CINE

Christopher Robin: un reencuentro inolvidable

Esta película, producida por Disney, vuelve al osito Winnie the Pooh y a su cohorte de amigos de peluche en un ejercicio contradictorio sobre lo que implicaba ser adulto en los años cincuenta. **

Manuel Kalmanovitz G.
4 de agosto de 2018
El escocés Ewan McGregor asumió el reto de darle vida al protagonista de la historia en su adultez. Los productores cuidaron que el aspecto de los muñecos se viera muy real.

Título original: Christopher Robin

País: Estados Unidos

Año: 2018

Director: Marc Forster

Guion: Alex Ross Perry, Tom McCarthy y Allison Schroeder

Actores: Ewan McGregor, Hayley Atwell, Bronte Carmichael

Duración: 104 min

Con una dieta excesiva de estrenos parece inevitable empezar a cultivar el cinismo y la desconfianza. Tanta cosa que se presenta como moralmente buena resulta ser nociva, descarada o una defensa solapada de una institucionalidad injusta, que, con el tiempo, la primera reacción ante cosas genuinamente sencillas e inocentes es de desconfianza. ¿Qué nos querrán vender con esta dosis de pureza?

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Aunque hay que decir que a veces el cinismo se estrella, que sucede que hay películas en las que la placidez es realmente placidez y la prevención, al frustrarse, termina avergonzada de haber tomado esa forma al crecer, de haber internalizado y automatizado la suspicacia. Eso fue lo que me pasó este año con Paddington 2, una cinta tranquila, inocente y buena que no movilizaba su tranquilidad, inocencia y bondad hacia ningún lado sospechoso.


La interacción entre Robin y los muñecos tiene momentos de dulzura, de desorientación, de un surrealismo leve y encantador, aunque todo esto se evapora súbitamente cuando el filme llega a su desenlace.

Christopher Robin parece ser un intento similar que, en su fracaso, tiene algo ilustrativo porque estas inocencias fallidas terminan por reforzar el cinismo, al revelar que el entretenimiento corporativo es inevitablemente corrupto –acá vamos de nuevo, desconfiando– porque ¿cómo no?

Esta película producida por Disney se basa en los personajes creados por el autor inglés A. A. Milne a partir de 1924, que incluyen al niño Christopher Robin (inspirado en su propio hijo) y los animales de peluche con los que juega, entre los que están el osito Winnie the Pooh, el cerdito Piglet, el tigre Tigger, un búho, un burro melancólico, un conejo y unos canguros.

Es un mundo apacible y relajado donde el tiempo se extiende como los días de verano, donde hay pícnics larguísimos y donde las palabras mal pronunciadas no pierden su sentido, sino que lo expanden juguetonamente.

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La idea básica de la película es que Christopher Robin (Ewan McGregor) ha crecido y vive atareado, trabajando en una empresa que hace maletones de cuero que le exige un ajuste presupuestal imposible. Tan atareado está que no puede bailar con su esposa (Hayley Atwell) ni jugar con su hija (Bronte Carmichael).

En medio de ese trajín, Winnie the Pooh lo busca porque sus compañeros de juego se han perdido en su bosque y Robin, a regañadientes, accede a regresar a su mundo de infancia para solucionar el asunto.

Las animaciones en 3D de los muñecos son impresionantes, logrando al mismo tiempo recrear la textura inorgánica del peluche o la tela y cargándolos de expresividad, y durante buena parte de la película queda claro el alto precio espiritual y mental que exige integrarse al mundo adulto.

La interacción entre Robin y los muñecos tiene momentos de dulzura, de desorientación, de un surrealismo leve y encantador, aunque todo esto se evapora súbitamente cuando el filme llega a su desenlace, cuando los líos laborales se solucionan recurriendo al capitalismo más masivo. Aún siendo una película infantil, estamos ante una resolución descabellada que contradice su propia premisa. Así, ¿cómo no reafirmarse en las dudas corrosivas sobre esa semblanza de inocencia que nos vende el cine más global, industrial y desalmado?

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