CINE

Candelaria

El director Jhonny Hendrix Hinestroza hace un retrato de la relación entre dos adultos mayores situada en La Habana de los años noventa. **

Manuel Kalmanovitz G.
25 de agosto de 2018
Los cubanos Verónica Lynn y Alden Knight, muy reconocidos en su país, protagonizan esta cinta. Él llegó a la mitad del rodaje, pues el primer protagonista era Jesús Terry, quien murió antes de terminar la película. Hubo que repetir las escenas.

País: Colombia, Cuba

Año: 2018

Director: Jhonny Hendrix Hinestroza

Guion: María Camila Arias, Jhonny Hendrix Hinestroza, Abel Arcos Soto y Carlos Quintela

Actores: Verónica Lynn y Alden Knight

Duración: 90 min

No es fácil entender a qué le estaba apuntando el direc-tor Johnny Hendrix Hinestroza (Chocó y Baudó) en esta, su tercera película. De un lado, tiene elementos cargados de tiempo que, en sí mismos, son atractivos y resonantes. Pero, de otro, tiene una historia que no despega –o que despega en demasiadas direcciones, más bien– y que se queda en ese limbo desesperante de los indecisos que sin saber si ir a la derecha o izquierda se congelan en su puesto.

El asunto no es que no pase nada, sino lo contrario: pasa tanto que las expectativas se diluyen en una serie de tramas que parecen importantes y que se exploran diez minutos para después ser abandonadas, reemplazadas por otra historia a la que invariablemente le pasará lo mismo.

Aun así, hay elementos que alcanzan a resonar. Primero está Cuba, retratada como un lugar afuera de la historia, con calles y autos y un ritmo de otras épocas. Luego están los rostros de los dos actores principales que interpretan a Candelaria (Verónica Lynn) y a Víctor Hugo (Alden Knight), su marido: arrugados, expresivos, moldeados por el tiempo. También está el apartamento en que viven, espacioso y con paredes despintadas, que transmite una decadencia dulce y melancólica. Y, por último, una banda sonora en la que los elementos del son cubano se despliegan abstracta y sugerentemente.

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Situado en el Periodo Especial, esa época de incertidumbre que vivió la isla tras la caída de la Unión Soviética, la dimensión humana de las vicisitudes de ese entonces dan una idea de lo que Candelaria habría podido ser: una crónica de resignación y carencias, de hambre y resiliencia, en medio de una situación geopolítica insensible a los sufrimientos individuales.

La mujer trabaja en la lavandería de un hotel y por las noches canta con un grupo de son, aunque su marido no parece apreciar mucho esa labor (ahí habría otro filme). En el hotel, encuentra por casualidad una cámara de video que inexplicablemente decide no regresar y ahí los dos personajes comienzan a intercambiarse videos sexualmente insinuantes.

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De todas las películas posibles, esta, la más inverosímil y rebuscada, es la que termina primando (aunque en contrapunto con una historia de enfermedades intermitentes), pero es interesante la idea de una relación que logra superar la monotonía de años para recuperar parte de su dinamismo.

Al privilegiar esta historia, con toda su truculencia, la dimensión cotidiana de la historia de amor de los dos desaparece. Porque ¿qué pueden hacer las expresiones más sutiles de una larga vida compartida, con sus texturas y pequeños rituales, contra algo tan acaparador como las enfermedades y el sexo?

Como en otras películas colombianas, el problema acá no está en la falta de materia prima. Los rostros, las calles, los cuerpos son fuertes y están ahí. Pero ponerlos en una pantalla sin hilarlos robustamente y sin reconstruir con cuidado la manera en que se relacionan no los hace emocionantes ni desemboca en una experiencia esclarecedora o potente.

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Y la cosa no se queda ahí. Porque todos esos elementos individuales que no se activan verdaderamente terminan por hacer pensar no en su potencialidad, sino en la forma como se desperdiciaron.

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