CULTURA
Cuando el maestro Fernando Botero, el de “las gordas de Botero”, contó por qué su arte lo hacía mejor si vivía fuera de Colombia
México, Nueva York, París, Florencia y Piestrasanta fueron algunos de los lugares más frecuentados por el artista. Este último se constituyó en su casa predilecta.
Tal vez lo mejor de las pinturas de Fernando Botero es que no necesitan explicación. Esos generales hinchados, que parecen a punto de reventar entre el uniforme verde oliva; esos obispos enrasados de globo, a los que el artista agrega el detalle tierno y perverso de una inesperada bizquera; esas gordas desnudas entre cuyos muslos de rinoceronte aparece el púdico mechoncito negro; esos toreros abotagados que posan entre un grupo resplandeciente de colores y formas macizas y definitivas: nada de eso necesita explicación. Las figuras de Botero están ahí. El público no necesita recurrir a los altos oráculos de la crítica para que le expliquen un poco de qué se trata.
El arte de Botero salta a la vista; como ciertos avisos de finca raíz, constituye una invitación a que los intermediarios se abstengan. La exposición de 130 obras —óleos, dibujos y esculturas— ha paseado por varias ciudades de Europa. La quinta parte de estos cuadros es propiedad del artista, quien confiesa que “hace veinte años me dolía mucho no vender, y ahora me duele mucho vender”. Otros pertenecen a museos, galerías y coleccionistas privados, entre los cuales Botero se ha convertido en el pintor latinoamericano más cotizado. El pasado mes de mayo algunas obras menores se vendieron en Christie’s de Nueva York por entre 132.000 y 209.000 dólares. Los cuadros más importantes del mismo autor superan el cuarto millón de dólares.
Y, sin embargo, Botero no es tan solo un pintor para coleccionistas de ceja levantada. Reproducciones de cuadros suyos, recortadas de revistas o periódicos, están pegadas en talleres de mecánica en su tierra natal, o en cuadernos de muchachas universitarias. A los 54 años y con una estampa atractiva, mezcla de pintor y latin lover, Botero es, como el premio nobel García Márquez y como algunos ciclistas, boxeadores y futbolistas, un héroe nacional en Colombia.
Como ocurre con muchos creadores latinoamericanos, su mundo está lleno de paradojas. Una de ellas es que su pintura, cuyos trazos hiperbólicos y colores fuertes tienen inconfundible sabor popular, procede de los maestros del Renacimiento. El escritor italiano Alberto Moravia señaló que Botero “podía haber llegado directamente a una especie de estilo naif”, pero al final “llegó a la deformación obesa a través del estudio e imitación de los clásicos (Velázquez, Goya, Rubens, Durero, Della Francesca, Giorgione, Mantegna, etc.)”.
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Para poder pintar lo que pinta y de la manera como lo pinta, Botero pasa tanto tiempo estudiando prostitutas y toreros como óleos magistrales en el Museo del Prado. Es muy diciente que el cartel de presentación de su exposición en Madrid sea un autorretrato del artista disfrazado de Velázquez.
Otra paradoja es que el más latinoamericano de los pintores actuales haya vivido muy poco tiempo en Colombia. Botero nació en 1932 en Medellín; empezó a pintar “en serio”, como él mismo dice, a los catorce años; y a los veinte ya estudiaba en Madrid. Desde entonces ha vivido en México, Nueva York, París y Florencia. Actualmente reparte su tiempo entre la capital francesa, Nueva York y Pietrasanta, una villa en la Toscana, Italia. Pero viaja una o dos veces al año a Colombia y se mantiene enterado de cuanto ocurre en su patria.
Para Botero, vivir en el exterior y ser entrañablemente latinoamericano no es una contradicción. Por el contrario, puede ser la única manera de interpretar artísticamente el entorno del que salieron él, su estilo y sus pinturas.”Vivir fuera no produce desarraigo”, dice Botero. “Creo, más bien, que es la mejor manera de mantener la distancia para evitar que el arte se acartone. La realidad es aplastante y cuando uno la tiene enfrente resulta más difícil transformarla y darle un toque mágico, que es el toque característico de la literatura y el arte latinoamericanos”.
Como Botero, son muchos otros los escritores y pintores que han creado en el exterior. Unos pocos ejemplos: el pintor venezolano Jesús Soto, el novelista argentino Julio Cortázar, el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante y el propio García Márquez. “Pienso —comenta Botero— que a ellos les sucede lo que a mí: yo no podría trabajar con efectividad si viviera dentro de mi país. El mal llamado exilio permite rebajar la tiranía de los objetos sobre el artista y tener más libertad de imaginación”. Afirmando un pie en América Latina y otro en Europa, Botero encontró su personalísimo estilo.
“En pocos artistas contemporáneos —indica el escritor peruano Mario Vargas Llosa— se advierte mejor esta ambigüedad latinoamericana —ser y no ser occidental— que (hay) en Fernando Botero”.
Botero calcula que ha pintado más de 2 mil cuadros y esculpido un centenar de esculturas. En París pinta porque considera que la luz, “fría y gris”, es “extraordinaria” para un pintor; en Nueva York dibuja, porque la luz es “dura y violenta”; en Toscana esculpe, porque la región tiene una tradición secular de vaciado de bronce. Y en Bogotá cumplió un efímero paréntesis como escritor, del cual quedan ocho interesantes cuentos, alguna vez que anduvo mal de luz y mal de fiestas.
El común denominador de sus obras son las formas exuberantes. Lo que los colombianos llaman con afecto “las gordas de Botero”. Esa exuberancia, según él, es típicamente latinoamericana. ”El arte latinoamericano —dice— ha sido barroco. Ya el arte colonial mostraba unas obsesiones con el cuadrado, la forma más exuberante y absoluta. De hecho, la gente allí es barroca en su personalidad, en su manera de reír, de hablar, de mentir, de exagerar. Es que el arte es una exageración, una exaltación de la vida, y no le va muy bien lo justo”.
En 1955, después de pasar varios meses en Italia estudiando a los maestros del Renacimiento, Fernando Botero realizó una exposición que fue un fracaso. En 1960 llegó a Nueva York con sus cuadros figurativos y expuso en una galería local. Esa muestra también fue un fracaso. En 1967 presentó una colección de pinturas en Madrid, y no vendió un solo cuadro ni apareció una sola crítica en la prensa. Treinta y dos años después de aquel primer fracaso, y 20 después del último, las cosas han dado un vuelco. Botero ha logrado reunir en vida tres ventajas esquivas que no siempre se dan juntas: prestigio, popularidad y dinero. Un triunfo redondo, por decirlo a su manera.