In Memoriam

Con “Medio centímetro de tristeza” SEMANA le rinde homenaje a Juan Forn

El editor y escritor argentino -conocido por libros de cuentos como “Nadar la noche” y novelas como “Frivolidad” y María Domecq”- murió el pasado 20 de junio a los 61 años. SEMANA lo recuerda con un fragmento de una de sus crónicas.

Juan Forn
21 de junio de 2021
El escritor argentino Juan Forn.  Crédito: Alejandra López. Cortesía de Editorial Planeta
El escritor argentino Juan Forn. Crédito: Alejandra López. Cortesía de Editorial Planeta | Foto: El escritor argentino Juan Forn. Fotografía publicada por el Ministerio de Cultura de Argentina en su cuenta de Twitter.

Medio centímetro de tristeza

Había una vez una princesa que fue a ver a Freud para no suicidarse. Tenía cuarenta y cuatro años, la habían criado para casarla bien, la habían casado con el príncipe heredero de la corona de Grecia y Dinamarca, que resultó ser un homosexual rampante, y desde entonces llevaba veinte buscando desesperadamente alcanzar “la volupté” (como llamaba al orgasmo) con diferentes amantes, que la habían despreciado por frígida. Freud registró enseguida la calidez humana debajo del título nobiliario, la angustia sexual y la desesperación suicida de la princesa, y logró hablarle como nunca nadie le había hablado. Sin embargo fracasó con ella, según los anales del psicoanálisis.

Logró que no se suicidara, sí (la princesa Bonaparte murió de muerte natural a los ochenta años, en su residencia de verano de Saint Tropez, sin haber probado jamás el sabor de la volupté, según propia confesión). Logró incluso que la dama encontrara un sentido a la vida, y un poco el problema está ahí, para los anales del psicoanálisis: porque luego de paciente, la princesa Marie Bonaparte se convirtió en discípula de Freud y luego en terapeuta, dedicó sus desvelos y su fortuna a difundir el psicoanálisis en Francia, sacó a Freud y su familia de Viena y los instaló en Londres, pagó de su bolsillo la edición de las obras completas de su maestro en alemán, tradujo ella misma algunas al francés y solventó durante años la Sociedad Psicoanalítica de París. Pero su terapia con Freud, y su figura, son una aberración para los anales psi, y ni les cuento para las feministas.

Marie Bonaparte era bisnieta del hermano libertino de Napoleón. Los oropeles eran sólo simbólicos, a esa altura de la familia: el padre de Marie era un vulgar burgués común y corriente hasta que se casó con la heredera del casino de Montecarlo, pero aspiraba a lo más alto para su hija: alguna de las casas reales europeas. Marie perdió a la madre al mes de nacer. El padre la puso en manos de institutrices y se retiró a la otra punta de su mansión, pero dejaba a la niña ir a curiosear al gabinete donde él daba rienda suelta a su afición: una cruza un poco macabra entre la etnografía y la biología (pagaba expediciones al África, tenía en su estudio la calavera de Charlotte Corday, la asesina de Marat, y el cuerpo disecado de una mujer prehistórica).

Una de esas tardes en el gabinete, Marie le dijo que quería estudiar medicina. El padre le contestó que su destino era el altar, no el aula. Ella se casó, le dio a su padre un título de nobleza y dos hijos a la corona griega, y a continuación se entregó en vano a diferentes amantes (ella misma escribió sobre ellos, así que se los puede nombrar: Leandri, el edecán corso de su padre; Aristide Briand, el primer ministro francés; Rudolph Löwenstein, el psiquiatra que la derivó a Freud; y el cirujano Halban, del que hablaremos en breve). Cuando nada de eso funcionó, se armó en su propia casa un gabinete parecido al de su padre y se sentó a estudiar su problema: haciéndose pasar por médica en distintos hospitales de París, logró 243 testimonios y mediciones anatómicas de mujeres que confirmaron su presentimiento hasta entonces inmencionable.

La frigidez, descubrió, se debía a que su clítoris estaba a tres centímetros de su vagina. El problema era anatómico. Las mujeres que tenían el clítoris a más de dos centímetros y medio de la vagina eran frígidas por eso. Es decir que había solución quirúrgica. Para demostrarlo, se sometió ella misma a la prueba: le pidió al doctor Halban en Viena que le desplazara el clítoris medio centímetro hacia abajo. La operación se hizo, los resultados fueron nulos. La princesa lo consideró un mero error quirúrgico y pidió a Halban que la operara otra vez.

Freud escuchó con espanto el relato de la princesa. En vano intentó hacerle ver que estaba enjaulada en la etapa fálica, que la atención al clítoris era mera nostalgia del pene, una forma de no asumir su condición de mujer. Sólo logró evitar que la princesa se sometiera a quirófano por tercera vez, pero no pudo disuadirla del rol crucial del clítoris en la consecución de la volupté. Por diferencias mucho menores, Freud echó de su lado a un montón de gente. Pero a la princesa la bancó. Fue su amigo y su consejero, y también se confió a ella, le dio la bendición para que lo representara (y lo tradujera) en Francia, se puso en sus manos para que lo sacara de Austria, pidió que sus cenizas se guardaran en una urna griega que le había regalado la princesa.

Freud estaba refiriéndose a ella cuando escribió su famosa frase: “La gran pregunta que nunca recibe respuesta y yo no estoy capacitado para responder, después de treinta años de estudios sobre el alma femenina, es qué desea una mujer”. La muerte lo eximió piadosamente de leer los libros de su amiga, que empezaron a aparecer en los primeros años de posguerra. En esos libros, la princesa no supo trabajar con otro criterio que el de su padre: el del aficionado asistemático. Cuando teoriza es una catástrofe (Melanie Klein primero, Lacan después y las feministas más tarde, han escarnecido su summa teórica, el libro La Sexualidad de la Mujer), pero cuando es confesional, como en sus “Cuadernos Negros” (donde habla de sus amantes, de su madre muerta, de su infancia, de su angustiosa insatisfacción sexual), se expone con una franqueza que desarma.

Dicen que también como terapeuta era igual de heterodoxa: cuando partía con los primeros calores a su casa de Saint Tropez, recibía allí a sus pacientes, les daba alojamiento y los mandaba de vuelta a París con su chofer (atendía en el jardín, bajo un castaño: una chaise longue para el paciente, y ella detrás en un sillón de mimbre, tejiendo crochet). Durante la guerra salvó a más de doscientas personas antes de irse ella misma a Egipto.

Sus hijos dicen que fue flor de madre. Su marido, el príncipe helénico, la visitaba todos los años y le pidió que fuesen enterrados juntos cuando llegara la hora, porque nadie le daba tanta paz como ella. Fue generosa amiga de mucha gente y enemiga de algunos que no tuvieron piedad con ella (Lacan fue el peor). En su vejez confesó que el psicoanálisis le había procurado resignación, paz mental y la posibilidad de trabajar, pero que su vida estaba marcada por el fracaso y la añoranza de la volupté.

Así como Freud no llegó a leer los libros de la princesa, la princesa no llegó a enterarse del status de pionera que le adjudicaría poco después de su muerte la sexología. El Reporte Kinsey primero, y el de Masters & Johnson después, reivindicaron los estudios de Marie Bonaparte, en especial la importancia del clítoris en el orgasmo de las mujeres. También el descubrimiento del Punto G se lo debemos a la princesa: Ernst Grafenberg (el Señor G del Punto G) siguió sus anotaciones en busca de zonas erógenas en la pared frontal de la vagina. Pero lo que más me alucina a mí es que incluso aquel excéntrico trabajo de campo con 243 mujeres resultó asombrosamente preciso: los cirujanos plásticos de la actualidad que se especializan en reconstrucción vaginal fijan en exactamente dos centímetros y medio “la distancia armoniosa que debe haber entre el clítoris y la vagina”. Incluso esa leve versión de la volupté –la de tener razón– le fue negada en vida a la princesa Marie Bonaparte.

*La noche del 20 de junio, el Ministerio de Cultura de Argentina informó sobre la muerte del escritor con las siguientes palabras: