Personaje
El horror gótico de Alice Munro: un ajuste de cuentas con la oscuridad de un icono feminista
En este texto, Rebecca Sullivan repasa el legado teñido de la escritora canadiense y el camino de dolor y trauma del que su hija fue víctima, por cuenta de su desprotección inescrupulosa y su retorcida interpretación de la política feminista de la maternidad.
Esta semana, tras leer la devastadora historia del papel que desempeñó Alice Munro en los abusos sexuales sufridos por su hija menor, descubrimos cómo la autora, ganadora del Premio Nobel y aclamada por su interpretación singularmente gótica de la vida de las mujeres, vivía realmente su feminismo.
En un artículo en primera persona en el Toronto Star, la hija de Munro, Andrea Skinner, detalla los abusos sexuales que sufrió a manos de su padrastro, Gerald Fremlin, desde que tenía nueve años. Ya en una pieza anterior, Skinner había escrito: “El abuso sexual de un niño es una violación de la mente, en la que se roba cualquier herramienta incipiente para la curación”.
Aunque Skinner se lo contó a su padre, Jim Munro, éste inexplicablemente decidió no contárselo a su exmujer. De algún modo, pensó que podía proteger a su hija desde la distancia mientras le permitía visitar a su madre y a su padrastro. Los abusos persistieron de múltiples maneras y Skinner se quedó sola a la hora de enfrentarse a la situación.
Cuando a los 25 años Skinner hizo partícipe a su madre del terrible secreto, Munro decidió quedarse con su marido, incluso después de que él se declarara culpable y fuera condenado por agresión sexual en 2005. También utilizó su fama para ayudar a crear un relato positivo sobre él, así como para evitar que el secreto llegara a oídos de su público.
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Mientras que las acciones de Fremlin son fácil y rápidamente condenables, el apoyo inquebrantable de Munro a su marido a expensas de su hija ha provocado un escalofrío mortal en muchos de los que han leído y amado su obra, o simplemente apreciado su estatus como icono.
Escribir sobre la vida interior de niñas y mujeres
Única canadiense galardonada con el Premio Nobel de Literatura, Munro ha sido aclamada por desarrollar precisamente un género esencialmente canadiense, el gótico del sur de Ontario, con heroínas intrigantemente imperfectas.
El gótico es un género repleto de personajes femeninos psicológicamente complejos y muy influido por algunas de las autoras más reconocidas de la literatura occidental: Ann Radcliffe, Mary Shelley, las hermanas Brönte, Daphne Du Maurier y la propia Munro. Aunque tiene muchas definiciones, el gótico a menudo presenta infancias erotizadas, espectros de madres muertas, hogares atormentados por tragedias y secretos familiares y personificaciones siniestras de paisajes salvajes.
Durante el movimiento feminista de los años setenta y ochenta, la literata estadounidense Ellen Moers revisó este género desde la óptica del feminismo de la segunda ola. Su tesis central era que el “gótico femenino” dependía de las emociones opuestas pero conjuntas de la maternidad. La maternidad, decía, contenía tanto revulsiones como deleites: el poder extático de crear vida perpetuamente en guerra con el miedo a destruirse a una misma.
Insoportables expectativas de la maternidad
La maternidad fue, por supuesto, un tema importante para el feminismo de la segunda ola: el derecho a controlar la propia capacidad reproductiva, las necesidades de las madres trabajadoras, su condición de trabajo no remunerado y, sobre todo, las expectativas culturales de que la maternidad se expresara a través de un sacrificio abnegado y desinteresado.
Lo maternal se entrelazó problemáticamente con la conciencia feminista. La filósofa Linda Alcoff explica cómo las corrientes culturales y psicoanalíticas del feminismo insistían en la singularidad de la mujer por su capacidad de ser madre. Otras feministas rechazaron airadamente ese esencialismo biológico, reconociendo al menos las condiciones sociales de la maternidad.
Incluso en medio de esta era contemporánea de pensamiento feminista, la maternidad sigue siendo un factor problemático tanto para la seguridad socioeconómica como para la identidad cultural de las mujeres.
Sin embargo, la insoportable carga de la maternidad idealizada no es nada comparada con la ferocidad de la traición de una madre.
Lazos familiares rotos
Casada en 1951 a la edad de 20 años, Munro afirma que el regalo de cumpleaños de su primer marido, una máquina de escribir, selló su identidad como esposa/madre y escritora –”las elecciones gemelas de mi vida”, dijo–.
A los 26 años, Munro había dado a luz a tres hijas, una de las cuales murió el mismo día de su nacimiento. La más joven, Andrea, nació mucho más tarde, en 1966, un año que Munro también recuerda como el principio del fin de su primer matrimonio. En 1976, Munro se casó con Fremlin, al que definió como el verdadero amor de su vida. Ese mismo año, Fremlin agredió sexualmente a su hija menor.
Cuando, 16 años después, Munro conoció los abusos, abandonó a su marido. Pero no para consolar a su hija. Como cuenta Skinner, Munro se sintió humillada y traicionada personalmente, e hizo que toda la familia estuviese pendiente de sus sentimientos. Fremlin acusó a la niña de seducirle y convenció a Munro para que regresara, a lo que siguió una conspiración de silencio. Para protegerse, Skinner se distanció de su familia.
The Gatehouse, una agencia que apoya a los supervivientes de abusos sexuales en la infancia, afirma que este tipo de respuesta familiar es trágicamente frecuente. Skinner y sus hermanos buscaron asesoramiento en la organización para ayudarles a aceptar los abusos que se produjeron en su familia.
La razón de Munro para quedarse finalmente con Fremlin hasta su muerte en 2013, y guardar el secreto hasta su propia muerte este mes de mayo, fue una parodia nacida de su retorcida interpretación de la política feminista de la maternidad. Según una carta que Munro escribió, veía a su hija como una rival sexual, no como una víctima.
La razón de Munro para quedarse finalmente con Fremlin hasta su muerte en 2013, y guardar el secreto hasta su propia muerte este mes de mayo, fue una parodia nacida de su retorcida interpretación de la política feminista de la maternidad. Según una carta que Munro escribió, veía a su hija como una rival sexual, no como una víctima.
Munro escribió a Skinner diciendo que “se lo había dicho demasiado tarde”, que “le quería demasiado” y que “nuestra cultura misógina tenía la culpa si esperaba que ella negara sus propias necesidades, se sacrificara por sus hijos y compensara los fallos de los hombres”.
Nuestro yo monstruoso
Incluso después de que se revelara que su marido era un maltratador, Munro eligió ser “esposa” –no “escritora”– en lugar de “madre”. Y lo hizo en nombre del feminismo: una traición a todas sus hijas literarias.
Ahora nos quedan los fragmentos destrozados de su legado, que la familia dice que quiere conservar, pero no a costa de Skinner. El artículo del Toronto Star incluye en el prefacio: “Quieren que el mundo siga adorando la obra de Alice Munro. También se sienten obligados a compartir lo que significó crecer a su sombra y cómo la protección de su legado tuvo un coste devastador para su hija”.
Para algunos, eso puede significar releer a Munro a través del prisma de su biografía, pero creo que es demasiado fácil. Nos exime de reconocer el placer que nos han producido sus cuentos góticos de madres e hijas. Nos quedamos con la ferviente y esperanzada creencia de que si recibiéramos las mismas terribles noticias de nuestros hijos, tomaríamos decisiones mejores. Pero Munro también creía eso de sí misma hasta que sucedió.
Parte de nuestra horrorizada repulsión colectiva hacia Munro proviene de la pesadilla de confrontar a nuestro peor yo. Por supuesto, eso forma parte del placer de la ficción gótica: entregarse a narraciones imaginarias depravadas ancladas en un amor obsesivo. Pero esto no es ficción. Parafraseando a Moers, nos hemos visto obligados a sostener nuestra ansiedad maternal colectiva frente al espejo gótico de la realidad, y tememos al monstruo del reflejo.
*Professor, Gender and Sexuality Studies, University of Calgary
This article is republished from The Conversation under a Creative Commons license. Read the original article.