Homenaje
El enorme Molière, a 400 años de su nacimiento: el hombre que probó que “la letra con risa entra”
Hizo de la sátira un espejo moral para las sociedades pretenciosas e hipócritas y un vehículo para mover conciencias. El dramaturgo nació hace cuatro siglos y el mundo lo recuerda y lo festeja en su enorme dimensión porque su trabajo sigue resonando poderosamente.
Cuatro siglos después de su nacimiento, es válido preguntarse por qué un dramaturgo francés genera tanta exaltación desde todos los rincones del planeta, borrando las fronteras de su país y las de su idioma, el francés (que, desde el siglo XIX, siglos después de su muerte, se conoce como “la lengua de Molière”).
No es un misterio. Primero, es una figura global porque los pretenciosos, los hipócritas y los vendedores de humo que denunció desde su mordaz pluma teatral (y de los cuales algo tenía él también) jamás se extinguirán.
Shakespeare en Inglaterra, Cervantes en España, Goethe en Alemania, Dante en Italia, Dostoievski en Rusia, Basho en Japón, Tagore en la India, Li Taipe en China, forman junto a Molière en Francia la cabeza literaria del mundo moderno y contemporáneo
Molière (1622-1673) se trazó la meta a la vez sencilla e imposible de hacer una diferencia desde el teatro, y contó con el talento y, sobre todo, la perseverancia para lograrla. Adoptó la sentencia del poeta neolatino francés Jean de Santeul según la cual se “Corrige las costumbres riendo”, y la aplicó en tiempos de censura de la Iglesia (a la que tuvo que torear en múltiples ocasiones). A la manera de los gigantes, moldeó narrativas y arquetipos humanos aún demasiado presentes. Por eso, en la columna que le dedicaba al personaje, el escritor y periodista Luis María Anson no es tímido en darle su lugar: “Shakespeare en Inglaterra, Cervantes en España, Goethe en Alemania, Dante en Italia, Dostoievski en Rusia, Basho en Japón, Tagore en la India, Li Taipe en China, forman junto a Molière en Francia la cabeza literaria del mundo moderno y contemporáneo”.
Un destino de tablas
De origen burgués, Jean-Baptiste Poquelin (su nombre de pila) tenía un destino acomodado y podía haberse encargado del negocio de la familia, dedicada a la tapicería real. Pero su pasión lo llevó al teatro. Hoy se ve la figura, pero para consolidarse batalló el hambre, la censura y la excomulgación (que, así fuera un crítico de la Iglesia, le resultaba dolorosa).Desde muy joven, Poquelin observó a la gente en los escenarios opuestos que frecuentaba, como la presumida corte o el popular centro de París. Veía lo que sucedía en plazas de mercado y aprendía el griego y el latín. Descubrió el teatro y devoró a Plauto, a Terencio, y miró al teatro italiano y, particularmente, al español.
Los dramaturgos del Siglo de Oro (que se desarrolló entre 1492 y 1681 en España y en el que se estima que se produjeron unas 30.000 obras) dejaron en él una huella profunda, y se dice que hablaba español a tal nivel que hubiera podido escribir en el idioma. Como una cadena, más tarde los escritores ingleses se inspirarían en Molière para romper con el velo temático puritano dominante. A comienzos del siglo XVIII, sus obras penetraron Rusia y alimentaron el teatro de Gógol. Su impacto fue gigantesco e hizo del francés, paradójicamente, el idioma de las cortes y los educados.
La odisea
A los 21 años, Molière tomó la decisión de hacer teatro al entrar en contacto con la familia Béjart (de la que hicieron parte dos actrices, madre e hija, con las que actuó y también se casó). Armó su compañía, adoptó el nombre por el cual hoy se le conoce y se fue haciendo líder por mero impulso. Pero el arranque no fue nada generoso. No pudo competir en el mercado teatral de París, donde otras compañías le llevaban ventaja. Sus deudas se apilaron y lo llevaron a la cárcel. De allá lo sacó su padre, a los 23 años, pero el hecho no lo frenó. Dijo adiós a París y salió a conquistar la provincia con su teatro de risas. Molière pulió durante 13 años su actuación y su escritura bajo la presión de mantener a su grupo andando y, ante todo, de entretener, pues le era fundamental que todo el que pagara (vasallo, burgués, noble, quien fuera) disfrutara del espectáculo. En ese proceso adaptó obras españolas e italianas, y luego dio el paso crucial de concebirlas él.
Su suerte comenzó a cambiar cuando, en una función, impresionó al hermano del rey. Y luego, de vuelta a París, maravilló a Luis XIV, un rey joven adepto de las artes escénicas y el ballet (que incluso llegó a bailar para su corte). El monarca favoreció a Molière desde entonces y dio pie a una etapa de creación fértil que empezó con Las preciosas ridículas, su primer gran éxito, en 1659. Georges Forestier, autor de una reciente biografía del escritor, asegura que “Molière se convirtió en autor a pesar suyo. Pensaba sus obras a partir de las imposiciones de la escena, de la aprobación del público, y del efecto que tendría en este”.
En 1662 estrenó La escuela de las mujeres, obra en la que empezó a desatar su látigo social plasmando la cuestionable educación de las mujeres “afortunadas”. Desde ese momento la Iglesia puso sus ojos en sus textos, y resultó casi predecible que tuviera que reescribir tres veces su siguiente obra, Tartufo, que atacaba precisamente al clero, para hacerle el quite a la censura (algo que pudo hacer porque el rey estaba en el medio). Molière no se mareó, siguió escribiendo. Vino entonces su propio Don Juan y concibió luego obras clásicas como El misántropo, El avaro, El médico a palazos. Entre muchas otras, estas lo cimentaron como el creador de la considerada “comedia moral”.
¿Sería cancelado hoy Molière? Imposible decirlo, pero su inteligencia para desnudar los vicios propios y las sobreactuaciones sociales no parece pasar de moda. Al respecto, Martial Poirson, profesor de Letras y autor de Molière, la fábrica de una gloria nacional, aseguró: “Molière ignoraba su genio: lo inventaba sobre la marcha. El carácter inolvidable de su lenguaje lo distingue, porque mientras Racine es complejo y Corneille puede parecer anticuado (ambos sus contemporáneos, pero escritores de tragedias), Molière permanece vivaz”.
Misterioso y presente
Parte de la fascinación que despierta el dramaturgo viene del hecho de que, en gran medida, su cabeza y sus pensamientos son desconocidos No hay diarios, cartas o escritos que revelen lo que pensaba (se atribuye a una de sus hijas haberlos perdido), pero su obra sigue hablando fuerte y claro. Se sabe, eso sí, que murió pocos minutos después de entregar una última actuación en las tablas, de la obra El enfermo imaginario.
Molière desnudó los vicios y la charlatanería acomodada de los que tenían, los que no tenían y aspiraban a tener, los que servían a los que tenían y pretendían lo que fuera necesario para sacar un beneficio. Y si por este titánico logro no está en el Panteón reservado a las grandes figuras de Francia es solo por el tecnicismo de que este solo acoge figuras protagonistas de la Ilustración y de la república posterior a la revolución de 1789.Al respecto, Forestier añade: “Su gran invención fue hacer hablar a sus personajes desde su condición: a la gente de ‘mundo’, al pueblerino, al médico, todos con tonos, palabras y acentos diferentes”. A esto, el dramaturgo sumaba además su parodia desde el uso del lenguaje, con adornos, arcaísmos y usos torpes de extranjerismos para exponer la pedantería. Tres siglos y medio después, Molière parece contemporáneo, y todo sucedió porque jamás abandonó su pasión. Concluye Forestier: “Fue un genio que jamás se imaginó volverse un clásico. Tenía el talento para incomodar a los esnobs, a los ambiciosos, a los hipócritas, y de esos hay muchos todavía”.