EL CABALLERO QUE QUERIA PINTAR
El público creía haber visto lo mejor de Luis Caballero. El pensaba, en cambio, que lo mejor estaba por venir.
HABIAN PASADO EXACTAMENTE dos meses desde su llegada de París, el 6 de marzo de 1995, cuando Luis Caballero reconoció ante una de sus mejores amigas, la artista colombiana Beatriz González, que se estaba muriendo. "Luis -le dijo Beatriz en relación con el libro que sobre el pintor será publicado en los próximos meses- debes estar pendiente de la carátula". A lo que Caballero contestó: "Yo no estaré vivo cuando ese libro se publique...".
No era que le tuviera miedo a estar muerto, le temía a morir, al dolor que pudiera generar una agonía, a la impotencia de sentirse sin remedio al acecho de la parca. Sin remedio y obligado hace año y medio a renunciar a lo único que, según él, había aprendido a hacer en la vida: dibujar.
Su recuerdo más remoto era ese: sentado detrás de la capilla del Gimnasio Moderno, dibujando con su hermano Antonio... después solo, como habría de transcurrir una infancia que quiso borrar de su memoria pero que lo marcó para siempre. "Mientras mis primos jugaban, yo rezaba", le diría mucho tiempo después al periodista José Hernández, en una de las múltiples entrevistas que sostuvieron y que dieron vida al libro Me tocó ser así. Y rezaba con una devoción que se haría patente en sus dibujos, en sus cuerpos embriagados en posiciones imposibles, sufriendo o sumidos en brutal éxtasis -no se sabe-, pero de alguna manera místicos, sagrados, muchos de ellos semejantes a los cristos recién descolgados de la Cruz que pintaron hasta el cansancio los artistas del Renacimiento.
La timidez lo arrojó de pronto a la adolescencia, frágil e indefenso. "Es que yo no sabia hacer otra cosa, ni vivir, sólo dibujar", confesaría. Y entonces Luis Caballero, hijo del escritor Eduardo Caballero Calderón y de Isabel Holguín, decidió que sería pintor. Corrían los primeros años de la década del 60 y Beatriz González, que había ingresado a la facultad de bellas artes de la Universidad de los Andes unos semestres atrás, recuerda el momento en que lo vio por primera vez en los prados de la institución. "En una facultad de sólo mujeres, una voz masculina llamó mi atención: Luis recitaba La Iliada a un grupo de jovencitas Era el único hombre de su curso". Marta Traba, Luciano Jaramillo y Antonio Roda, sus profesores, se convirtieron en su bastión artístico. No había duda, al muchacho le sobraba talento, sólo había que definir el camino. Pero no sólo el sendero técnico. La represión interna causada por la timidez y que buscaba liberar de alguna forma, sería una de las principales inspiradoras de su obra.
Viajó a París a estudiar en la Academia de la Grande Chaumiére y Europa le abrió las puertas de los grandes museos, los cuales devoró con avidez, mucho más que las exposiciones de arte contemporáneo, aburridas y decepcionantes, según le comentó a Beatriz González en una carta. Le gustó, eso sí, el arte pop, un movimiento que le presentó en toda su dimensión la pintora estadounidense Terry Guitar, con quien duraría casado 10 años. París, Terry Guitar, De Kooning, pero sobre todo el pintor inglés Francis Bacon, influyeron en su creación artística en forma determinante.
EL CUERPO: SU PASION
Y comenzó a dibujar. Al comienzo de manera expresionista, al estilo de Bacon o de Matta. Este esbozo inicial de su obra la presentó al público en su primera exposición, realizada en París en 1966. Luego regresó a Bogotá y sus cuadros de figuras sintéticas, arriesgados en el color y bien resueltos en su estructura, lo hicieron acreedor, con una obra que Marta Traba bautizó con el nombre de La cámara del amor , al premio de la Primera Bienal de Arte Coltejer, en 1968. Para entonces el niño retraído de antaño se había erigido en una de las figuras más prometedoras del arte nacional.
Fue recibido como profesor de bellas artes en la Universidad de los Andes, pero decidió regresar a París a encontrarse de nuevo consigo mismo. A sus cuadros sintéticos y 'frívolos', como él los llamaba, les faltaba la emoción que genera dibujar del natural. Comprendió que su deber era dibujar sólo lo que lo emocionaba, es decir, el cuerpo masculino. Su arte sería figurativo, por encima de los cánones contemporáneos, más racionales que sentimentales. Sería figurativo así lo tildaran de anacrónico, hasta que le llegara a la cabeza una figura que lo emocionara más que el cuerpo humano. A partir de los años 70 se entregó de lleno a la figura del hombre, con la idea de llegar algún día no a representarla, sino a presentarla; a analizarla para escoger de ella lo que deseaba expresar no sólo desde la forma, sino también desde su intimidad.
Era homosexual y necesitaba decirlo casi que de manera temeraria en su obra, para afirmar su marginalidad. Tres conceptos se unieron para hacer realidad su creación: la religión, el erotismo y la violencia. Los tres tenían mucho que ver entre ellos. "En mis cuadros -decía Caballero-, no se sabe si las figuras acaban de morir o de gozar". De la misma manera como en los mártires de la historia sagrada hay ambiguedad entre el placer y dolor: "Los mártires mueren de muerte violenta y al morir por Cristo su muerte es un placer".
Como su obsesión era la figura, el dibujo se convirtió en el camino de su búsqueda: la tensión entre los cuerpos, la relación entre ellos, sus posibilidades expresivas. "A mí no me interesa hacer cuadros -insistió siempre Caballero.- Lo que quiero es hacer gente, hacer esa persona que quisiera tener y no tengo". Era, de alguna manera, una obra generada en la frustración. Dibujó cuerpos de todas las formas y a través de diversos modos de expresión. Influenciado por los manieristas florentinos del siglo XVI (Bronzino, Pontorno, Rosso); o por el romanticismo de Gericault; ensalzados en la violencia del momento, en éxtasis desgarrador, en sagrada conmemoración del milagro humano. Todo para llegar a su momento culminante: la expresión erótica pura de los cuerpos, sin que, sin embargo, llegaran a satisfacerlo a pesar de su perfección. "Mi mejor cuadro todavía está por hacer", dijo con frecuencia el artista.
Maestro del dibujo, Caballero demostró en sus últimas obras el deseo de superarlo. "Estaba rompiendo el armazón de la línea, dice el pintor Antonio Roda, para introducir manchas Se vislumbraba un salto ".
Coincidencialmente, hace tres años Luis Caballero había llegado a la conclusión de que sus casi 30 años de vida artística le habían proporcionado los elementos necesarios para empezar no ya a dibujar, sino a pintar. Pero el destino, como a muchos otros grandes hombres de la historia, lo traicionó. El síndrome cerebeloso que se llevó su vida la semana pasada, fue deteriorando sus facultades físicas hasta impedirle trabajar. Los últimos meses los pasó viendo cine en su casa, a Passolini, a Antonioni y a otros directores que adoraba.
Lo mejor de su obra, una de las más importantes de la historia del arte colombiano del siglo XX, se halla esparcida por los museos, galerías y colecciones privadas de Europa y de Colombia. Pero para Luis Caballero, lo mejor se dejó sin construir.