Documental
“El crimen del siglo” expone al cartel gringo de la droga “legal” que creó millones de adicciones para inflar utilidades
El documental de Alex Gibney desnuda la hipocresía detrás de llamarle “crisis de opioides” a un fenómeno provocado intencionalmente, que ya mató a medio millón de personas en ese país y que enreda a farmacéuticas y doctores, a Johnson & Johnson, al senado e incluso a Barack Obama.
Como todos sus trabajos previos, este nuevo documental del ganador del Óscar Alex Gibney, que HBO estrena el próximo martes 11 de mayo, es un cachetadón de realidad y de indignación y una clase maestra de cómo documentar una operación macabra, masiva y de ramificaciones durísimas.
A este documentalista, credibilidad no le falta, tampoco agallas. Ha retratado los entretelones de la cienciología, de las prisiones ilegales en Irak, los crímenes financieros de Enron, y en esta entrega doble y contundente se mete con las farmacéuticas y sus nefastas prácticas.
En Colombia, este material debe generar preguntas y debates. A fin de cuentas, si en Estados Unidos sucede esto, se puede pensar que la Guerra contra las Drogas nunca va a terminar: las utilidades mandan, las fachadas de buenas intenciones lo son todo, y las muertes de la gente común y corriente (ya sea atrapada por la adicción o por un conflicto y un comercio descarnado), poco pesan en la ecuación.
Gibney, asociado esta vez con varios reporteros del Washington Post, ofrece un tratado de monstruos corporativos que se hicieron multimillonarios llenando el país norteamericano de pepas tan o más potentes que la heroína.
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En un principio narra con impresionante fluidez el antes y el después de esas drogas, desde el opio hasta la Heroína de Bayer (¿si es Bayer es bueno?), pasando por su prohibición. Luego entra en materia con drogas adictivas y demasiado fuertes como OxyContin y Fentanilo.
En ese proceso, las empresas violaron reglas para que la tan temida FDA mirara para otro lado y permitiera la prescripción de sus potentes fármacos para dolores comunes. Una droga para pacientes con cáncer terminal se diseminó por todo ese vasto territorio, dejando miles de millones de dólares y un sendero de muerte y destrucción.
No contentas con eso, las compañías empujaron para que se prescribieran más y más dosis. OxyContin se vendió más que el viagra.
En la primera parte, Gibney desnuda las bestias humanas que pusieron las ventas por encima de medio millón de vidas y contando. Pone el foco en los multimillonarios Sackler, los dueños de la farmacéutica Purdue (y beneficiarios de oh!, tantos pabellones de museos). Los vemos en declaraciones juramentadas y los conocemos desde correos electrónicos y confesiones de sus representantes de ventas.
Ambiciosos sin escrúpulos, así como los muchos doctores que acogieron su doctrina pagada de “tratamiento revolucionario para el dolor” y sus lavado de manos frente a las consecuencias masivamente mortales, que desestimaron como tratados de “pseudoadicción”. Con las manos engrasadas, accedieron a entrar en una cadena de distribución y traicionaron a sus pacientes.
Es impresionante cómo se establecen los lazos entre este fenómeno y una compañía como Johnson & Johnson, que Gibney demuestra como una enorme productora de amapola, que recoge a niveles industriales y que alimenta ese cartel de pepas estadounidense. A su vez, de las multinacionales también se conecta esa adicción “legal” y sus consecuencias en el mercado negro. Cuando a muchos de estos adictos les cortan sus dosis, salen a conseguir heroína o fentanilo. El círculo perfecto entre empresa, farmacéuticas y carteles de la droga en un ecosistema.
En la segunda parte vemos los mecanismos gubernamentales y otras ramificaciones del crimen del siglo. Gibney nos cuenta, entre muchos detalles, cómo un abogado de la DEA, que luchaba por controles serios para esta distribución indiscriminada, terminó trabajando para las farmacéuticas y sus tres enormes distribuidoras (una es la quinta empresa más grande de Estados Unidos y nadie la conoce, porque así lo quiere). Ese abogado terminó redactando la interpretación de la ley para controlar situaciones sospechosas.
En estas dos partes no solo vemos monstruos (aunque son la mayoría). El documental les pone rostro a las víctimas de estas prescripciones absurdas que, en algunos casos, podían matar a un caballo. La cara de la muerte no es agradable de ver, pero resulta necesario ponerles rostro a los muertos que para las empresas fueron un ordeño desechable y para el Gobierno, una estadística “pordebajeable”. Las imágenes son fuertes, los audios de madres llamando a reportar sus hijos muertos de sobredosis también.
El crimen del siglo presenta gente sensata también: escuchamos a un doctor que prendió la alarma cuando nacía y se hacía evidente la crítica situación de salud pública; también seguimos el agente de la DEA que hizo todo por caerles a los gigantes de la distribución de esos millones de píldoras (al que sacaron de la DEA por esa misma razón). Los esfuerzos de estos renegados no pasan en vano gracias a este documental, pero la sensación es la de que son fósforos en un ventarrón.
De nuevo, vale recalcar que este documental no deja lugar a la hipocresía absoluta de la guerra contra las drogas que plantea el Gobierno estadounidense. Ni un solo miembro del Congreso ni el presidente Obama levantaron un dedo por darle a la DEA la capacidad de controlar estos despachos masivos de droga. Los perpetuaron. Y quien logró ese cambio fueron los distribuidores. Las reglas de control redactadas por quienes debían ser controlados. ¿Qué hubiera sido de Pablo Escobar o del Chapo Guzmán con esos lazos y brazos dentro del Senado de Estados Unidos?