ARTE
¿Estas obras si son de los grandes maestros del arte?
El cuadro ‘Salvator Mundi’ no solo causó revuelo por los 450 millones de dólares que alguien pagó en su subasta: algunos expertos dudan que en realidad lo haya pintado Leonardo Da Vinci. No es el único caso.
Un Jesucristo sobre un fondo negro, vestido con ropas azules, mira directamente a quien lo observa. Su mano derecha parece dar una bendición y su mano izquierda sostiene una esfera de cristal. Lo llaman Salvator Mundi y desde hace dos semanas, cuando Christrie’s lo subastó en 450 millones de dólares, es la obra de arte más cara de la historia.
El exorbitante precio no sorprende. Según la National Gallery de Londres y expertos que la han estudiado desde 2005, se trata de una obra de Leonardo da Vinci –el genio del Renacimiento– que permaneció perdida durante casi dos siglos. Como solo se conservan unas 20 pinturas originales del florentino, que haya aparecido una nueva impactó al mundo del arte y movió el mercado.
Solo que los expertos no tienen un consenso total sobre su autoría. Algunos curadores e historiadores de arte afirman que la esfera de cristal no muestra un efecto de distorsión (un detalle importante para un científico como Leonardo), que el cuello no parece dibujado por un experto en anatomía, que el 90 por ciento del cuadro fue pintado en los últimos 50 años o que los sucesivos procesos de restauración la dañaron. “La pintura está absolutamente muerta –escribió, por ejemplo, el crítico Jerry Saltz–. Su superficie es inerte, barnizada, espeluznante, fregada y repintada tantas veces que parece simultáneamente nueva y vieja”.
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El cuadro original supuestamente proviene de 1500, más o menos al mismo tiempo que la Mona Lisa, y se dice que perteneció al rey Carlos I de Inglaterra, que estuvo en palacios como el Whitehall. Pero hacia 1700 se le perdió el rastro. Esta versión apareció en 1900 y por mucho tiempo fue considerada una copia libre atribuida a Giovanni Boltraffio, discípulo de Da Vinci. Volvió a desaparecer hasta que en 2005 la compraron en una subasta y, debido al mal estado, sus nuevos dueños la mandaron a restaurar. Ahí comenzaron las versiones de que se trataba de la obra original de Da Vinci. Algo que ‘confirmó’ en 2011 la National Gallery de Londres luego de pasar la pintura por análisis y pruebas en distintos laboratorios del mundo.
Lo cierto es que este tipo de discusiones son usuales. Como dice el crítico de arte Halim Badawi, “casi siempre existirá un margen de duda y diferencia de criterios entre un investigador y otro. Lo que se busca en estos casos es un consenso más o menos general, así siempre queden en el aire voces disidentes”. Y es que las pruebas químicas (como el carbono 14) o físicas, los análisis de rayos X y otros exámenes de laboratorio pueden ayudar a definir casi con mucha certeza de que época es una obra porque hay pigmentos (colores) o materiales (telas, maderas, brochas, etcétera) que solo se usaron en un momento de la historia.
Además, los artistas suelen tener características y marcas específicas, modos de trabajar o determinadas técnicas que conocen los historiadores y estudiosos. Así, por ejemplo, se descubrió que 12 obras atribuidas a Jackson Pollock, una de las figuras del impresionismo abstracto entre los años cuarenta y cincuenta, no eran suyas, pues uno de los amarillos no existía en ese momento.
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“Lo más complicado –explica Badawi– es atribuir directamente una obra a un autor específico (y que esta atribución esté libre de sospecha), especialmente porque muchos pintores trabajaban en talleres en los que participaban uno o varios discípulos en un mismo cuadro”. Eso es aún más difícil con alguien tan influyente como Da Vinci. Los pintores de su época lo tenían como referencia, lo copiaban y aprendieron sus técnicas. Incluso el llamado sfumato –una especie de difuminado que inventó el florentino–, que aparece en el Salvator Mundi, también lo aprendieron algunos de sus discípulos, incluyendo a Boltraffio.
Por eso, la polémica con esta obra se ha repetido con Rubens, Goya y Rembrandt, entre muchos otros. A comienzos de 2016, por ejemplo, causó inquietud una discusión entre el Museo del Prado, en Madrid, y el Proyecto de Investigación y Conservación del Bosco (BRCPD, por sus siglas en inglés), creado por holandeses, por la autoría de tres de las obras que el museo español presenta como ‘Boscos’: La mesa de los pecados capitales, Las tentaciones de san Antonio Abad y La extracción de la piedra de la locura. El BRCPD, luego de analizar la obra del artista por sus 500 años de nacimiento, determinó que no eran de él, sino de sus discípulos. El museo respondió defendiendo la atribución de las obras y criticando el estudio.
El mismo Prado estuvo envuelto en otra disputa académica por El Coloso, de Goya. A mediados de 2008, Manuela Mena, jefa de conservación del siglo XVIII del museo, anunció que tras un análisis al cuadro -alojado en la institución desde 1931- este era de uno de sus colaboradores. Varios investigadores pusieron el grito en el cielo.
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Hasta en Colombia hubo una discusión parecida. La revista Arcadia publicó en 2015 un artículo acerca de dos supuestas obras de Peter Paul Rubens, el reconocido artista germánico, incautadas a Hernando Gómez Bustamante, alias Rasguño, narcotraficante del cartel del Norte del Valle. Un análisis aparentemente superficial de las obras había determinado que una de ellas era de uno de sus discípulos y que la otra era un original tardío. La revista denunciaba que no se habían hecho pruebas químicas ni radiografías y pedía un análisis más certero, pues, de ser realmente originales, las obras podrían convertirse en parte del patrimonio artístico del país.
También hay que explicar que el hecho de que una obra no sea del autor, sino de sus discípulos o seguidores, no necesariamente las convierte en falsificaciones. “Por una falsificación entendemos algo que una persona pinta, pero firma con el nombre de un pintor conocido, para engañar –explica Ricardo Perdomo, coordinador de investigación en Ablac, una empresa colombiana que se dedica a estudiar la autenticidad de obras de arte, especialmente nacionales–. Pero hay copias certificadas por los artistas o versiones que una persona hace de las obras de quienes admira, y eso no es delito”.
Muchas de las discusiones por la autenticidad de las obras de arte, de hecho, no involucran falsificaciones, sino atribuciones mal hechas. En los años ochenta, por ejemplo, el gobierno holandés creó una comisión para estudiar las obras que entonces se consideraban originales de Rembrandt, uno de los grandes artistas del siglo XVII. Y concluyó que casi un tercio de los cuadros pintados entre 1635 y 1642 eran en realidad de sus discípulos. Eso llevó a que museos de todo el mundo cambiaran la atribución o descatalogaran pinturas como El hombre del yelmo de oro. También ha pasado al revés: varias obras atribuidas a discípulos del Bosco o de Rubens ahora se consideran de los propios artistas.
En el fondo, estas polémicas dejan en claro la importancia de los historiadores de arte y de los investigadores y expertos. Como dice Badawi: “El conocimiento sobre una obra es un bien intangible, es algo que no es inmanente a la pieza (o algo que podamos extraerlo de sus formas o colores), el conocimiento es extrínseco, es producto de la investigación de historiadores, críticos y curadores, es fruto del trabajo de archivo”. Y con ese conocimiento se puede hacer una diferencia gigante: en el caso del Salvator Mundi fue de varios millones de dólares.