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Adelanto literario: ‘El asedio animal’ de Vanessa Londoño
La violencia contra el cuerpo y cada una de sus partes ha sido central en la historia de Colombia. En su primera novela, la escritora bogotana entrega un diálogo único con la naturaleza mientras, sirviéndose de un lirismo escalofriante, construye el relato de cuatro personajes mutilados.
Uno
Durante años hubo un cementerio de barcos que se instaló frente a la casa y ocupó todo el ámbito de la ventana. Mirarlos me producía un dolor físico, casi, parecido al del bazo o al calambre que desvía imprevisiblemente la curvatura estable del músculo; y me ponía nervioso. Yo miraba a los barcos morir, dejarse devorar por el salitre; con la superficie llena de úlceras, de la escamación que le sacaba el óxido; y recordaba en cambio los viajes en cayuco por el Don Diego, viajes que habría podido hacer nadando pero en los que yo prefería embarcar, por el simple placer de lo móvil, de la locomoción, de sentirme flotar. Recordaba también el registro de los otros trayectos, más largos y en lancha, con los remanentes del salitre en la cara y resistiendo la interminable crueldad del sol; sentado al frente, entre la carga y las gallinas, mientras el cuerpo de la lancha atravesaba la sal, arrasaba el campo plano del agua, rompía al océano en virutas como si fuera parafina devastada. Del viaje me gustaba todo, incluso el reposo, incluso los saltos entre las olas, y la sensación de que el barco restauraba su lugar entre el océano con un antiguo sentido de la proporción; y me gustaba también el ruido de la banderita golpeada por el viento, incapaz de describir algún curso, y sencillamente turbada. Siempre me pareció que en los viajes los días empiezan a marchar para atrás como en una vieja máquina de microfilme que recoge lentamente el paisaje hacia un nudo; y que la memoria desempolva sus monumentos y los saca a la calle, y que no se tiene más opción que andar para encontrarlos y reconocerlos. A mí me persiguen todos, todas las cosas, incluso la gente, incluso sus posturas, los anillos sobre los dedos; todo tipo de memorias y hasta aquellas vagas que apenas me rozan la palabra y que no puedo retener; pero sobre todo dos. Una viene de un suministro probablemente artificial, creada por el apetito desordenado de querer recordar, o por una belleza inútil que no estriba; la imagen incierta de algo que se escurre, un recuerdo que suda mentira: dos conejos atraviesan el potrero, pero yo tengo los brazos demasiado cortos para agarrarlos. Y cuando en la cabeza me baja esa imagen rota, tan pequeña como una esquirla de la memoria, escucho al tiempo a mi madre decir una cosa dura y plástica, unas palabras honradas dichas con toda sencillez: El sol este no calienta malo o bueno, no. Todo se calienta. Él no dice: voy a calentar nomás este a bueno, no. Malo también. El otro es un recuerdo más fijo, implacable, sedentario; a menudo reconstruible, creo, por la cruel influencia que ejercen los hábitos: Lásides está tumbado sobre el colchón, vestido solamente con unos calzoncillos mareados, transparentes como una mezclilla; y me pide que me suba encima suyo. Yo me paro y trato de correr; y busco entre los escondites de la casa a la tortuga.
Antes de Lásides yo ignoraba que los sobacos están puestos entre los brazos para ser repasados por el tacto puntual de la lengua; y que no solo se resignaban a los juegos, o a una forma indefinida de producir sebo y de picar. Cuando regresaba de su casa andaba el camino de vuelta sorprendido por la novedad inesperada del sexo; con la sensación de que sus manos seguían lamiéndome por horas, como cuando al salir del océano uno sigue percibiendo el pulso de la marea. En las noches la casa se dividía entre hombres y mujeres; los hombres dormíamos en el patio y sobre los chinchorros, arropados por la niebla y por los ruidos de los animales; y las mujeres en el interior, acumuladas sobre las esteras de ratán en el piso. Para nosotros estaba prohibida la entrada en las noches, pero a mí me gustaba escurrirme y esperaba a que todos se quedaran dormidos para nutrirme de la temperatura del aire concentrado; o refregar la cara y los brazos fríos contra las maderas capaces de retener el calor. En la oscuridad las colas y las pieles de los animales que colgaban del techo adquirían una forma siniestra, y mutaban con las otras mochilas; suspendidas en formas más feroces que los propios animales de la selva. A veces jugaba a salir para esperar al viento, y volvía a entrar para producir la ficción de que el calor era mayor; como cuando corría por fuera del río para que luego me tapara la sensación de que el agua ganaba tibieza. La casa le daba la cara al mar; montada sobre una loma alta y puntiaguda, pero el patio se descolgaba en línea recta hasta el río Don Diego, que es la nieve derretida que baja por la pendiente de la sierra. Si Lásides quería verme me mandaba el recado con alguno de los pelados del Bajo Mamey, una invitación a una de sus clases de dibujo; y yo sabía que esa noche inmediata tenía que ir a visitarlo. Antes de salir, las tripas se me torcían como cuerdas; y sentía en el cuerpo una especie de desgano, de náusea. Tenía una casa de bareque con dos celosías colgadas en vez de ventanas; de esas en que el estaño deja ver sin que se pueda mirar para adentro. Cerca de mi casa y por la vía del camino, yo tenía un escondite debajo de un bejuco, entre la maleza, y ahí guardaba el yakna que me cambiaba por una camisa y un pantalón; ahora pienso que por el pudor de usar con él la misma ropa que usaba cerca de mis lugares. Del hueco también sacaba una linterna oxidada que me servía para repudiar la niebla y despejar a los animales del camino; y al regreso escondía ahí los dulces o las monedas que me daba. A la distancia me parecía que sobre los chinchorros se vertía una oscuridad masiva, solo comparable a la que ocurría cuando los hombres eran lombrices, y por orden de Seránkua la luz no ocupaba todavía los predios de la noche. Si era época de lluvias las botas se volvían excesivamente pesadas de levantar barro y el interior se llenaba de agua, haciendo un ruido pegachento. Hubo noches enteras en que caminé sin luz porque las pilas de la linterna se gastaban y había que esperar días para que llegaran al pueblo; pero yo me sabía el camino de memoria, la posición relativa de las piedras, las curvas, las inclinaciones que a muchos les parecían imperceptibles, el lugar exacto de la cascada que desplegaba el agua como una sábana.
Me tocaba con la palma de la mano abierta, extendida primero sobre la tráquea; y desde ahí deslizaba el tacto, me embadurnaba con la lengua los oídos; y me decía, con la voz vaporosa, muévete que tú eres ya apto; y luego, señalando hacia la ventana el cementerio, gritaba, esa mancha somos tú y yo, doscientos kilos de carroña empujando hacia abajo, tocando con las puntillas del pie el fondo del océano y haciendo maromas para poder respirar. Cuando quería estar solo en medio de esa cama tenía que resignarme a estar callado y a dejar que el cuerpo aisladamente se ocupara de recaudar el tacto y los recorridos pastosos de la lengua, mientras con la mano yo trataba de buscar los huecos de la sábana y los atravesaba con los dedos. Lásides había inventado el método de dejar a los cerdos sin comida, para que se levantaran a la madrugada, hambrientos, y yo pudiera despertarme con los ruidos suyos por todos los rincones de la casa. A eso de las tres de la mañana regresaba, el carrete del camino daba un giro, las subidas se hacían bajadas y las bajadas subían. Lo último que miraba desde mi chinchorro era el amanecer cayendo, y a los barcos podridos hamacarse sobre el agua, a esa hora en que el mar se esparce libre de las costuras de las olas.
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*Abogada de la Universidad del Rosario de Bogotá, y Maestra en Escritura Creativa de la Universidad de Nueva York. En 2017 obtuvo el premio Aura Estrada (por esta novela) y el Premio Nuevas Plumas de la FIL Guadalajara.