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‘El asedio animal’, de Vanessa Londoño: las bestias mutilan cuerpos, mutilan almas, y el dolor revolotea por dentro
Con un lenguaje que navega aguas líricas, la escritora bogotana ofrece en su primera novela una atmósfera subrepticia. Desde esta, los dolientes de las tragedias más brutales de este país las narran como una parte más de su inhumana e inevitable suerte.
En esta corta y muy profunda novela de la escritora bogotana Vanessa Londoño, el lenguaje es un vehículo que se exprime líricamente en nombre de dos visiones perpendicularmente desgarradoras: la de un país regido por dinámicas horribles y bestias que las imponen, imposible de enderezar, y la de sus víctimas mutiladas de cuerpo y espíritu, destinadas a vivir la pesadilla después de la pesadilla después de la pesadilla.
Este libro sobre violencias que aplacan desafíos con pesadillas en vida y humillación se siente demasiado vivo en Colombia, y para apuntalarlo apela a palabras profundas, a frases y párrafos de alma lírica.
En sus 121 páginas, lo que más me golpea de El asedio animal es la naturalización de los horrores que logra, tan entretejida en la narración, tan impactante desde esa cualidad fluida de pintar, quemar el cuadro y seguir narrando desde las cenizas “como si nada hubiera pasado”. El horror brutal es aquí casi un trasfondo, pero ha pasado. Se sabe que se nos lo va a narrar, que nos va a decir qué mostraba el cuadro, pero cuando lo hace siempre llega de imprevisto. Y marca un antes y un después en la pesadilla inescapable de cada personaje, un momento que le representa verse cercenado en cuerpo o espíritu, un episodio traumático en una cadena de episodios traumáticos, pero no el final o definitivo.
El marco de este relato de cuatro partes, cuatro narradores principales, y muchas almas y fuerzas involucradas, es un territorio, Hukuméiji, en el Bajo Mamey, una población cercana al río Don Diego y al mar Caribe. Por esas aguas del río, victimarios han llegado y han hecho lo indecible, por esas tierras los indígenas marcan su ley también. En este libro lo indecible se dice, y escandaliza pero revoloteando por dentro, anestesiado por el dolor y la prisión de sus consecuencias.
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A Hukuméiji llega una pareja buscando una india que lea manos, o mejor, los muñones de la mujer. Fue castigada por robar algo que no robó y la acompañamos en muchas sensaciones, pasadas y presentes, en las que lidia distinto con el proceso de imaginar tener aún sus miembros cercenados.
A ese territorio sin ladridos también regresó un soldado después de años, luego de ser desplazado de niño, para ser presa del terror y de la demencia de ver que a su padre le cambiaron su tierra por papeles sin valor alguno.
En las afueras de esa población, el pequeño Alaín es presa de un macabro escritor abusador luego de que su madre Fernanda Huanci retó el “orden natural” indígena al ponerse botas y se viera obligada a enfrentar a su justicia. Huanci dio argumentos de defensa basados en el sol, pero esas palabras maravillosas (lo son) no salvaron sus piernas o su vida.
En ese territorio, una joven mujer llamada Yarima también osó retar el orden establecido por un depredador sexual paramilitar desde el desafío y el deseo, y su banda se encargó de que ella jamás pudiera hablarlo.
Si golpea así, no es casualidad, y se agradece. Es un libro duramente sensible y crucial para reforzar la memoria corporal de los horrores que miles sufren, miles causaron y otros miles pretenden reescribir, ignorar o borrar. La escritora hilvana sus cuatro historias en un universo mineral, alimentado por granos del maíz empobrecidos y frutos semi podridos en el piso, que incluso en sus mejores versiones se ofrecían a la Iglesia antes que a los hijos hambrientos. Desde conexiones así, Londoño hace suya la mirada de una región arrasada por la barbarie enorme y pequeña, el microcosmos de lo que no deja dormir a un país consciente y el orgullo de la parte que celebrará y justificará siempre su patrocinio de infiernos.
El asedio animal enmarca pues, a su manera poética, desoladora y genuina, los escenarios que ocupan estas voces y los monstruos que enfrentaron estas víctimas y enfrentan ahora todas las que representan, de muchas poblaciones abandonadas a su suerte en este país. Por eso no dejan de provocar terror los personajes recurrentes como el escalofriante Torero, o el tipo de sangre helada y precisión que llamaban Jorobado y menos un tal Lásides, que en tierra de muertos puede vivir, lanzando frases sobre ciencia, filosofía y escribir libros, mientras da rienda suelta a su pedofilia. Paramilitares, trabajadores de paramilitares o familiares de paramilitares en las tierras que a terror despojaron, orinando y corroyendo la vida, que aún hacen de las suyas. Las bestias aún se sienten muy a gusto en tiempos de conflicto.
En un principio la escritura puede desconcertar a su lector, mientras lo reta y lo lleva a ubicar esa voz que narra, su fraseo y sus maneras. Y el relato parece contar con ese desconcierto para calar hondo cuando todo toma forma, cuando deja de sentirse lejano y comienza a doler en los huesos. Estas palabras hermosamente desgarradoras no cortan como motosierras o armas de fuego, pero responden admirablemente al grito de memoria de quienes las padecieron, las padecen y las seguirán padeciendo mientras no cese la horrible noche.