas antes de salir, y para librarse de que alguno, después de la ceremonia final, se ofreciera a traerla de vuelta al apartamento, decidió llevar el carro. Mientras bajaba por el ascensor, se asustó con la posibilidad de que Francisco apareciera en la funeraria. Tarde en la noche, había dejado un par de saludos lacónicos en el contestador. De verla, su papá se reiría de esa tensión tonta, de esa entrometida nostalgia, injustificada a pesar del duelo. Una mañana en su estudio, con la resaca de varios whiskies y largas noches sin dormir, le había confesado a Cecilia, con lástima lapidaria, que en Francisco él siempre había presupuesto una cifra irracional, el emblema simplificado e inconsistente de un enigma sin utilidad alguna. Lo había dicho como parte del inventario de las implacables burlas matemáticas que compartía con ella, elaboradas para calificar y refutar el universo que lo rodeaba, y no se había equivocado.
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Nada en la calle le revelaba ese íntimo paso de la muerte. Ningún cambio desconcertante en la atmósfera, ningún presagio o mensaje sobrenatural. Incrédula, Cecilia encontró afuera el mismo cielo despejado de la última semana, el sol excepcional que hacía brillar los árboles, la luz plena sobre las montañas que, por esa temporada y a pesar de los bochornos y la precaria serenidad, parecía excluir toda sombra de languidez. Hacía tiempo que Cecilia había comprendido que, bajo la lógica perturbadora que sacudía a esa ciudad, la desaparición definitiva de cualquiera, violenta o no, había dejado de ser un fenómeno inquietante. Al fin y al cabo, ahí la muerte avanzaba con la tenacidad ciega de un mastodonte, derivando hacia esa especie de trance confuso sobre el que se cimentaba el frágil domicilio de los que, en número creciente, deambulaban a la intemperie.
Achacó esa adversa y sombría convicción a una nueva arremetida del cansancio y a la lentitud del tráfico. Sin embargo, se trataba de un malestar que también, y en más de una oportunidad, cercó a su papá. Era la otra parte de la herencia, inevitable como las cláusulas de todo testamento, que se había abierto paso hasta ella, como una ramificación oculta de las fórmulas matemáticas y de algún compartido código genético. Revisando durante las pasadas noches las notas finales de su papá para el libro que escribía, Cecilia descubrió que para él, asaltado por una suerte de misticismo matemático, la ciudad se había convertido al final en el equivalente inmediato de un territorio turbulento y sin mapas, obligándolo a una búsqueda irregular, anómala y a tientas de una salida. Le habría gustado preguntarle de dónde le llegaban esas frases que, de vez en cuando, parecían poseerlo.
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La mayoría de quienes llenaban el salón eran estudiantes, tanto de su papá como suyos. Encontró también pequeños grupos de familiares, algunos recostados contra las ventanas y, entre susurros, intercambiando sin duda las últimas anécdotas inesperadas o tristes de otros familiares. Saludó a varios profesores compañeros y algunos antiguos colegas de su papá, que se mostraron al abrazarla sinceramente compungidos. Aunque en los últimos seis o siete años se había retirado formalmente del medio académico —después de más de cuarenta años de enseñanza e investigación—, su figura aún seguía siendo una presencia real y necesaria. Muy pocos, después de conocerlo, lograban olvidar a ese hombre alto y muy delgado, de nariz aguileña y penetrantes ojos castaños, que desplegaba ante un tablero, con la misma desenvoltura de un pintor consumado, la prueba más perfecta y concisa de algún cálculo que segundos antes parecía tener atributos esotéricos, abstractos e inalcanzables, como algún acertijo regido por una estructura sobrenatural. Recién ella empezó la carrera, más de una vez escuchó en palabras de algunos de los profesores que, sin esfuerzo aparente y con una alegría que nunca le vio en la casa, su papá podía pasar de los dilemas elementales de la geometría combinatoria a la naturaleza engañosa de la conjetura de Goldbach o el enunciado de la incompletitud de Gödel.
Por eso no le pareció raro el largo desfile que avanzaba con lentitud alrededor del cajón. Todos sin excepción y con el mismo gesto grave se asomaban como a los fondos de una claraboya. Sin duda, en esa contemplación —un protocolo al que siempre renunció por considerarlo in comprensible— se repetía una fórmula colectiva para con jurar los ocultos oficios de la muerte. Algunos miraban con detenimiento por la ventanita de la caja, como si buscaran en el porte rígido, tal vez apacible, de ese nuevo espectro ligado aún al espacio de los vivos la sustancia subterránea de una vida nueva, inmune ya a los enredos del mundo.
Escuchó entonces, mientras buscaba con los ojos a su mamá, que en un par de universidades se preparaban varios perfiles biográficos, como parte de un homenaje póstumo previsto para la siguiente semana. La idea lo habría angustiado, pensó Cecilia, atenta sin embargo a los pormenores que revelaba con emoción uno de los decanos.
Por haber sido un observador nómada, y después de trasladarse durante años de un continente a otro, su papá siempre desconfió de las ofrendas a la colectividad, de los tributos a las hermandades o consorcios intelectuales, con las bochornosas variantes del patriotismo exaltado y el elogio desproporcionado a la cultura de color local. Además, y a pesar de convertirse en uno de los matemáticos más sobresalientes de América Latina, con inusitados y constantes reconocimientos en rincones como Princeton, nunca vio en el éxito particular un hecho relevante y entendió los privilegios de la fama como accidentes engañosos.
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Vio a su hermana sonreír mientras conversaba, al fondo del salón, con una pareja de amigos. Desde su llegada a Bogotá, desde el instante mismo en el que la vio descender del avión que la traía, en compañía de Gustav, de Frankfurt, Cecilia entendió que su hermana venía dispuesta a no perder la compostura, a no dejarse arrastrar por ningún indecente ataque de llanto, por ningún acceso desagradable de emoción, no por lo menos abiertamente ante desconocidos. Debido a una precocidad fomentada desde temprano y con cierta impaciencia por sus padres, su hermana no tardó en convertirse en un espíritu antipático, con la rectitud escrupulosa de una beata. No parecía necesitar nada, ninguna veleidad le quitaba el sueño, nunca perdía el control y, en Alemania, al lado de Gustav, había emprendido una especie de intransigente doctrina ecológica con pretensiones edificantes que, como en cualquier otra forma de ofuscación mística, era un credo desde donde observaba a los demás con desprecio benévolo.
Tal vez, recapacitó Cecilia, ahí estaba una de las razones por las que durante esos años la correspondencia entre las dos había sido escasa, casi nula, para desconsuelo de su mamá. Aunque no quería restarle valor o profundidad a su duelo, sospechó que para su hermana la muerte de cualquiera era un simple giro de la naturaleza, plenamente comprensible. Algo así, recordó, había comentado sobre su separación de Francisco. Imaginó también, después de saludar con un rápido beso a los que la acompañaban, que si le hablaba de la duda que un par de horas antes la había asaltado sobre la conveniencia o no de la trama en unas medias veladas, su hermana, que desde los años de universidad no había abandonado el mismo atuendo de jeans, suéter de alpaca, zapatos deportivos y mochila, se reiría de sus tristes frivolidades.
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Al preguntar, alguno le dijo que su mamá había bajado a la cafetería. Se disculpó del grupo y al dar la vuelta se encontró de frente con Gustav, que venía con dos tintos. El hombre, solícito, aceptó en el acto y sin ningún gesto la inmediata orden de su hermana de dejarle uno a Cecilia. Ella recibió el café y lo vio alejarse para buscar otro, abriéndose paso por entre la gente. A veces la conmovía la débil bondad con la que este hombre, de huesos grandes, respondía siempre a los dictados de su hermana, evidenciando la conducta típica de un discípulo, el enamoramiento pueril de los que se rinden ante una belleza de variedad exótica. Como un relámpago, recordó la escena de esa fiesta de fin de año en la que Gustav, mientras bailaban, quiso apretar su cuerpo. Algo borracho, moduló a la altura de su oído un par de frases en alemán. Aunque incomprensibles, a Cecilia le sonaron amables, casi cariñosas. En la rápida traducción que intentó Gustav, entre una especie de balbuceo morfológico y confusos ruidos verbales, Cecilia creyó entender que para él ella era una mujer más linda que su hermana. Cecilia fingió una sonrisa de incertidumbre y agradeció que el bolero o la balada que bailaban terminara pronto. Con la confesión, Gustav pareció perder el aplomo, volvió al asiento y, entre los ruidos y las risas, se durmió con facilidad. En ningún momento mencionaron el episodio y Cecilia nunca entendió el impulso de Gustav, la dinámica oculta de ese repentino deseo por ella.
El corazón le palpitó violentamente y antes de entrar a la cafetería decidió encender un cigarrillo. Por una de las ventanas del corredor vio que afuera el cielo seguía despejado, sin una sola nube. Un día como cualquier otro, volvió a pensar, consciente en todo caso de que ahí no había más que un augurio de hermetismo demasiado simple. En eso un trío de estudiantes se le acercó y, como novios tímidos, cada uno le ofreció la misma condolencia. Los tres hablaron con entusiasmo de su papá, en un tono ceremonioso reservado para la ocasión. Cecilia quiso escucharlos sin mostrarse taciturna o cansada y, mientras aprobaba con la cabeza y una sonrisa cualquier adjetivo elogioso, comprobó que en esas situaciones la biografía de todo difunto adquiría siempre los rasgos de una envidiable fortuna, en la que el estilo y la finalidad de una manera de vivir despertaban la absolución inmediata de todos. Se apaciguaban los rencores y tanto las virtudes como los pecados del muerto en vida se falsificaban, camuflando los estigmas vergonzosos por fortalezas espirituales, para dejar así a su fantasma protegido de las perversiones y trivialidades de los vivos. No supo, sin embargo, si llegado el caso, dedicaría una indulgencia semejante a Francisco, concediéndole un valor inapreciable a las pobres circunstancias de su vida.
En el diálogo que sostenían los otros, y en el que intentaban incluirla, pudo confirmar de nuevo que, a pesar de contadas envidias, su papá había sido para muchos un modelo único, un seductor bondadoso y sin complicaciones, a quien se le había reservado un lugar especial en la memoria. No sólo por la genialidad para acercarse a las conjeturas matemáticas, sino también por la disposición para escuchar a cualquiera. Atributo que durante los últimos años atrajo, como el resplandor de una lámpara, a un número infrecuente de jóvenes.
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No encontró a su mamá en la cafetería. Pagó otro tinto en la caja y decidió buscar una mesa. La alivió no encontrar por ahí a nadie conocido. Le parecía mejor evitar durante un rato cualquier conversación. Imaginó que los estados de pena generaban algún tipo de condición narcótica, de entumecimiento mental como el que acompañaba a los sonámbulos, pues era verdad que el sopor le aumentaba a un ritmo prodigioso y por minutos creía dormir con los ojos abiertos, con la postura y los ademanes de cualquier despierto, pero, al mismo tiempo, ausente del mundo. Entonces, aunque simple y previsible, le pareció natural creer que, como en la relación de una fantasía, transitaba desde la mañana por entre las sombras arbitrarias de un sueño.
Para seguir con la broma que le jugaba el cansancio, dedujo que si se esforzaba lo suficiente podría saltar de nuevo a los lados de cualquier otra vigilia y, ya lúcida, entrar como tantas veces al estudio de su papá y saludarlo con un beso en cada mejilla, como a él le gustaba, en la repetición de un impulso familiar que restablecía la dicha y el orden. Sacudió la cabeza e intuyó, algo exasperada, que si se dejaba intimidar por esas ideas no tardaría en desmoronarse. Bebió de un sorbo el resto de café y se levantó.
De regreso al salón encontró a su mamá sentada a un lado del tío Gabriel. Las gafas oscuras, el sastre negro, el pañuelo de seda gris atado con doble nudo al cuello, el pelo casi blanco recogido en una moña, le daban el aspecto de una diva cansada, moviéndose en una especie de letargo solemne, eludiendo con un porte aún firme y altivo el molesto trajín de acercarse a la viudez y sus repentinas soledades. Como a una esfinge, todo el que llegaba al salón se le acercaba con cautela y, a la altura del oído, le susurraba alguna frase más o menos breve. Cecilia imaginó a cada uno formulando parte de un largo y secreto mensaje de alivio. A todos, su mamá respondía con un corto movimiento de cabeza y un suspiro. Por insólita, esa secuencia de muecas trágicas desconcertaba a Cecilia.
Aunque fueran los signos inequívocos de un espíritu disminuido por el dolor, tenía la seguridad de que su mamá tampoco se entregaría al melancólico refugio de una cama, abatida en una habitación con las cortinas cerradas. Tampoco se encerraría en un luto enconado, semejante al de alguna vieja mujer mediterránea. Sin duda, la jovialidad, la obstinación feliz sobre la que había articulado todas las circunstancias de su vida, saltaría de un momento a otro como un afortunado espasmo y contagiaría durante un rato a la larga fila de visitantes.
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Cuando la saludó con un beso, la reconfortó aspirar otra vez el particular aroma que siempre había despedido su cuerpo, la mezcla levemente dulzona de un perfume de crema hidratante que Cecilia recordaba desde niña. Imaginó que con el tiempo esa fragancia se había convertido en componente natural de las rutas bioquímicas de su cuerpo, en una especie de mutación maternal para transmitir amparo, y entonces quiso quedarse unos segundos más agazapada al calor de su cuello, como a la sombra de un tronco protector.
—¿Supiste lo de la universidad? —preguntó mientras Cecilia saludaba con un abrazo a su tío.
—Sí.
—Quieren que diga unas palabras —anunció su mamá, sin entusiasmo.
Aunque no era la primera vez que la invitaban a hacerlo, coincidieron en que en esta oportunidad la ocasión no se vislumbraba demasiado favorable ni feliz.
—Que hablen los otros —declaró.
Después de una breve carrera de ceramista, abandonada por una lesión congénita a la altura del hombro izquierdo, su mamá se había ajustado, sin rencor, a la corta y dudosa máxima de que detrás de todo gran hombre había siempre una gran mujer. Con satisfacción creciente, se había convertido en la transcriptora de todos los garabatos, comentarios, notas, conjeturas, aclaraciones, diarios que había trazado su papá en pequeños cuadernos escolares, guías abarrotadas de información para sus clases, conferencias y posibles libros. Según palabras de él, ella había sido una suerte de amanuense fundamental, sin la cual sus ideas habrían terminado como las señales sueltas de una fatiga incongruente.
Cecilia aún recordaba casi de memoria el prólogo que su mamá había escrito para el libro donde su papá reflexionaba sobre el oficio de matemático. En un texto sintético y transparente, ella confesaba no sólo su amor sino también el hecho siempre increíble de compartir con alguien el impulso de llevar una vida sin utilidad medible, destinada a una abstracción y unas lógicas que no contribuirían, de manera directa e inmediata, a paliar las miserias del mundo.
—Le pedí a Gabriel que hablara por mí —comentó cuando el tío se levantó a saludar a una mujer que se acercaba—. Al fin y al cabo —añadió, recapacitando—, Gabriel fue también el mejor amigo de tu papá.
En efecto, los dos habían consolidado una feliz camaradería, desusada por lo general entre dos hermanos adultos. En el tío, menor cinco años que su papá, se repetían los mismos rasgos, la misma manera de mover las manos y de caminar, con leves diferencias como una calvicie incipiente y un tronco más abultado. Después de una especie de iluminación retrasada, que muchos tildaron de snob, su tío había abandonado una activa y más o menos próspera profesión de abogado para dedicarse a estudiar geografía. Según la anécdota que le había llegado a Cecilia, que además su papá contaba entre bromas y para neutralizar el escándalo familiar, el tío Gabriel había tomado la decisión de convertirse en geógrafo casi inmediatamente después de ver el cuadro de Vermeer en el Städelsches Kunstinstitut, durante una visita a su sobrina en Frankfurt.
Pero lo realmente importante que sabía Cecilia de su tío era que había sido el único (sin contar a su mamá) que pudo estar al lado de su papá durante los prolongados periodos de insomnio que lo atacaron en los últimos años y que serían, con el tiempo, una poderosa causa para el desgaste físico de su corazón. Si aún no recordaba mal, fue en las semanas finales de su primer semestre de universidad cuando Cecilia descubrió las noches sin sueño de su papá. Al principio, y después de entender con claridad que pasaba varios días sin dormir, lo escuchaba deambular por el primer piso de la casa, entrando y saliendo del estudio, sirviéndose agua en la cocina, pasando a la sala, al comedor, al baño, como si persiguiera el escurridizo fantasma de una ecuación crucial.
Observó entonces el perfil de su madre y volvió a pensar, con el secreto temor de otras veces, si a esos prolonga dos insomnios no los habría alimentado también alguna oculta fatiga amorosa, si adicional a los afanes matemáticos no rondaba además el motivo de una vida sentimental en la que se habían filtrado el cansancio y la desconfianza. Aunque nunca vio a sus padres discutir o enfrentarse de manera grave, no podía tener la seguridad plena de que a ellos no los hubiera acosado también, una que otra noche y como a todo el mundo, el miedo a quedarse sin amor.
Siguió casi aterrada la cantidad de desconocidos que le daban vuelta al cajón, entre los que, sin duda, algunos cumplirían con el papel funerario de intercesores celestiales. Cecilia recordó entonces que, en los primeros desvelos, cuando ninguno mencionaba el tema y la escolta festiva del tío a la vigilia de su papá aún no había empezado, ella imaginaba que, semejante a un reencarnado conde Kayserling, su papá buscaba también un paliativo a sus horas nocturnas con la repetición pertinaz de las Variaciones Goldberg. Imaginaba que gracias a la reiteración de esa frase constante, de esa única base armónica, él lograría reajustar por fin el ritmo perdido de sus días. Durante muchos meses, las treinta variaciones subían a su cuarto desde el estudio y, amortiguadas por las paredes de la casa, precedían sin falta la entrada de Cecilia al sueño, como cualquier plegaria infantil a un ángel guardián.
Aunque más tarde se enterara de que por esa primera época de noctámbulo su papá estudiaba, con la misma laboriosidad con la que abordaba cualquier acertijo, la oculta simetría matemática en el canon creado por Bach, la melodía terminó por ser con el tiempo un acompañan te imprescindible para Cecilia, una especie de escudo protector para que las horas fluyeran sin angustia cuando ella también vagaba por ahí, viendo las noches por las ventanas y sin poder dormir.
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El suave apretón de mano que le dio su mamá la volvió a sacar de esa especie de inercia, de ese vaivén recordatorio. Se sorprendió al ver que algunos ya emprendían la marcha con el cajón hacia la carroza y, agarrada del brazo de su madre, quiso que el episodio se hubiera iniciado mucho después y, como una niña cansada, prolongar por otro largo rato la ensoñación y alejarse de nuevo.
En el recorrido hasta la capilla de cremación, entre un tranquilo silencio compartido con su mamá, Gustav y su hermana, no le pareció dramático pensar que en esa misma mañana algún otro se habría levantado con renovado entusiasmo, agradeciendo, con envidiable simpleza, el esplendor del día, desayunando despreocupado, sin temores ni ansiedades por la muerte, sin impaciencias inútiles por la indiferencia o estupidez que pudiera encontrar al salir a la calle. Alguien a quien no lo desanimaría la conveniencia de estar largo tiempo solo y que entendería como un infortunio pasajero el hecho irrevocable de no volver a ver este mundo. Comprendió que repetía ideas de su papá y se rio mentalmente de la engañosa agitación con la que había creído descubrir en un trébol de cuatro hojas el motivo oculto de las regiones sublimes y sus almas fugitivas.
La ceremonia final resultó, por fortuna, más expedita de lo esperado. Con un par de movimientos profesionales, una mujer corpulenta y con uniforme de paño azul abrió con un botón el horno y dejó deslizar el cajón hasta adentro. Cuando lo cerró, desapareció en seguida por la parte de atrás. En el inmediato silencio, Cecilia, con asombro, echó de menos no tener una ofrenda final, un testimonio fiel que, como alguna antigua tabla sangaku, complaciera la memoria de su padre con una ecuación categórica, con un diseño geométrico cuya simetría expresara el feliz acontecimiento de su vida.
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Como respondiendo a una señal, los asistentes iniciaron una lenta desbandada. Los familiares y amigos más cercanos volvieron a abrazarlas y todos esperaron un rato afuera, bajo el sol todavía vertical. Cecilia advirtió que muchos se movían inquietos de un lado a otro, con la nerviosa diligencia de los que están a punto de huir. Tal vez ninguno podía imaginar qué hacer con las horas de esa tarde que apenas comenzaba. Por el ensimismamiento en el que andaba, Cecilia sospechó que por su parte, y con el tiempo, ella tendría un recuerdo difuso y distorsionado de las escenas de ese día. Tal vez por eso, y contrario a lo que había temido en la mañana, no la desconcertó el abrazo más o menos tímido con el que, surgiendo como de un rincón invisible, la alentó Francisco. Tuvo la impresión de que, por el gesto en la cara, se veía más triste que cualquiera y, como había previsto una conmoción distinta, no la desconsoló que se despidiera casi de inmediato, para alejarse con afán a buscar el carro. Tampoco la apenó confirmar que las calamidades que los habían separado ya no tenían importancia.
Cuando se metió en la cama, en su antigua habitación de la casa (la extensión y el aspecto deformados, sin embargo, por las dos paredes cubiertas de libros), un par de horas después de acompañar durante un rato en la sala y con un vodka a su mamá y a su tío Gabriel, después, también, de haber discutido sin verdadero aliento, mientras preparaban algo de comer, con su hermana y el sumiso Gustav sobre la inconveniencia de esos tragos para el ánimo de su madre, la conformó pensar que en las últimas horas había asistido, como en la catarsis de un drama solemne, a una de las culminaciones definitivas de sus días. Ya en el calor de las cobijas, y mientras escuchaba, como años atrás, la suave melodía de una milonga subiendo des de la sala, no la amargó el débil consuelo de haber ansiado para su papá una vida mucho más larga, con muchas más tardes de juegos y acertijos, de indicios y cálculos maravillosos, de confidencias y diarios escritos en ciudades de raros descubrimientos como Budapest y Barcelona, de profundas y reposadas noches de sueño, sin nieblas movedizas, sin los tumultos de algún escondido caos.