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Así arranca “Adiós, pero conmigo” de Juan Diego Mejía

Mejía cuenta la historia de dos jóvenes estudiantes de matemáticas de la Universidad Nacional de Medellín. Este relato de juventud, que habla sobre la incertidumbre de la vida y sobre lo difícil que es conocerse, construir una voz propia y pensarse a futuro, tiene como contexto histórico la Medellín de los 80′s. Aquí el primer capítulo.

Juan Diego Mejía
30 de junio de 2021
Carátula de "Adiós pero conmigo" del colombiano Juan Diego Mejía. Crédito: Sergio González. Cortesía de Penguin Random House
Carátula de "Adiós pero conmigo" del colombiano Juan Diego Mejía. Crédito: Sergio González. Cortesía de Penguin Random House | Foto: Carátula de "Adiós pero conmigo" del colombiano Juan Diego Mejía. Crédito: Sergio González. Cortesía de Penguin Random House

1

El Turco nos explicó que tres objetos se pueden alinear de seis maneras. Utilizó las letras A, B, C, y escribió: ABC, ACB, BAC, BCA, CAB, CBA. No nos quedó ninguna duda de que eran seis formas distintas y no había más. A esas alturas de la carrera, a Franco y a mí todo nos asombraba, pero solo llegábamos hasta ahí, como si las revelaciones fueran para hacerles reverencias. La reacción de Ernesto fue distinta. Se quedó sembrado en la silla y no salió a tomar café con nosotros antes de meternos en la otra clase. Unos días después fue cuando apareció con el cubo Rubik. Nos dijo que estaba a punto de encontrar el algoritmo para que en unos pocos movimientos los colores se alinearan en cada cara. Eso nos dijo en el balcón del bloque veintiuno, cuando fumábamos frente a las palmeras que aparecen en las fotos antiguas de la Nacho. Raquel pasaba en esos momentos hacia el salón y se detuvo a curiosear el cubo de Ernesto.

—¿Qué es eso tan bonito?

Ernesto tartamudeó. Empezó a rotar las caras del cubo frente a los ojos de Raquel.

—Un cubo.

—¿Lo puedo ver?

Ernesto se lo entregó y se cubrió el pecho con los cuadernos que había sostenido todo el tiempo debajo del brazo. Raquel lo miró a la luz como si fuera un diamante y le preguntó:

—¿Y cuál es la gracia de este juguete?

—Permutaciones —dijo Ernesto. Seguía cubriéndose el pecho y apretando los cuadernos con los brazos cruzados. A Ernesto le alteraba el pulso hablar con Raquel.

—Ah, lo del Turco.

Se lo devolvió y se fue. Nosotros nos quedamos mirándole las nalgas hasta cuando se metió al salón. Terminamos de compartir un cigarrillo entre los tres antes de seguirla.

A mí me gustaba Raquel. A Franco también. Yo creo que a todos nos gustaba. Pero de ahí no pasábamos. En cambio, a Ernesto lo desestabilizaba. Él siempre se sentaba detrás de ella para poder mirarla durante la clase. Varias veces lo pillé acariciándole las puntas del pelo que caían por encima del espaldar de la silla. Parecían unas chispas doradas en las manos de un minero. Quién sabe qué habría pasado si ella se hubiera dado vuelta en esos momentos. Franco decía que, para entonces, Raquel ya se daba cuenta de todo. Tenía descodificado a Ernesto y disfrutaba su torpeza.

En la época del cubo nosotros estábamos en la mitad de la carrera. Todavía no éramos matemáticos ni nada. No nos sentíamos parte de ningún gremio, como los ingenieros. Ellos desde los primeros semestres ya asistían a congresos de estructuras, vías, cementos, combustibles y cosas así, y se comportaban como si ya fueran grandes. Raquel estudiaba Ingeniería de Petróleos y veía con nosotros una sola materia. Siempre nos preguntamos por qué había tomado Álgebra Abstracta, la clase del Turco. Para qué le iba a servir a una ingeniera la teoría de grupos o entender las estructuras de anillos si ni siquiera se la valían como electiva. Pero asistía cumplida y parecía interesada en los temas de la clase. Incluso daba la impresión de que entendía mejor que muchos de nosotros. «Deivid», le dije a Franco una vez, «esa vieja nos da sopa y seco a todos».

Todavía creo que no exageraba al pensar que Raquel era astuta. En primer semestre no vimos ninguna materia juntos y yo la miraba pasar siempre acompañada por un grupo de hombres que no la dejaban sola ni un minuto. Ella se hacía la que los oía, y como siempre tenía un gesto de sonrisa en la boca, pensaban que estaba concentrada en la conversación. No se daban cuenta de que miraba a otros de reojo sin perder el ritmo de la marcha. En segundo empecé a seguirla. La sentía cuando iba a pasar con su corte. Hacía todo para cruzarme con ella. Daba unas vueltas tremendas para encontrármela de frente. Me miraba, sonreía, seguía.

Raquel me gustaba porque no era la princesa de los cuentos. No se veía frágil. Nada de eso. Tampoco se esforzaba por verse elegante. Pero yo la sentía inalcanzable. «Esa vieja me tiene loco, Deivid», le decía a menudo a Franco, entonces él se reía, o le daba una fumada larga al cigarrillo. «Y a vos también, reconocelo», le dije una vez. «Naa. Esa vieja a mí no me mueve la aguja».

Yo sabía que sí le temblaba el corazón igual que a mí cuando nos la encontrábamos. Lo comprobé el día en que ella me habló en la fila de la cafetería como si fuéramos amigos desde siempre.

—Invitame a cigarrillo.

Miré atrás a ver quién me había hablado. Era ella, que venía detrás de mí y me miraba como esperando una respuesta. Nadie más podría ser el interlocutor en ese momento. Por primera vez la tenía tan cerca. Era unos centímetros más bajita que yo. Me hablaba a mí. Me sonreía. Me pedía un cigarrillo.

Carátula de "Adiós pero conmigo" del colombiano Juan Diego Mejía. Cortesía de Penguin Random House
Carátula de "Adiós pero conmigo" del colombiano Juan Diego Mejía. Cortesía de Penguin Random House | Foto: Carátula de "Adiós pero conmigo" del colombiano Juan Diego Mejía. Crédito: Sergio González. Cortesía de Penguin Random House

—¿Marlboro, Pielroja o Lucky?

—Lo que sea —volvió a hablar.

Franco no entendía qué pasaba.

—¿Qué te dijo? —me preguntó apenas salí de la fila con dos tintos que me quemaban las manos. Ella seguía hablando con el empleado de la cafetería—. ¿Qué te dijo esa vieja? —insistió.

—Nada. Que yo le gusto mucho.

—Naa. No te creo.

Me senté a mirarla desde la banca nuestra mientras me tomaba el tinto.

—Estás temblando, güevón —me dijo Franco.

Era verdad. Hablaba con la respiración coja.

—¿Sabía tu nombre? —me preguntó. Él también seguía mirándola. Y ella nos sonreía al tiempo que oía a los que la acompañaban en la mesa.

—Me habló como si nos conociéramos mucho. ¿Le caemos ahora cuando se vayan esos tipos?

—Qué vamos a caerle a esa casquillera.

Ese día me quedé pensando en Raquel. No quería que se me borrara la imagen de sus ojos, ni el color de la piel, ni la sonrisa invitadora con la que me pidió un cigarrillo. —¿Creés que lo del cigarrillo fue una disculpa? —le pregunté a Franco en la noche, cuando salíamos de la última clase.

—No te hagás ilusiones con esa mujer.

Llegar a la mitad de la carrera tiene sus ventajas. Cuando no estábamos en clases o en la biblioteca o en un corredor sentados estudiando, Franco y yo patrullábamos los rincones de la Nacho. En quinto ya conocíamos a todos los vigilantes, a los venteros de jugos, a los empleados de las cafeterías, a los encargados de los establos donde los de Agropecuaria recibían clase, a las de las fotocopiadoras, a las secretarias de las decanaturas, a los encargados de los laboratorios, al que lavaba los carros de los profesores y de los estudiantes ricos, no había lugar donde no hubiéramos estado echados a la hora de la siesta, fumando, soñando con Raquel, hablando de las de primero y de todas las que iban apareciendo en la escena de esos años. De tanto repasarlas una a una fui llegando a la conclusión de que ninguna iba a ser para mí. Tal vez por eso no me alteré cuando llegamos a la primera clase con el Turco y Franco me dijo al ver que Raquel estaba sentada en una silla junto a la ventana: «¿Viste quién está en esta clase?». Por supuesto me alegré. De todos modos, su presencia iba a ser una mejora en el paisaje. Me gustaba llegar al salón pensando cómo estaría vestida ese día. ¿Minifalda o bluyín? Las dos posibilidades eran buenas. Piernas brillantes o nalgas templadas.

Franco y yo entendíamos el sufrimiento de Ernesto cuando la veía y no era capaz de acercársele y hablarle, aunque si vamos a ser sinceros, nunca intentamos convencerlo de que se alejara de ella. No le teníamos suficiente confianza como para sentarnos con él y decirle: «Viejo, no le botés corriente a esa mujer». No nos había dado entrada a su vida privada. Quién sabe cómo habría reaccionado. Mejor seguimos como si no pasara nada. Y en un tiempo nos hizo creer que él también había superado el asunto.

Fue la época en que le pidió al Turco unos minutos de la clase para hablarnos del cubo y contarnos sus hallazgos. Ernesto lo armó en menos de un minuto y después lo volvió a hacer, pero apuntando en el tablero todos los movimientos, explicándonos que se trataba de las permutaciones de los colores, y que esas permutaciones cumplían los requisitos para ser un grupo algebraico. Ese día Ernesto fue grande. Recuerdo que el sol de la mañana entraba al salón y le hacía brillar ese pelo suyo tan tieso y tan del color de la cabuya. Los pómulos angulosos se le veían rojos. Los labios gruesos de hombre de Neandertal sonreían. Y los ojos verdes parecían mirar con tristeza a Raquel mientras todos, incluida ella, aplaudíamos.

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