Historia musical
Así empieza ‘Los Hispanos: La historia original de los originales’ en la voz de su cofundador Jairo Jiménez
Escrita por Giovanni Rodríguez, esta es la historia de unos jóvenes que, sin proponérselo, se convirtieron en leyenda, las memorias de una cultura arraigada en lo más profundo de las emociones humanas.
Si usted ha escuchado “Cariñito” (un cover de Los Hijos del Sol) y “Boquita de caramelo”, entre muchas otras canciones que están bajo la piel de los colombianos y que retumban especialmente en épocas decembrinas, ha sido impactado por esta agrupación de pioneros cuya huella musical marca a este país pero también a gran parte de Latinoamérica.
Los Hispanos, orquesta colombiana de música tropical, fue fundada en el barrio San Joaquín de Medellín en el año 1964. Los creadores de esta idea fueron los hermanos Jairo y Guillermo Jiménez J., quienes interpretaban en su orden el acordeón a piano y la guitarra acústica, a la cual se le acondicionó un micrófono para convertirla en guitarra eléctrica.
Notando un vacío en lo que a narrar su historia y orígenes se refiere,, Giovanni Rodríguez se propuso contar su historia. Así introduce Rodríguez su libro y sus personajes. “Existen personas destinadas a labrar la historia. Llegan a este mundo, inocentes de su talento, mientras el destino dispone los recursos para su éxito. En un juego de probabilidades imposibles se imponen hasta hacer realidad sus sueños. Esta es la historia de unos jóvenes que, sin proponérselo, se convirtieron en leyenda. Estas son las memorias de una cultura arraigada en lo más profundo de las emociones humanas: en manos de los gestores del sonido que nos retumba por dentro, una agrupación que capturó con su música la magia de diciembre y consolidó el ritmo inconfundible de Colombia. Este es el relato de la vida artística de Los Hispanos, los reyes de una época inmortal”.
A continuación, por cortesía de Calixta Editores, compartimos los dos primeros capítulos de la obra.
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1. REGALO DE NAVIDAD
El pasado es un cofre de secretos enterrados bajo las capas del tiempo. A menudo, lo ignoramos y le dejamos a la memoria la tarea de rescatarlos como fragmentos de una existencia fugada. Sin embargo, basta con dirigir la mirada al pasado para descubrir sucesos que en el presente parecen imposibles. Todo pasó en una víspera de Navidad, hace setenta años, cuando un padre amoroso obsequió a sus dos hijos un presente en el que palpitaba su futuro. Un ‘traído’ de niño Dios, a veces cambia la vida. El destino en su silenciosa maestría y con el más discreto de los sigilos empezó a mover sus fichas en el tablero del tiempo.
Don Faustino Jiménez llegó, con su familia, a establecerse en el barrio San Joaquín de Medellín en la década de los sesenta, procedente de Aguadas. En esos alrededores se alzaba el estadio Libertadores y el templo religioso consagrado al mismo santo, por un sueño místico que tuvo el sacerdote de aquella época. Este es un periodo de la historia caracterizado por el fervor católico, que ejercía un papel central en la vida cotidiana, junto con: la pujanza, los valores familiares y la hospitalidad; conformando así los pilares fundamentales de la cultura paisa. Don Faustino cautivaba a propios y extraños cuando cantaba, pero no podía decirse lo mismo cuando tocaba el tiple sin cuerdas que tenía en casa. Lo tomaba como si fuera de oro y simulaba que las cuerdas producían música celestial que se acompasaba con su canto, remedando a Los Panchos, lanzándole estrofas románticas a su esposa Sara. Llevaba la música dentro de las venas.
Para esa Navidad, sus dos hijos, Jairo y Guillermo, recibieron un acordeón de ocho bajos. ¡Qué maravilla! ¿Qué era eso? Jairo nunca había visto nada igual y no tenía la más remota idea de cómo tocarlo, pero eso no fue impedimento para que en tan solo una semana lograra interpretar dos canciones, con una particularidad: en una época ajena al internet y a las redes sociales, los canales de conocimiento eran limitados y restringidos. Las personas tenían que aventurarse solitarias en el arte de aprender, la mayoría de las veces.
Es en este momento que el pasado nos aproxima al fascinante secreto de cómo trabajó la mente de Jairo Jiménez, a sus precoces seis años. Eran las vacaciones de fin de año y él se tomó muy en serio el tiempo necesario para explotar su interés. Y cómo no hacerlo, con ese objeto indómito, ese instrumento complejo, brillante, que hasta parecía que respiraba. Como suele sucederles a los genios, la curiosidad decidió conducirlo por la senda de la aventura y ese trasegar le transformó los adentros, pues agudizó sus sentidos obteniendo experiencias sonoras y táctiles que hoy, después de catorce quinquenios, siguen palpitando en su alma. Aquello que corría por las venas de don Faustino pronto afloraría en las de sus hijos, pero esta vez de una forma potenciada, de una manera asombrosa.
Intérprete e instrumento se fundieron en uno solo. En cuatro días pasó de la creación espontánea de música a la interpretación. Quedaron todos fríos cuando Jairo interpretó el cover de “Pénjamo” de Pedro Infante. Era indescriptible lo que sintió don Faustino al ver a su pequeño hijo tocar el acordeón, pero mayor fue su asombro al notar que Jairo tocaba al revés. Sostenía el instrumento de manera errada, con los botones en el lado incorrecto. Aun así, el instrumento era amable con Jairo, en la extrapolación de su alma encontraba los acordes correctos, dulce y diáfana melodía que arrancó lágrimas de los ojos de su padre. No hubo poder humano para enderezarlo, aunque era diestro –y aún lo es– solo podía tocar el acordeón de manera invertida, con la mano menos hábil sobre el teclado melódico y se quedó como acordeonista zurdo.
Guillermo también se aficionó con el instrumento, él sí lo cogió al derecho, recorriendo los pasos de Jairo y contando con su orientación, comprendió las escalas diatónicas, la digitación, entendió el movimiento del fuelle para enfatizar las notas, logró controlar la respiración y, como lo hizo su hermano, comprendió los demás movimientos básicos. Explotando su propia herencia artística consiguió dominarlo. Todo era empírico, todo era oído. Desayunaban, almorzaban y cenaban música. El instrumento, un traído de Niño Dios, como era frecuente en aquella época, fue la fuente de la curiosidad, la solidaridad y la exploración compartida.
Jairo y Guillermo eran muchachos levantados en el seno de una familia fervorosa, nunca pudieron tocar el acordeón sin antes rezar el rosario o ir a misa, primero estaba Dios. Un Viernes Santo ocurrió que Jairo se enfundó el instrumento para practicar y con el sonido de las primeras notas llegó su padre.
—¿Qué estás haciendo? ¡No, señor!, respete que en este día se murió el Señor.
Así era el fervor. Y, con obediencia, respeto y la admiración de los unos para con los otros, los hermanos Jiménez de San Joaquín se acercaron a la adolescencia con un primer bagaje musical, desarrollado a puro pulso, con métodos heurísticos y sensoriales, como talentosos autodidactas. A su temprana edad, la incipiente semilla plantada por un padre se arraigaba con profundas raíces, proveyendo el sustento para que en el futuro existieran Los Hispanos. Jairo empezaba un viaje de autodescubrimiento, superación y transformación. Los viajes que se inician en la infancia, por lo general, bien apadrinados, forjan héroes.
Bien lo dijo Hegel: «el arte es una forma particular bajo la cual el espíritu se manifiesta», pero hay que agregarle algo y es que también produce belleza, siendo el crisol de la expresión más pura y alta del ser humano. Jairo no sabía nada de eso, no destacaba en el colegio, de hecho, le iba regular tirando a mal, pero era un niño ejemplar y, sobre todo, un artista en potencia, con un prodigioso sentido del oído y una profunda empatía emocional. Transcurrió un lustro para que el viejo acordeón fuera destronado por uno de treinta y seis bajos. El abanico musical se expandió con la posibilidad de poder sacar más canciones.
Como consecuencia natural del poder de la música, se dio el instante mágico en el que se aglutinaron los amigos de la cuadra. Entre las responsabilidades del colegio, con la Iglesia, los partidos de futbol y la música, se tejieron lazos de amistad. Con el nuevo instrumento, los hermanos Jiménez empezaron a amenizar las reuniones de sus amistades, en el parque del barrio. El lugar más adecuado para no molestar en las casas de los vecinos. Por aquella época, las familias eran numerosas y en cada casa podían contarse al menos ocho muchachos, amigos y amigas todavía con el temple de la ingenuidad pintado en sus miradas. Jóvenes y jovencitas del barrio, el orgullo de sus padres, que nunca salían a la calle sin el debido permiso y se afanaban a cumplir sus deberes. Jugaban golosa y pañuelito rayando la calle, chucha cogida y escondidijo en la cancha, se entraban antes de que el reloj marcara las seis de la tarde. Como dirían los abuelos de hoy: criados con correa y amor –y a veces con rejo y chancla–, utopía caída en la obsolescencia.
Las parrandas del parque migraron a algunas casas con garaje para las celebraciones de cumpleaños. Melodías de Los Panchos, Agustín Lara, La Billo’s Caracas Boys y Pedro Vargas, entre otras celebridades, iluminaban los ánimos y zarandeaban los encuentros. Los concurridos jolgorios eran tan zanahorios que para una mente contemporánea serían absurdos, pero eso sí… la diversión corría por cuenta de la música, las travesuras y las conversaciones de colegiales que estaban a portas del mayor descubrimiento de sus vidas: su identidad. Todo empezaba a gravitar alrededor de la música igual que un juego, como si esta fuese un hilo invisible que atravesaba a las personas, las melodías, los instrumentos y las circunstancias. Pero Jairo y Guillermo mantenían sus aspiraciones futuras en otras haciendas, jamás sospecharon que ese hilo cosería el tejido de sus sueños y les otorgaría un papel protagónico en la escena cultural de su ciudad, del país y alcanzarían escenarios internacionales. Sus fantasías eran otras y solo destinaban la música para la chacota.
A Jairo y Guillermo se les unieron otros jóvenes con oído musical. Uno tocaba la raspa, hecha de cañabrava con ranuras, otro agarraba las maracas, el que no tenía mucho oído, se le daba un triángulo de la banda de guerra de la Bolivariana, con tal de ponerlo a tocar alguna cosa y no dejarlo botado. Entre risas y chanzas, y liderados por Jairo, se fue conformando una banda entre los amigos de la cuadra.
2. CONCIERTO DE NIÑOS
Hasta ese momento, la música que emanaba de sus talentos seguía el ritmo de los juegos, imitando las canciones más populares que sonaban en la radio. La historia cogió tintes versados con la llegada de don Jesús, un pintor de brocha gorda contratado por don Faustino para acicalar la casa. Al ver el famoso tiple sin cuerdas le dijo a su patrón: «hombre, yo soy profesor de instrumentos de cuerda». ¿Fue coincidencia que el anhelo que rondaba por la cabeza de don Faustino se materializara? Era la oportunidad para involucrar a sus muchachos de manera más seria en la música, y la aprovechó.
Guillermo optó por la guitarra, Jairo por la bandola y Esperanza, la hermana menor, se aparejó con el tiple sin cordaje al que le tuvieron que hacer su debido mantenimiento y poner las cuerdas. Los hermanos tuvieron la mejor disposición de aprender, pero daba la casualidad de que don Jesús siempre llegaba cuando Jairo y Guillermo estaban en medio de un partido de futbol o en el instante más importante de sus juegos. Suponga que está viendo por la televisión la final de la copa, a punto de patear los penales y preciso en ese momento le llaman para que saque la basura, abra la puerta o mire lo que está haciendo el gato. Una nimiedad comparada con la apoteosis de un partido esperado todo el año. En este caso puedes pedir tiempo, pero nunca esconderte, contrario a los hermanos Jiménez que corrían como gacelas escapando de un depredador. No es que para ellos tuvieran menor importancia sus clases, para entenderlo se debe reflexionar en el valor y la relevancia que tienen los juegos para un niño. Cuando veían a don Jesús en la ventanilla del bus que pasaba por la carrera setenta, se oía el eco de la voz de Jairo decirle a Guillermo: «¡Volémonos!». Esperanza no tenía guayos, las mujeres no jugaban futbol, ella muy hacendosa, recibía la clase de tiple. Por pura casualidad, de esas cosas que un mortal jamás podrá explicar, en muchas ocasiones, Jairo y Guillermo aparecían cuando don Jesús se despedía, pero algo aprendieron en los momentos en que no se pudieron volar.
Las escapadas tampoco fueron un obstáculo para su aprendizaje, el conocimiento musical estaba embebido en sus conciencias y les era tan natural como respirar, pronto sabían tocar los instrumentos de cuerda y lograron montar varias canciones que hicieron las delicias de don Faustino y uno que otro dolor de cabeza para doña Sara Jaramillo. Jairo tenía doce años, Guillermo diez y Esperanza ocho. Sus humanidades denotaban el candor de la niñez, solo en Jairo se esbozaba las luces de la adolescencia. Por esos días, en Aguadas, iban a inaugurar las bancas modernas del teatro; el nuevo mobiliario que era muy similar a las butacas largas y pesadas de madera que discurren en las iglesias.
El pueblo era la tierra entrañable donde la familia se había formado. Don Faustino y doña Sara eran aguadeños de cepa pura, su primer hijo también lo era, por lo que estuvieron conectados con los acontecimientos importantes, máxime, que don Faustino fue el dueño del Aventino, un café tradicional. Siendo el dueño, le tocaba viajar a Medellín a comprar los vinilos para ponerlos en la rockola, se entusiasmó con las historias cantadas en las voces de Gardel, Margarita Cueto y Juan Arvizu. Su hijo, Jairo, recordará que su padre soñaba que alguien le cantara esas canciones, pero nunca se imaginó que su hijo fuera a tocar un bajo, ni mucho menos, una guitarra eléctrica. Don Faustino desconocía esos instrumentos.
La inauguración de la nueva silletería convocó los medios culturales más importantes del momento, con los cuales el pueblo tenía nexos. El evento contó con artistas de Medellín y don Faustino, muy hábil, coló dentro del espectáculo a los tres Jiménez, sus hijos. El problema era que en el advenedizo grupo de niños no había un buen vocalista, eran buenos instrumentistas, entonces ocurrió que la vecina, doña Pepita, a punta de elogios y exageraciones infundadas, logró que se sumara al grupo su hijo: Oscar Ochoa. Lo admitieron porque, según doña Pepita, este joven cantaba como los ángeles y sabía tocar las maracas, otra mentira piadosa. El pobre muchacho, con el oído de un artillero, era capaz de atravesarse en una balacera; un electrocardiograma en pleno paro cardiaco tiene más ritmo, pero era el amigo y tenían que llevarlo.
Quienes asistieron a aquella presentación recordarán que se presentaron los humoristas: Montecristo y Hebert Castro. Además de unos conjuntos musicales profesionales. Los jóvenes Jiménez, con el acompañamiento de Oscar, interpretarían Isla de Capri. El escenario contaba con luz, pero a los cuatro pipiolos les daba la impresión de estar a oscuras. Al teatro no le cabía un alfiler y los espectadores, después de una seguidilla de aplausos, contuvieron el aliento, mientras doña Sara Jaramillo y don Faustino Jiménez contemplaban a sus hijos, aguantaron las lágrimas por ver sus retoños sobre el escenario. Esperanza, Guillermo y Jairo tenían las manos frías, el pulso desbordado y los corazones tan agitados que podían escucharlos dentro de sus oídos. Se preguntaban ¿cómo diablos habían llegado a ese lugar? ¿Cómo su papá los metió en eso? Una energía invisible les agarrotaba las manos y, paralizados, vieron al mundo congelarse. Las personas sonrientes, expectantes, mudas e inmóviles daban la impresión de estar en presencia de un cuadro, el óleo de una muchedumbre a punto de estallar en risas. A uno de los costados, dos figuras de aquella composición se movían, trémulos, por una alegría que no podía explicarse y tan entrañable que hizo a los niños recobrar los sentidos. Aun con ello, Jairo veía su pie derecho brincar. Era incontrolable, tenía voluntad propia, como un caballo encabritado a punto de fugarse de un establo.
Cuánta emoción
desbordó mi canción,
ansias de vivir
dulce recordar
de gratas horas pasadas
y revivir
en un beso un cantar.
Los hermanos Jiménez lo hicieron.
¿Cómo? No lo saben, pero al fin de cuentas lo hicieron. Asombrados recibieron los respetables aplausos de los presentes. Anticipándose casi un siglo a la primera emisión de La Voz Kids Colombia.