LIBROS

Diez lecturas recomendadas para tiempos de aislamiento

Estas obras de varias épocas tratan directa o indirectamente el tema de las pestes, las pandemias, las enfermedades contagiosas y la reclusión. Muestran cómo la gente ha vivido estas catástrofes y recuerdan que siempre han existido y siempre han quedado atrás. La literatura no elude la realidad: ayuda a tomar distancia. Por Luis Fernando Afanador.

Luis Fernando Afanador
21 de marzo de 2020
La literatura no elude la realidad: ayuda a tomar distancia. | Foto: BBC

El desierto de los tártaros, Dino Buzzati. Esta es la gran novela de la espera. En la fortaleza Bastiani, erigida sobre un desierto, el teniente Drogo pasará 35 años de su vida esperando un ataque que no se produce. Es ascendido a capitán, “las nieves del tiempo platean sus sienes”, y sigue esperando. ¿A quiéntespera? ¿Quién es el enemigo? Lo ignora. Cuando el ansiado ataque se produzca, él no estará allí para saberlo. Una obra sobre la espera infinita que nunca nos aburre. Esa es su gran paradoja, no pasa nada y eso ejerce una gran fascinación sobre el lector. Como dice Frédéric Beigbeder: “Cuando estamos enamorados, esperamos que suene el teléfono. Cuando estamos enfermos, esperamos la curación. Cuando estamos muy enfermos, esperamos la muerte. Vivir es esperar a que nos ocurra algo”.

Voces de Chernóbil, Svetlana Alexiévich. En abril de 1986 explotó el reactor nuclear de Chernóbil. Una tragedia que no había conocido antes la humanidad, casi imposible de controlar y de entender. En 1997, la periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich, Premio Nobel de Literatura, escribió este libro, una crónica de aquel drama. Dándoles voz a los diferentes protagonistas de la tragedia, reconstruye lo sucedido y desmonta las mentiras y las maniobras de ocultamiento de las autoridades soviéticas frente a lo ocurrido. La verdad de los hechos se descubre por medio de testimonios que expresan vivencias concretas. Hablan los campesinos, los soldados, los técnicos, los científicos, los niños, los ambientalistas, la esposa del bombero, en una especie de coro griego que canta una tragedia y alienta la catarsis.

Diario del año de la peste, Daniel Defoe. El ilustrado y racionalista autor de Robinson Crusoe se propone hablarnos acerca de una epidemia que había asolado a Londres en 1665. Él escribe medio siglo después, con la distancia suficiente para ver lo que había sucedido y, también, sacar enseñanzas para afrontar un nuevo brote de epidemia que viene desde Marsella y que, al parecer, trajeron a ese puerto unos barcos sirios o turcos. Defoe empieza criticando las supersticiones relacionadas con la infección, tales como señales del cielo o de las estrellas –“Todo esto contribuye a demostrar hasta qué punto la gente estaba poseída de irrealidades”–, pero luego gana el presbiteriano que había en él y termina sermoneando e interpretando la epidemia como un designio divino para demostrar que todos los hombres son iguales ante la muerte. Más allá de sus contradicciones, esta obra es un poderoso documental que sigue vigente por sus descripciones. Un modelo de crónica y reportaje periodístico, como lo proclamaba García Márquez.

Ensayo sobre la ceguera, José Saramago. Esta novela, la obra mayor del nobel portugués, puede ser una metáfora de muchas cosas, pero es antes que nada una inmersión profunda en lo que es una pandemia –aquí, “la ceguera blanca”–, experiencia de la cual no se indemne. Para mal y para bien. Aflora lo peor de la condición humana –la codicia, la especulación en medio de la tragedia, la falta de solidaridad–, lo peor de los Gobiernos –las medidas represivas e ineficaces–, pero también aparece alguien que ‘ve’ en medio de la ceguera colectiva: “La esposa del médico”. Más que un símbolo de positivismo complaciente y compensatorio, un emblema de resistencia, una mujer inolvidable.

La perorata del apestado, Gesualdo Bufalino. Cuenta la experiencia vivida por Bufalino en La Rocca, un sanatorio durante el verano de 1946. De regreso de la guerra, este contrajo la tuberculosis y debió compartir un tiempo las esperanzas y las desesperanzas de sus compañeros de enfermedad. Con el padre Vittorio y su angustiosa religiosidad; con el Gran Magro, el mefistofélico médico y director del nosocomio; y, desde luego, con Marta, la hermosa y enigmática bailarina, con la cual tendrá una historia de amor. “Cuánto me repugna, cuánto la amo”. Sí, fueron días infelices, los más felices de su vida.

La peste, Albert Camus. A mediados del siglo XX, Orán, en Argelia, es una ciudad pujante en la que sus habitantes solo piensan en hacer dinero y relegan el ocio a un segundo plano. Inesperadamente, llega una peste que irrumpe sin avisar y sorprende a todos. La ciudad es declarada en cuarentena y queda sitiada entre los muros que la rodean. Se ven cientos de cadáveres en las calles. La vida cambia; aparece el miedo: “Hay los que tienen miedo y los que no lo tienen, pero los más numerosos son los que todavía no han tenido tiempo de tenerlo”. Y aparecen, también, los héroes, como el doctor Rieux, quien tratará de contener la peste y dejar constancia de que “hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”.

Poemas, Emily Dickinson. Esta poeta se recluyó voluntariamente en su casa de Amherst, Nueva Inglaterra, para componer sus poemas –con una música extraña, única–.Y desde allí, desde ese lugar que ella convirtió en privilegiado, contempló el universo y percibió su misterio. Leerla es un sosiego espiritual, una dicha que nos ayuda a sobrellevar nuestra porción de noche: “Saber llevar nuestra porción de noche / o de mañana pura; / llenar nuestro vacío con desprecio, / llenarlo con ventura. / Aquí una estrella, y otra estrella lejos: / alguna se extravía. / Aquí una niebla, más allá otra niebla, / pero después el día”.

Frankenstein, Mary Shelley. Este clásico supuestamente “trivial”, más del cine que de la literatura, no habría existido si no ocurre un desastre natural: la explosión del volcán Tambora en una isla de Indonesia que alteró el clima mundial. En Europa, en 1816, el verano nunca llegó, y la pareja conformada por Mary, una mujer de 19 años, y el destacado poeta romántico Percy Shelley, en compañía de Lord Byron y su amante, Claire, hermanastra de Mary, quedaron atrapados por el mal tiempo en una casa junto al lago Leman, en Ginebra. “En una de esas noches tormentosas”, Byron les propuso escribir historias de terror. A Mary no se le ocurría nada hasta que, después de una pesadilla, vio al doctor Frankenstein y a su horrible monstruo: un llamado de atención a la megalomanía de la ciencia.

Decamerón, Giovanni Boccaccio. En 1348, la peste asola a Florencia. Diez jóvenes –siete mujeres y tres hombres– huyen de la muerte y de la decadente ciudad asediada. Su refugio es una villa de la Toscana. Allí, su única entretención será contarse historias. Cada noche, durante diez días, eligen a un rey o a una reina que deberá escoger un tema para el día siguiente. Cada uno de ellos contribuirá con un relato, y así, en diez días, tenemos los 100 cuentos del Decamerón, “la obra de las 100 jornadas”. Historias alegres, vitales, pícaras, satíricas, que dan cuenta de la religión y el ancestral temor masculino ante el deseo de las mujeres. Cuando una época de oscuridad llegaba a su fin, un grupo de muchachos reafirma el erotismo y la vida a través de la palabra.

La montaña mágica, Thomas Mann. Hans Castorp, un joven ingeniero, hijo de comerciantes, visita a su primo Joachim, enfermo de tuberculosis –entonces una enfermedad incurable– en un sanatorio de Davos, en los Alpes suizos, donde se aislaban los pacientes para romper la cadena de transmisión de la enfermedad y donde hoy se reúnen los poderosos del planeta a decidir sobre nuestro destino. Castorp va por tres semanas, pero se quedará siete años: sin darse cuenta, lo irá envolviendo ese mundo de nieve y reposo, que oscila entre la vida febril y la muerte. Allí, en los rituales de la espera, el joven burgués descubre el amor, las ideas contradictorias y las perplejidades del tiempo. Una obra de iniciación y una de las primeras novelas modernas.