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Desde el exilio

Capítulo del libro Desterrados de Alfredo Molano, donde el autor relata cómo empezó a estudiar la historia de un país lleno de gente que por generaciones ha sido víctima del desplazamiento.

5 de noviembre de 2001

Decidí escribir este libro cuando abrí la puerta del piso al que llegué en Barcelona una tarde triste y oscura de febrero, hace cerca de tres años. El silencio me golpeó la cara, y el vacío --lo confieso-- hizo vacilar mis convicciones. Atrás quedaban los pronunciamientos con que enfrenté, ante mis lectores y ante mis hijos y mi gente, las amenazas de muerte firmadas por los paramilitares, amenazas que no fueron las únicas ni las más peligrosas. El paramilitarismo es una vieja estrategia de un sector poderoso del establecimiento, que ha contribuido a impedir que prospere una salida civil del conflicto armado. En Colombia casi todo campesino puede decir que su padre, o su tío, o su abuelo fue asesinado por la fuerza pública, por los paramilitares o por las guerrillas. Es la diabólica inercia de la violencia, que desde antes de 1948, año del asesinato de Gaitán, ha dejado más de un millón de muertos.

Sin embargo, mi exilio se remonta al tiempo en que arrumé los libros, dejé de escribir informes técnicos y abolí la pretensión de entender nuestra realidad desde un escritorio. El rompimiento se produjo cuando a comienzos de los años ochentas me topé con una anciana que me contó su vida que había sido una continua huida. A sus abuelos se los habían llevado las tropas liberales "en las guerras grandes del novecientos, y nunca más se supo quién ganó esas batallas porque jamás regresaron". Su relato era tan apasionante, que los tratados de sociología y los libros de historia patria dejaron de tener el sentido que antes tenían para mí. Entendí que el camino para comprender no era estudiar a la gente, sino escucharla. Y me di obsesivamente a la tarea de recorrer el país, con cualquier pretexto, para romper la mirada académica y oficial sobre la historia.

La gente me contó mil cuentos. En todos había --y hay-- un elemento común: el desalojo por razones políticas, pero con fines económicos. A los campesinos los acusaban los ricos de ser liberales, o conservadores, o comunistas, para expulsarlos de sus tierras y quedarse con ellas. Siempre las guerras se han pagado en Colombia con tierras. Nuestra historia es la historia de un desplazamiento incesante, sólo a ratos interrumpido.

Escribí lo que veía, lo que me contaban; unas veces grababa, otras tomaba notas, e inclusive apelé al video. Pero los relatos, a pesar de recurrir al lenguaje de los viajeros del siglo XIX, llegaban a poca gente, a muy poca. El tiraje de libros en Colombia no supera --salvo algunas excepciones-- los tres mil ejemplares. Yo andaba insatisfecho. El mundo que los campesinos me mostraban llegaba al mismo círculo de siempre. Fue así como, metiendo primero un dedo, luego la mano y por último el brazo, llegué a los periódicos.



Al principio creo que la gente me leía con una mezcla de estupor e incredulidad, pero poco a poco fue cogiéndoles afecto -o antipatía- a los personajes que describía en mis crónicas y reportajes, o en una columna semanal. Entonces tuve que enfrentar un nuevo problema: mientras más lectores se interesaban y defendían mis versiones sobre el país, más enemigos aparecían. El corolario fue que cada día mis viajes se hicieron más difíciles. Los relatos, por simples que fueran, eran de hecho una denuncia contra un terrateniente, un gamonal político, una autoridad "competente", un capitán del ejército, un comandante guerrillero. El círculo se estrechaba de semana en semana. Mis viajes también eran riesgosos debido a que las áreas de cultivo de coca y amapola, las zonas de colonización, las fronteras que yo frecuentaba, se veían cada vez más ensangrentadas. El enfrentamiento de un orden formal --impecablemente jurídico-- con un país real que no cree sino en sí mismo, se da allí con toda su violencia. No eran sólo los colonos los que encontraban en la sustitución de cultivos tradicionales por cultivos ilegales un modo de vida. La guerrilla encontró en los empresarios del narcotráfico una fuente amplia de extorsión, y las autoridades militares y de policía se lucraban a manos llenas con la represión del fenómeno. En ese río turbulento todos pescaron; nadie, a la hora de un juicio, podría tirar la primera piedra, pero algunas personas comenzaron a tirarlas. Los culpables éramos los que veíamos el problema y los que lo denunciábamos, los que entendimos el fariseísmo que se escondía acusando solamente a los guerrilleros de ser narcotraficantes, cuando la verdad era y continúa siendo que la guerrilla financiaba parte de sus actividades con el dinero que obligaba a pagar a los grandes capos.

Por aquella época, el gobierno de Samper me nombró asesor externo del Consejero de Paz, un puesto que me permitía dar mis opiniones sin que ellas me comprometieran con la política gubernamental. Había posibilidades de que la guerrilla entrara en conversaciones y así nos lo dio a entender. La única condición era despejar el municipio de La Uribe, una región emblemática para las FARC. El gobierno, hechas las consultas políticas, se mostró dispuesto a hacerlo, y entonces se atravesaron dos obstáculos: de un lado, la crisis relacionada con los dineros calientes en la campaña electoral de 1994, que puso al presidente Samper a la defensiva, y de otro lado, la licencia que el gobierno dio para armar civiles que colaboraran con las Fuerzas Armadas. Esta medida equivalía en la práctica a reforzar el paramilitarismo a través de la organización de grupos armados -las "Convivir"- pagados por los latifundistas, muchos de ellos narcotraficantes. Estas circunstancias comenzaron a debilitar el acercamiento con las guerrillas y a hacer más difícil el despeje que pedían.

Yo continuaba publicando una columna de opinión en El Espectador, en la que denunciaba las masacres de los paramilitares, criticaba al gobierno por su debilidad frente al proceso y, sobre todo, señalaba la creciente autonomía del poder militar frente al civil como el origen del mal. Veía además que la esgrimida doctrina de la "narcoguerrilla" llegaría a ser nefasta para la paz en Colombia. El término había sido acuñado por un embajador norteamericano en Bogotá, y proclamado como verdad absoluta por los militares, por la derecha de ambos partidos y, sobre todo, por los medios. Las posiciones críticas que adopté me ganaron la animadversión abierta de la derecha y de los militares, que comenzaron a señalarme como defensor intelectual de la guerrilla. La verdad era que yo exponía públicamente lo que había visto y sabido en las zonas de colonización donde se cultiva la coca y la amapola. Denunciaba tanto la extorsión de la guerrilla como los vínculos de los militares con los narcotraficantes, y de éstos con los paramilitares. Fue una pelea desigual que, debo reconocer, fue posible dar gracias a que el gobierno nunca me impidió opinar libremente, inclusive contra muchas de sus tesis. Por su parte, El Espectador no suprimió de mis columnas ni siquiera una coma; antes bien, me enseñó a ponerlas .

En esos días la guerrilla copó una base militar y se llevó a cien soldados presos. El gobierno se debilitaba rápidamente. La Iglesia, los gremios, los medios de comunicación y, naturalmente, los Estados Unidos, cerraban filas en su contra. Samper tambaleaba. Yo continuaba tratando de decir que el problema del país no se resolvía debilitando al Estado, sino iniciando negociaciones de paz. Insistía en que el mayor obstáculo era el hecho de que el poder militar no le obedecía al civil, y que en esta fractura se fortalecía el paramilitarismo. Mis artículos se hicieron muy críticos, en particular contra los paramilitares, que crecían masacrando campesinos, incendiando pueblos y asesinando selectivamente defensores de derechos humanos, crímenes cometidos todos en la más absoluta impunidad. Comencé entonces a recibir amenazas firmadas.

En la primera, a raíz de una columna que escribí en El Espectador sobre la naturaleza del paramilitarismo, su vínculo con los narcotraficantes, con los latifundistas y con el Ejército Nacional, se me calificaba de paraguerrillero en los siguientes términos: "Si la guerrilla no respeta a los miembros de los partidos políticos de derecha, tampoco nosotros podremos respetar a los subversivos enquistados en los estamentos gubernamentales". Me di cuenta de la gravedad de la situación y de que yo había tocado fibras muy sensibles. Mis enemigos me leían con atención y sentí que trazaban un límite. Lo ignoré, y con dificultades continué viajando por el país, oyendo a la gente, conociendo sus problemas, que ya comenzaban a convertirse en tragedias, sobre todo en el caso del -hasta entonces- millón de campesinos desplazados por el terror. Me afectaron en el alma los asesinatos de amigos ambientalistas con quienes defendíamos los páramos, las selvas y los ríos de la expansión ganadera y denunciábamos los efectos mortales de la fumigación de los cultivos ilícitos; de los abogados que se apersonaban de la causa de los derechos humanos; de los indígenas que habían caído por exigir el respeto a su tierra y a sus tradiciones, y de los periodistas que investigaban las desapariciones forzadas, los secuestros, las masacres. Escribí una columna donde, a pesar del miedo, dije: "Llegó el momento de aclararle al país cuáles son los vínculos entre el establecimiento, el Estado y los paramilitares, y de entrar a saco contra todo lo que ha impedido el ejercicio de la democracia y de la oposición civil. Todo lo que está pasando da miedo. Y escribirlo da más, pero hay que aguantárselo."



A causa de las amenazas, ya públicas, me llamó a su despacho el comandante del ejército para ofrecerme protección. Ordenó que se establecieran las condiciones de mi seguridad para garantizarme la vida. En efecto, una comisión visitó mi casa y concluyó que debería arrancar todos los árboles que la rodeaban, instalar reflectores, alarmas, garitas, usar carro blindado y conseguir guardaespaldas de día y de noche. Sobra decir que ninguna de estas medidas sería costeada por la seguridad del Estado.

Unos meses después, posesionado el nuevo gobierno, insistí en que el presidente Pastrana, a pesar de sus buenas intenciones, no lograría avanzar por el camino de la paz si no confrontaba con determinación a los paramilitares. Advertí, sí, que de hacerlo de una manera real, corría el riesgo de dividir a las Fuerzas Armadas, puesto que era inexplicable que los paramilitares actuaran con la impunidad con que actuaban. No había acabado de firmar el artículo cuando recibí un regalo: El libro negro del comunismo, la conocida y rigurosa investigación realizada por el equipo de la RNC, con una dedicatoria manuscrita en la que se me decía de una manera enigmática que "la historia reserva un lugar adecuado para quienes la trazan y otro para quienes la tuercen". Tres días después recibí una nueva carta en la que me advertían que los paramilitares no eran "desmontables", como yo lo pedía, pero en cambio ellos sí estaban dispuestos a desmantelar la "paraguerilla" que les hacía más daño a las instituciones que los mismos guerrilleros. Esta comunicación fue respondida por El Espectador en su editorial: "El objetivo de las autodefensas es silenciar las voces que las critican y alcanzar un reconocimiento político para tener acceso a la mesa de negociaciones". El paramilitarismo reviró de inmediato: "Tenemos pruebas fehacientes de que el señor Molano hace parte de la parasubversión, que no es enemigo de las autodefensas sino de la nación y que es un francotirador intelectual parcializado en sus juicios y sesgado en sus análisis". Y remataba: "Señor Director, le reiteramos públicamente nuestro respeto por la libertad de expresión, la crítica y el disentimiento."

Esa noche, un 24 de diciembre, tomé la decisión de exiliarme. La embajada de España en Colombia me había ofrecido protección y viabilidad para establecerme en España. Desde que comenzaron las amenazas había previsto una salida semejante, pero era difícil saber cuando se cruza la raya. Yo sentía el peligro, aunque me empeñaba en ocultarlo; sabía que el precio era el desprendimiento de mis hijos, de mi gente y de aquello que uno va acumulando y que quiere entrañablemente: un caballo, un libro, un par de tenis. Sin embargo, los ojos de algunos amigos me decían a gritos que también ellos se sentían amenazados con mi presencia. Y cuando alguno me preguntó al saludarme: "Pero cómo, ¿y todavía estás vivo?", me sentí derrotado. Me confesé incapaz de hacerle frente a una nueva y grosera carta, esta vez anónima, que decía: "A usted se le debe dar sepultura lo más pronto. Si es comunista, es bandolero, y eso es sinónimo de terrorista, hijo de puta. Donde estés mal parado, las autodefensas te damos chicharrón."



Al día siguiente, sin despedirme de mis hijos, porque soy un hombre flojo, tomé el avión a España. No quise traer más que un par de camisas y unos libros. No deseaba echar raíces lejos de mi patria, así aquí no me sienta un extranjero. El exilio, a pesar de todos los dolores que ha significado, me ha enseñado a mirarle la cara a la soledad que siempre anda conmigo y a no tener más que lo que llevo puesto, para no perder la libertad de regresar a Colombia cualquier hora de cualquier día. Los sabores amargos del desarraigo cambian y a veces llegan a ser hasta agridulces, aunque hay un peso agobiante que se arrastra siempre de calle en calle, de noche a noche. Los primeros días no pude deshacerme de la sensación de ser el mismo niño que alguna vez mis padres dejaron al cuidado de una señora amiga --sin duda muy amiga--, que a la hora de almorzar comía salchichas con una voracidad que me hacía apretar las piernas. Llegué a Barcelona a vivir en un apartamento oscuro y de techos aplastantes en días de invierno gris y lento. Salía apenas lo necesario para comprar el pan, y volvía a mi cueva a escribir y, sobre todo, a llamar por teléfono.

Vivía cuarenta y ocho horas diarias: veinticuatro en el país y veinticuatro aquí. En las flores de los primeros cerezos volvió la vida a la Barceloneta, mi barrio, y un buen día, de madrugada, rompieron a sonar por todas partes tambores y trompetas. La gente salió disfrazada de lo que era --pescado, tigre, payaso, vampiro-- y por la noche, en la Plaza de San Miguel, hubo vacaloca y pólvora. Pero yo no estaba para fiestas y salí al mar, frío todavía --contradicción a la que no me acostumbraré--, a dejarme llevar por él, como cuando niño los ríos me llevaban a sus playas. Los círculos que el exiliado traza y recorre a diario son estrechos; se tiene ese miedo que los marineros antiguos le tenían al abismo, un miedo que encierra e impone una insoportable redundancia a los pasos. Tengo la certeza de que es la misma sensación que experimentan los colonos en las soledades de la montaña, y que poco a poco van derrotando a punta de rula, ganando terreno para cosechar y sobre todo para mirar bien lejos y saber quién llega. Como los colonos, fui también "fundándome", haciendo las paces con las paredes del apartamento, con las esquinas del barrio, con las calles de Barcelona, hasta que caí en cuenta de que ellas nunca me habían declarado la guerra. Entonces, una tarde, sentí deseos de comer banano --así no fuera producido en Urabá--; otra, de comprar una yuca africana y unas granadillas de Urrao, que había visto en una tienda de productos exóticos. No he sido nunca patriotero, o por lo menos no lo he sido al estilo del señor Caro --que por traducir a Virgilio nunca conoció el río Magdalena--, pero confieso que, desde lejos, hasta los bambucos me comenzaron a gustar. Echaba de menos a mi gente, las travesías por las cordilleras y los Llanos, y me hacían falta hasta mis enemigos.

Al país --como tierra, como querencia-- hay que aprender a distinguirlo --y verticalmente-- del sistema político que lo tiene como lo tiene. A fuerza de saludar --a veces sin respuesta-- al peluquero de la esquina y a la panadera, terminaron hablándome. Nos costó trabajo entendernos. Para mucha gente, los colombianos hablamos un castellano antiguo que no aciertan a saber dónde lo aprendimos. Pero el pueblo español --el bravo pueblo español-- es alegre, toma vino limpio, hace siesta y no ha olvidado las lentejas con sabor a pólvora que tuvo que comerse durante la feroz guerra civil. Pase lo que pase no repetiré la historia de los republicanos españoles, o de los luchadores chilenos y argentinos que salieron para volver en dos semanas, y regresaron --los que regresaron-- treinta años después. Lavando mis calzoncillos y persiguiendo las inaprensibles motas de polvo que se dan en las ciudades viejas, he redactado poemas de amor que nunca escribiré, encendidos discursos contra los crímenes del paramilitarismo y la complicidad de la fuerza pública --que algún día publicaré--, y pesadísimas polémicas con los sociólogos franceses --y sus epígonos-- sobre el significado de la sociedad civil. No diría que he repensado el país, pero he aprendido a saber la importancia --la muy poca importancia-- que tiene en estas frías latitudes. La virgen de los sicarios --esa maravillosa película de ese maravilloso libro--, por ejemplo, es vista por el público europeo como algo tan irreal --pero mucho menos divertida-- que Los Ángeles de Charlie. La dificultad para que en los periódicos en España publiquen un comentario sobre Colombia en lugar de la bazofia de siempre, untada de sangre y coca, se hace inverosímil. Sobre todo, dándoles tanto espacio a los estúpidos amores de la Jurado con su torero, que ya ni lo es. Escribir desde aquí sobre nuestras realidades es difícil. Implica no sólo atreverse a reconocerlas --ejercicio diario y siempre doloroso--, sino hacerlo sin respirarlas.

Leo y releo mis textos y suelo encontrarlos secos y llenos de esas trampas tendidas por la magia de las palabras, en las que se cae con tanta facilidad. Escribir sobre las realidades de Europa es aún más difícil porque casi todas carecen de resonancia en nuestro infierno. ¿Qué importancia puede tener para mí el Plan Hidrológico de España, frente a los cincuenta campesinos asesinados a machete en Chengue por los paramilitares? Leo los debates a que ese plan da lugar y me parece que están hablando de los fósiles de los microorganismos encontrados en un meteorito caído de Marte hace cien años. Hay noticias que nos afectan --las vacas locas, el renacimiento del racismo y hasta la suerte del Barça-- pero sólo me dicen algo aquellas que hablan sobre la solución a nuestra guerra. Estoy convencido de que un arreglo a las buenas, aun en medio de las malas, es cosa de vida o muerte para mí porque --además de la justicia que se le haría a la gente que siempre ha sido excluida-- es mi única posibilidad de regresar a Colombia sin tener que vivir rodeado de blindajes tan hostiles como inútiles, de poder volver a caminar caminos de herradura sin tener que mirar hacia atrás, y, sobre todo, de ve crecer a mi nieto. No me acomodaré nunca al exilio, aunque tengo que decir hoy que esa pequeña muerte, hecha siempre de ajenidades, no comienza con las amenazas de los enemigos sino con el silencio de los amigos.

No obstante, cuando mataron a Jaime Garzón admití que no podía regresar pronto, conseguí una mesa de trabajo grande, afilé la pluma y comencé a escribir este libro. Al terminarlo comprendí -agachando la cabeza en señal de profundo respeto- que el drama de mi exilio, a pesar de los dolores, es un pálido reflejo de la auténtica tragedia que viven a diario millones de colombianos desterrados, exiliados en su propio país. Creo, con ellos, que solo un acuerdo político profundo permitirá echar las bases de una auténtica democracia; la guerra no tendría resultado distinto a la dictadura de los vencedores.