Akinwande Oluwole (Wole) Soyinka nació en Abeokuta, Nigeria, en 1934, y décadas después, en 1986, se convirtió en el primer africano y el primer escritor negro en ganar el Premio Nobel de Literatura. Es autor de más de treinta obras de teatro, cinco libros autobiográficos, más de una docena de libros de poesía, novela y cuentos, y por lo menos catorce libros de ensayo.

Un activista político comprometido, Soyinka ha sido dos veces encarcelado por sus críticas al gobierno nigeriano. Durante su cautiverio, aislado durante casi dos años, escribió sus memorias y parte de su poesía en papel higiénico, envueltas en tabaco y hojas de libros; ha declarado en muchas ocasiones que durante aquellos tiempos terribles, conservó la vida y la cordura gracias a la escritura.

Aquí, las primeras páginas de Crónicas desde el país de la gente más feliz de la tierra (Alfaguara), su sátira política sobre la corrupción en clave de novela de misterio. A la obra se la considera un análisis de la condición humana que transita las esferas del poder, la corrupción y la perversión.

Su protagonista, el Dr. Menka, se une con su amigo de la infancia, un prestigioso ingeniero, miembro de la realeza yoruba que aspira a un puesto en las Naciones Unidas, para resolver el macabro misterio del responsable del contrabando de partes de cuerpo de enfermos en la clínica que dirige para llevar a cabo oscuras prácticas rituales.

*Sobre esta novela y su prolífica obra, el autor hablará en el Hay Festival de Cartagena con Rosie Boycott, el domingo 30 de enero 2022, a las 10 de la mañana.

Esta novela marca su regreso a Alfaguara. En 1986, Soyinka ganó el Premio Nobel de Literatura por "narrar el drama de la existencia con matices poéticos y desde una amplia perspectiva cultural". | Foto: Alfaguara

1. Oke Konran-Imoran

Papa Davina, conocido también como Teribogo, prefería crear sus propias perlas de sabiduría. Como, por ejemplo, su famosa «La perspectiva lo es todo».

La madrugadora Suplicante, su primera y única clienta de aquel día, y de hecho una sesión muy especial, entregadísima, levantó la vista y asintió.

—Vete a aquella ventana. Descorre la cortina y mira

—le indicó Papa D.

La sala de audiencias estaba un poco en penumbra, y a la Suplicante le llevó un rato tantear los amplios pliegueshasta encontrar la separación de en medio. Agarró las pesadas cortinas con las dos manos y esperó. Papa Davina le hizo señas para que terminara el gesto, siguiendo con su tono tranquilizador, casi meditativo:

—Cuando te metes en estos terrenos, es primordial que te olvides de lo que eres, de quién eres. Piensa en ti misma solo como la Suplicante. Yo seré tu guía. No soy un vulgar mercader de la misión profética. Los días de los grandes profetas se terminaron. Estoy contigo solo como Presciencia. Solo Dios Todopoderoso, Alá el Inescrutable, es presencia en sí, y ¿quién se atreve a entrar en presencia del Uno y Único? ¡Imposible! Pero sí podemos entrar en Su Presciencia los que somos como yo. Somos pocos. Somos los elegidos. Nos esforzamos por leer sus planes. Tú eres la Suplicante. Yo soy el Guía. Nuestros pensamientos nos dirigen solamente a la revelación. Por favor, descorre la cortina. Del todo.

La Suplicante siguió con la otra mitad de la cortina. La luz del día inundó la habitación. La voz de Papa D. la persiguió.

—Sí, mira y dime lo que ves.

La Suplicante había subido por la pendiente contraria, que era la miseria total, absoluta. En aquella cara de la colina, sin embargo, lo que saltó de inmediato ante su vista fue un batiburrillo mucho más ecléctico. Mucho más abajo había vetas dispersas de planchas de hierro, arcilla y tejados oxidados de chapa ondulada, salpicados aquí y allá, sin embargo, por algunas hileras aisladas aunque ordenadas de edificios altísimos y ultramodernos. Enhebradas entre aquellas zonas de contrastes había filas rugientes de vehículos a motor de toda clase de fabricación. Y la ciudad solo estaba arrancando su ritmo matinal, por eso había colmenas palpitantes de humanidad, trabajadores sentados atrás en los mototaxis que serpenteaban entre los charcos formados por la lluvia nocturna y las alcantarillas desbordadas. Una extensión de la laguna centelleaba a lo lejos. La Suplicante se volvió y describió sus hallazgos al apóstol.

—Ahora quiero que mires más cerca de la altura a la que estamos en esta habitación. Deja que tu mirada se eleve desde esa ciudad en la que se encona, acércala a nuestra altura. Entre donde estás y ese cuadro frenético, ¿qué más hay?

La Suplicante no dudó:

—Basura. Montañas de desechos. Justo igual que el otro camino; era una pista con obstáculos ensartados por todo el camino hasta aquí. Puros montículos de los vertederos de la ciudad.

Davina pareció satisfecho.

—Sí, un estercolero. Lo atravesaste. Pero ahora estás aquí, ¿y dirías que estás en un estercolero?

La mujer negó con la cabeza.

—En absoluto, Papa D.

El apóstol asintió, al parecer otra vez satisfecho.

—Vuelve a cerrar las cortinas, por favor.

La Suplicante obedeció. La habitación interior debería de haber vuelto a su penumbra anterior, y ella esperaba tener que encontrar medio a tientas el camino de vuelta, pero no. Flechas multicolores, parecidas a las luces que marcan la salida de emergencia en el suelo de los aviones, dirigieron sus pasos hacia una sección distinta de la sala. Sin que le hiciera falta que el discurso de seguridad de una azafata la informase de su finalidad, siguió las luces. Terminaban en un taburete, tallado de forma exquisita. Le recordó a un taburete real de los ashanti que había visto en fotos.

—Siéntate en ese taburete. Tenemos que emprender un viaje, así que ponte cómoda.

En ese momento, fue el pastor quien se levantó.

—Hay muchos, incluyendo a compatriotas nuestros, que describen este país como un vasto estercolero. Pero, ¿sabes?, los que lo hacen quieren ser despreciativos. Yo, por el contrario, encuentro en eso felicidad. Si el mundo produce estiércol, el estiércol habrá que amontonarlo en alguna parte. Así que, si de verdad nuestro país es el estercolero del mundo, eso significa que estamos prestándole un servicio a la humanidad. Bien, eso es... perspectiva. ¿Quieres que te muestre otra cosa?

La Suplicante asintió.

—Le escucho con atención, Papa D.

—Bien. Desde el momento mismo en que me hablaste por teléfono, supe que no eras una suplicante corriente.

Tu voz llegó hasta mí como la de alguien ansiosa por aprender. Aconsejo a todo tipo de gente. Todas las facetas de la humanidad atraviesan esas puertas. Te sorprendería lo opuestas que eran las almas que se han sentado en ese mismo taburete, si eligiese contártelo.

La Suplicante sonrió con ironía, rechazando la oferta con un ademán.

—Papa Davina, por eso estoy aquí. Su reputación ha trascendido no solo en el país, sino en el continente.

—Ah, sí, tal vez.

—E incluso más allá.

—¿Ah? Cuéntame, ¿qué has oído? Los que han dirigido tus pasos hasta aquí, ¿qué dicen de Papa Davina?

—¿Por dónde empezar? —suspiró la mujer—. Bueno, permítame hablar del más reciente, el candidato de las Seychelles... Rezó usted por él y todo el mundo sabe el resultado.

Davina hizo un gesto de autodesaprobación con las manos, transformándolas en recipientes inertes que terminaban con las palmas vueltas hacia arriba, como atribuyéndole el mérito —y la gloria— a otro.

—Para ti he organizado una... perspectiva especial.

Mientras hablaba, Papa D. parecía disolverse en la penumbra periférica, pero la sala, de cuyas cortinas a duras penas había podido encontrar ella la apertura momentos antes, se fue bañando de una luz que poco a poco fue reemplazando la luz del día que acababa ella de tapar. Resultó ser solo el principio. Ante los ojos de la Suplicante, la parda sala de audiencias se fue convirtiendo en el país de las hadas. La mujer se quedó sin aliento. Su anfitrión, con un brazo extendido, parecía estar girando lentamente. En la mano tenía un aparatito plateado que también se movía, con el que iba trazando un arco cada vez mayor. Quedaba claro que estaba plantado sobre un disco giratorio oculto. Papa D. apuntó con el mando al techo y se hizo la luz. Después, se oyó otro clic casi inaudible y un gorgoteo de agua interrumpió el silencio; una hendidura en una roca que había surgido mágicamente se fue revelando como su fuente, un manantial cuyas aguas relucientes caían en cascada con caricia arrulladora y luego serpenteaban hasta meterse en una gruta donde se desvanecían para siempre. Una vista ondulada de colinas y valles, llanuras y mesetas, brillaba hacia horizontes distantes, mientras los tubos de luz suave que subían desde el suelo hasta el techo bañaban la sala con su lustre psicodélico. Poco a poco una hornacina fue brillando hasta hacerse visible, luego otra justo enfrente, luego una tercera a noventa grados y, para finalizar, una cuarta con la que terminó de aflorar una instalación tridimensional. Las hornacinas estaban espaciadas de manera uniforme, como emblemas de las casas de los cuatro puntos cardinales. En el suelo, hecho de pulidos paneles de madera, un gran mapa incrustado del zodiaco emprendió progresivamente su propia iluminación. Desde los lazos de cinta que remataban los arcos de cada hornacina, una espiral de humo ondeaba hacia abajo para después empezar a hacer volutas sobre los signos del zodiaco. A la Suplicante la envolvió una mezcla de inciensos.

En este adelanto, el escritor nos presenta a Papa Davina en medio de uno de sus rituales. | Foto: Alfaguara

Escuchó la voz de Papa Davina:

—Hablaba de otras perspectivas. Verás, si vives en un estercolero, por lo menos te puedes asegurar de estar en todo lo alto. Esa es la otra perspectiva. Es lo que separa a los que han sido llamados del rebaño corriente. Reside en el corazón del deseo humano.

La Suplicante suspiró. Había sido un largo trayecto hasta llegar a aquel momento, un trayecto de asombrosos contrastes y revelaciones, tanto físicos como mentales. Instruida en el protocolo preceptivo del profeta, se había embarcado en su cumplimiento completo, hasta el contenido del sobre rosa que había traído con ella y había colocado con solemnidad sobre una mesita que servía de altar en la entrada del edificio. Lo que estaba en juego no permitía ninguna desviación de los ritos de paso para la redención, un número que en condiciones normales le parecería degradante para su estatus social. Al fin y al cabo, le había llevado bastante tiempo, casi un año entero, organizar aquella audiencia, no era momento de poner en peligro su salvación. Por el camino había sorprendido a unos traperos mirándola furtivamente, transfiriendo la vista desde la ladera donde hurgaban buscando comida hasta el nido de águilas de Papa Davina, como diciendo: «Ah, sí, uno de estos días nosotros también cumpliremos los requisitos para subir esos últimos escalones empedrados y seremos admitidos ante la Presciencia». Habían oído de todo, habían oído historias sobre el interior mágico donde se hacían los hechizos de transformación que el exterior de muros agrietados y cemento resquebrajado no dejaba traslucir. Las noticias se filtraban y rozaban aquellas vidas anhelantes con insinuaciones de un destino distinto. Algunos echaban la quiniela religiosamente, otros jugaban a la Lotería Nacional anual y más, pero ansiaban el toque definitivo de varita mágica: la bendición de Papa Davina. Soñaban con el día en que ellos mismos subirían el acceso empedrado de veintiún escalones relucientes y serían escoltados ante Su Presciencia. Activos o soñando, atesoraban imágenes del esplendor del recluso, el mago conocido como Papa Davina.

La Suplicante agradecía que su hermana hubiese aportado religiosamente sus diezmos a la congregación de Papa Davina. No se conseguía una audiencia privada con Papa D. hasta después de por lo menos un año de asistir a los oficios al aire libre que daba abajo para todo el mundo, con un récord invicto de diezmos. Su hermana incluso le había transferido sus «cupones de redención». Había, por supuesto, excepciones para las urgencias. Para evitar cualquier restricción imprevista, el suplicante debía primero cubrir los atrasos anuales —entre otros honorarios— y un diezmo doble. Las urgencias cubrían vicisitudes como juicios en los que se necesitaba la intervención divina para ablandar el alma sádica del juez para que dictase la absolución total y a veces hasta sancionase a la acusación por abuso procesal y desacato.

Su propio aprieto no era nada tan drástico y, como algunos pacientes que son propensos a ir al médico, no iba sin haberse automedicado antes. El suyo era simplemente un caso de malas elecciones de negocios, una avalancha de mala suerte que persistió durante tres años y la llevó a tener pérdidas. Luego estaba el flagelo de los aranceles aduaneros sobre los bienes que apenas sobrevivían a la depredación de la considerable cantidad de piratas marítimos que ahora se apostaban en las calas orientales del país. Nada que no se pudiese compensar con la asignación de un pozo petrolífero. Aquello fue lo que la obligó a recurrir a Papa D.

Y ahora, por fin, estaba frente a frente con el Destino, un empeño cuya concreción anidaba en las manos del único guardián del profeta. Allí estaba el Jardinero de Almas —otro de los títulos de Davina—, con el brazo extendido como si empuñase el báculo de Moisés y su artilugio electrónico fuese una varita capaz de conseguir que una roca yerma entregase su secreto más preciado, procreador, sustentador de vida. Pero aquella era una época primitiva, en la que Moisés producía solo agua; el báculo del Moisés contemporáneo estaba ahora sintonizado con los surtidores de petróleo. El oro negro, enclavado bajo tierras de cultivo y estanques de pesca ancestrales. La perspectiva cambiaba con la modernidad.

Como si le leyera el pensamiento, el despliegue visual se magnificó en ese momento con el auditivo: los tubos sonoros y sibilantes de la música de órgano empezaron a ofrecer una composición que elevaba el espíritu. Aquello la transportó a tierras todavía inimaginables, a visiones de lo alcanzable. La voz de Papa D. juntó las emociones que habían brotado en la mente afligida y frustrada de la Suplicante y, en el momento elegido por él, la hizo bajar de las nubes.

—Hay un cajón en tu taburete, en el lado derecho. Ábrelo. Encontrarás una carpeta y una pluma. Una pluma antigua, no un bolígrafo. Abre la carpeta y saca una hoja.

La Suplicante obedeció. Tocó la carpeta con la mano y solo le hizo falta aquel roce para sentir el lujo de la vitela más fina.

—La importo directamente de Jerusalén —reveló Papa Davina, como resumiendo.

La Suplicante ya estaba convencida de que era el papiro en el que los ángeles habían escrito el Libro de la Vida.

—Escribe en ella lo que buscas —la invitó.