Lanzamiento
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“Un escritor no elige sus temas, los temas lo eligen a él. García Márquez no decidió escribir ficciones a partir de sus recuerdos de Aracataca”. Cincuenta años después de su publicación, se lanza en Colombia un ensayo mítico en el que el escritor peruano argumenta su devoción por “Cien años de soledad”.
I. La realidad como anécdota
El telegrafista y la niña bonita
Al comenzar los años veinte, un muchacho llamado Gabriel Eligio García abandonó el pueblo donde había nacido, Sincé, en el departamento colombiano de Bolívar, para ir a Cartagena, donde quería ingresar a la Universidad. Lo consiguió, pero su paso por las aulas no duró mucho. Sin recursos económicos, se vio muy pronto obligado a dejar los estudios para ganarse la vida. La costa atlántica de Colombia vivía en esos años el auge del banano, y gente de los cuatro rincones del país y del extranjero acudía a los pueblos de la zona bananera con la ilusión de ganar dinero. Gabriel Eligio consiguió un nombramiento que lo instaló en el corazón de la zona: telegrafista de Aracataca. En este pueblo, Gabriel Eligio no encontró la fortuna, como probablemente había soñado, sino, más bien, el amor. Al poco tiempo de llegar se enamoró de la niña bonita de Aracataca. Se llamaba Luisa Santiaga Márquez Iguarán y pertenecía al grupo de familias avecindadas en el lugar desde hacía ya muchos años, que miraban con disgusto la invasión de forasteros provocada por la fiebre bananera, esa marea humana para la que habían acuñado una fórmula despectiva: «la hojarasca». Los padres de Luisa —el coronel Nicolás Márquez Iguarán y Tranquilina Iguarán Cotes— eran primos hermanos y constituían la familia más eminente de esa aristocracia lugareña. El padre había ganado sus galones en la gran guerra civil de principios de siglo, peleando bajo las órdenes del general liberal Rafael Uribe Uribe, y Aracataca, en gran parte por obra suya, se había convertido en una ciudadela liberal.
Gabriel Eligio consiguió un nombramiento que lo instaló en el corazón de la zona: telegrafista de Aracataca. En este pueblo, Gabriel Eligio no encontró la fortuna, como probablemente había soñado, sino, más bien, el amor. Al poco tiempo de llegar se enamoró de la niña bonita de Aracataca. Se llamaba Luisa Santiaga Márquez Iguarán y pertenecía al grupo de familias avecindadas en el lugar desde hacía ya muchos años
Luisa no fue indiferente con el joven telegrafista; pero el coronel y su esposa se opusieron a estos amores con energía. Que uno de la hojarasca, y para colmo bastardo, aspirara a casarse con su hija, les pareció escandaloso. Pese a la prohibición, la pareja siguió viéndose a ocultas, y entonces don Nicolás y doña Tranquilina enviaron a Luisa a recorrer los pueblos del departamento, donde tenían amigos y familiares, con la esperanza de que la distancia la hiciera olvidar al forastero. Luego supieron que, en cada pueblo, Luisa recibía mensajes de Gabriel Eligio, gracias a la complicidad de los telegrafistas locales, y que éstos, a la vez, transmitían mensajes de Luisa al enamorado de Aracataca. Irritados, el coronel y doña Tranquilina consiguieron que Gabriel Eligio fuera trasladado a Riohacha. Pero el empecinamiento de la muchacha continuó y ya para entonces el amorío había adquirido cierta aureola romántica y parientes y amigos trataban de persuadir a los Márquez Iguarán de que accedieran al matrimonio. Los padres dieron al fin su consentimiento, pero exigieron que la pareja viviera lejos de Aracataca. Gabriel Eligio y Luisa se instalaron en Riohacha en 1927. El enojo de don Nicolás y doña Tranquilina se disipó con la noticia de que su hija estaba encinta. Ilusionados con el primer nieto, llamaron a Luisa a Aracataca, para que diera a luz allí. El niño nació el 6 de marzo de 1928 y le pusieron Gabriel José. Cuando Luisa y su marido regresaron a Riohacha, el niño se quedó en Aracataca con los abuelos, quienes lo criarían. La niña bonita y el telegrafista formaron un hogar prolífico: tuvieron siete hijos varones y cinco mujeres (una de las cuales es monja). Vivieron un tiempo en Riohacha, luego en Barranquilla, donde Gabriel Eligio abrió una farmacia, luego en Sucre (pueblo vecino de Sincé), donde abrió otra farmacia, y finalmente la familia se instaló en Cartagena, donde vive todavía.
El esplendor bananero
Cuando el coronel Nicolás Márquez y su esposa llegaron al pueblo, al finalizar la sangrienta guerra de los mil días (1899-1902), que devastó al país y lo dejó en bancarrota, Aracataca era un pueblecito minúsculo, situado en la provincia del Magdalena, entre el mar y la montaña, en una región de bochornoso calor y aguaceros diluviales. Pero poco después, en el primer decenio de este siglo, durante el régimen del general Rafael Reyes (19041910), la costa atlántica colombiana tuvo un súbito esplendor, al iniciarse el cultivo del banano en gran escala en toda la cuenca del Magdalena. La «fiebre del banano» atrajo millares de forasteros; la United Fruit Company sentó sus reales en la región y comenzó la explotación extensiva de las tierras. En 1908, de once mil obreros agrícolas bananeros, tres mil trabajaban para la United Fruit.1 A la sombra del banano sobrevino una aparente opulencia para Aracataca, y la imaginación popular aseguraría años más tarde que, en esos tiempos de bonanza, «Mujeres de perdición bailaban la cumbia desnudas ante magnates, que, por ellas, hacían encender en los candelabros, en vez de velas, billetes de cien pesos».2 La imaginación colectiva —sobre todo la de una comunidad tropical— tiende a magnificar el pasado histórico y a fijarlo en ciertas imágenes, que, curiosamente, se repiten de región a región. En la Amazonía peruana, por ejemplo, se recuerda también la época de oro del caucho a través de anécdotas de derroche y sensualidad, y yo mismo he oído asegurar que, durante la «fiebre del caucho», los prósperos caucheros encendían los habanos con billetes en sus orgías. Desde el punto de vista de las fuentes de un escritor, importa poco determinar la exactitud de estas anécdotas, las dosis de verdad y de mentira que contienen. Más importante que saber cómo ocurrieron esos hechos del pasado local es averiguar cómo sobrevivieron en la memoria colectiva y cómo los recibió y creyó (o reinventó) el propio escritor. García Márquez evoca así la prosperidad de Aracataca: «Con la compañía bananera empezó a llegar a ese pueblo gente de todo el mundo y era muy extraño porque, en este pueblito de la costa atlántica de Colombia, hubo un momento en el que se hablaba todos los idiomas. La gente no se entendía entre sí; y había tal prosperidad, es decir, lo que entendían por prosperidad, que se quemaban billetes bailando la cumbia. La cumbia se baila con una vela y los simples peones y obreros de las plantaciones de bananos encendían billetes en vez de velas, y esto dio por resultado que un peón de las bananeras ganara, por ejemplo, 200 pesos mensuales y el alcalde y el juez ganasen 60. Así no había autoridad real y la autoridad era venal porque la compañía bananera con cualquier propina que les diera, con sólo untarles la mano, era dueña de la justicia y del poder en general».3
Desde el punto de vista de las fuentes de un escritor, importa poco determinar la exactitud de estas anécdotas, las dosis de verdad y de mentira que contienen. Más importante que saber cómo ocurrieron esos hechos del pasado local es averiguar cómo sobrevivieron en la memoria colectiva y cómo los recibió y creyó (o reinventó) el propio escritor
1) François Buy, La Colombie moderne, terre d’espérance, París, Centre d’Études Contemporaines, 1968, p. 46.
Lo más leído
2) Ernesto Schoo, «Los viajes de Simbad García Márquez», en Primera Plana, Buenos Aires, año V, núm. 234, 20-26 de junio de 1967
3) Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, La novela en América Latina: diálogo, Lima, Carlos Milla Batres/Ediciones-UNI, 1968, p. 23.
La huelga del año 28
La costa atlántica colombiana experimenta en esos años un proceso similar al de otros lugares de América Latina: el capital norteamericano entra en el continente por doquier, sustituyendo en muchos sitios al capital inglés, y, casi sin encontrar resistencia, establece una hegemonía económica, destruyendo en algunos casos al incipiente capitalismo local (como ocurre en el Perú, en las haciendas de la costa norte) y, en otros, asimilándolo como aliado dependiente. Lo que ocurre en la costa atlántica con el banano, ocurre en otros lugares con la caña de azúcar, el algodón, el café, el petróleo, los metales. La invasión económica norteamericana no tiene oposición e, incluso, es bienvenida porque crea el espejismo de la bonanza: establece nuevas fuentes de trabajo, eleva los salarios misérrimos del campesino del latifundio feudal y da la impresión de contribuir a la modernización y el progreso. El saqueo de las riquezas naturales que significa, la camisa de fuerza que impone a las economías de los países latinoamericanos, impidiéndoles desarrollarse industrialmente y reduciéndolos a meros exportadores de materias primas, la corrupción política que propaga mediante el soborno y la fuerza para asegurarse regímenes adictos que cautelen sus intereses, le aseguren concesiones, repriman los conatos de sindicalización y los movimientos reivindicativos de los trabajadores, pasan casi inadvertidos para la conciencia colectiva. Más tarde, ese período de explotación imperial será recordado incluso —es el caso de Aracataca— como una época feliz. En la segunda década de este siglo comienza a tomar cuerpo en América Latina el movimiento sindical y se abre un período de conflictos sociales y de luchas obreras en todo el continente. La influencia que en ello tuvo la Revolución mexicana fue grande. En los años veinte se fundan sindicatos, centrales de trabajadores, se organizan los primeros partidos anarcosindicalistas, socialistas y marxistas. Este proceso es algo más tardío en Colombia que en otros países latinoamericanos. La primera huelga importante ocurre el año que nació García Márquez y afecta, precisamente, a toda la zona bananera. Ese año se había fundado en Colombia, luego del tercer Congreso obrero nacional, un Partido Socialista Revolucionario. La huelga del año 28 quedaría grabada en la memoria de toda la región por la ferocidad con que fue reprimida por el ejército. Un decreto expedido por el jefe civil y militar de la provincia, general Carlos Cortés Vargas, declaró «malhechores» a los huelguistas y autorizó al ejército a intervenir. La matanza se llevó a cabo en la estación de ferrocarril de Ciénaga, donde los huelguistas fueron ametrallados. Murieron muchos y luego se diría que la cifra de víctimas se elevó a centenares o a miles.4 En una casa situada frente al lugar de la matanza vivía entonces un niño de cuatro años, Álvaro Cepeda Samudio, más tarde íntimo amigo de García Márquez, que evocaría ese sangriento episodio en una novela: La casa grande.5 La matanza sería recordada en todos los pueblos de la zona bananera, Aracataca entre ellos, como un hecho propio. García Márquez evoca así ese episodio: «Llegó un momento en que toda esa gente empezó a tomar conciencia, conciencia gremial. Los obreros comenzaron por pedir cosas elementales porque los servicios médicos se reducían a darles una pildorita azul a todo el que llegara con cualquier enfermedad. Los ponían en fila y una enfermera les metía, a todos, una pildorita azul en la boca... Y llegó a ser esto tan crítico y tan cotidiano, que los niños hacían cola frente al dispensario, les metían su pildorita azul, y ellos se las sacaban y se las llevaban para marcar con ellas los números en la lotería. Llegó el momento en que por esto se pidió que se mejoraran los servicios médicos, que se pusieran letrinas en los campamentos de los trabajadores porque todo lo que tenían era un excusado portátil, por cada cincuenta personas, que cambiaban cada Navidad... Había otra cosa también: los barcos de la compañía bananera llegaban a Santa Marta, embarcaban banano y lo llevaban a Nueva Orleans; pero al regreso venían desocupados. Entonces la compañía no encontraba cómo financiar los viajes de regreso. Lo que hicieron, sencillamente, fue traer mercancía para los comisariatos de la compañía bananera y donde sólo vendían lo que la compañía traía en sus barcos. Los trabajadores pedían que les pagaran en dinero y no en bonos para comprar en los comisariatos. Hicieron una huelga y paralizaron todo y, en vez de arreglarlo, el gobierno lo que hizo fue mandar el ejército. Los concentraron en la estación del ferrocarril, porque se suponía que iba a venir un ministro a arreglar la cosa, y lo que pasó fue que el ejército rodeó a los trabajadores en la estación y les dieron cinco minutos para retirarse. No se retiró nadie y los masacraron».6 La cita no sólo documenta el origen histórico de un episodio de Cien años de soledad; además, revela algo sobre la personalidad del autor: su memoria tiende a retener los hechos pintorescos de la realidad. Las anécdotas de la «pildorita azul» y de la «letrina portátil» no atenúan las implicaciones morales y políticas del drama social a que aluden, aunque seguramente hay en ellas exageración. Al contrario: lo fijan en hechos que, por su carácter inusitado y su cruel comicidad, le dan un relieve todavía mayor.7
Al terminar la primera guerra mundial, la «fiebre del banano» había comenzado a disminuir. La extensión de los cultivos bananeros en otras regiones, la baja de los precios en el mercado mundial acentuaron este proceso en los años siguientes y la zona bananera colombiana empezó a declinar. Se cerraron las comunicaciones con el resto del mundo que la bonanza había abierto, muchos sembríos fueron abandonados, para la gente del lugar la alternativa fue muy pronto el exilio o la desocupación. Comenzó entonces para Aracataca el derrumbe económico, el éxodo de los habitantes, la muerte lenta y sofocante de las aldeas del trópico. Cuando García Márquez comenzó a gatear, a andar, a hablar, el paraíso y el infierno pertenecían al pasado de Aracataca; la realidad presente era un limbo de miseria, de sordidez y de rutina. Pero, sin embargo, esa realidad extinta estaba viva aún en la memoria de la gente del lugar, y era, quizá, su mejor arma para luchar contra el vacío de la vida presente. Naturalmente, la fantasía del pueblo enriquecía, deformaba la verdad histórica, y los recuerdos hervían de contradicciones. Por ejemplo, al referir la matanza de Ciénaga, nadie estaba de acuerdo: «Lo que te digo es que esta historia... la conocí yo diez años después y cuando encontraba gente, algunos me decían que sí era cierto, y otros decían que no era cierto. Había los que decían: “Yo estaba, y sé que no hubo muertos; la gente se retiró pacíficamente y no sucedió absolutamente nada”. Y otros decían que sí, que sí hubo muertos, que ellos los vieron; que se murió un tío, e insistían en estas cosas. Lo que pasa es que en América Latina, por decreto, se olvida un acontecimiento como tres mil muertos...».8
Al referir la matanza de Ciénaga, nadie estaba de acuerdo: «Lo que te digo es que esta historia... la conocí yo diez años después y cuando encontraba gente, algunos me decían que sí era cierto, y otros decían que no era cierto. Había los que decían: “Yo estaba, y sé que no hubo muertos; la gente se retiró pacíficamente y no sucedió absolutamente nada”. Y otros decían que sí, que sí hubo muertos, que ellos los vieron; que se murió un tío, e insistían en estas cosas. Lo que pasa es que en América Latina, por decreto, se olvida un acontecimiento como tres mil muertos...
4) Según Carlos H. Pareja «Los muertos fueron más de 800» y «los sobrevivientes fueron sometidos a consejos de guerra y condenados a largos años de prisión»: El Padre Camilo, el cura guerrillero, México, Editorial Nuestra América, 1968, p. 116.
5) La segunda edición de La casa grande, Buenos Aires, Editorial Jorge Álvarez, 1967, lleva una presentación de García Márquez.
6) Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, op. cit., pp. 23-24.
7) Las anécdotas de la pildorita azul y de los excusados portátiles figuran en Cien años de soledad, p. 255 (cito siempre la edición original). No es imposible que se trate de una inversión de los recuerdos: que GGM cite estos hechos porque aparecen en su novela y no que aparezcan en el libro porque ocurrieron en la realidad.
8) Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, op. cit., p. 24.