LIBRO

'El infinito en un junco’ (2019): una aventura por los libros

La reseña semanal se enfoca en un apasionante ensayo en el que la filóloga española Irene Vallejo cuenta la historia del libro en el mundo antiguo.

Luis Fernando Afanador
29 de febrero de 2020
Irene Vallejo, filóloga clásica y escritora. Obtuvo el Premio El Ojo Crítico de Narrativa 2019 por su libro El infinito en un junco. | Foto: GETTY IMAGES

Irene Vallejo

El infinito en un junco

Siruela, 2019

449 páginas

Hombres a caballo recorren los caminos de Grecia. Escalan montañas, franquean desfiladeros, cruzan valles. El peligro los acecha, es una época violenta, en guerra casi permanente. Pero ellos son cazadores concentrados en sus presas. ¿Qué buscan? “Libros, buscaban libros”. El poderoso rey de Egipto, el Señor de las Dos Tierras, Ptolomeo, les ha dado grandes sumas de dinero y les ha ordenado atravesar el mar para conseguir todos los libros del mundo con destino a su gran biblioteca de Alejandría: “Perseguía el sueño de una biblioteca absoluta y perfecta, la colección donde se reunirían todas las obras de todos los autores desde el principio de los tiempos”. Así, como una apasionante aventura, en un ensayo heterodoxo que contiene narrativa, autobiografía, análisis, deliciosa erudición, referencias a películas y a la actualidad, la filóloga española Irene Vallejo ha decidido contarnos la historia del libro, que no es otra cosa que una épica contra el olvido y la destrucción. 

La escritura siempre ha buscado un soporte que la contenga y la proteja. En la piedra, en el barro, en la madera, en el metal. Y en el papiro, un junco que crecía a orillas del Nilo y que supuso “un fantástico avance”. Menos rígido e inerte, más flexible, más ligero: “Preparado para el viaje y la aventura”. Sin embargo, tenía sus días contados, y lejos del aire seco en el que nace, en la humedad de Alejandría, era más propenso a perecer. 

Pese a todo, los Ptolomeos, reyes griegos en Egipto, con sus rollos, con su biblioteca y su museo –una residencia de sabios– cumplieron el sueño de universalidad de Alejandro Magno: “En los anaqueles de Alejandría fueron abolidas las fronteras, allí convivieron, por fin en calma, las palabras de los griegos, los judíos, los egipcios, los iranios y los indios”. Allí nació la traducción, las clasificaciones, los catálogos, los géneros, la filología, el cotejo, porque de cada rollo podía salir una versión distinta de una tragedia o una comedia, según los copistas.

Con su trigo –el petróleo de la época– y sus papiros, los Ptolomeos imponían condiciones, controlaban a su antojo los precios. Hasta que surgió la sana competencia: los habitantes de Pérgamo, en rebelión, crearon un soporte más resistente y duradero para la escritura, el pergamino, hecho del cuero de animales. Rollos de papiro y de pergamino –ojo, señores de Amazon, las tecnologías del libro pueden coexistir– prosperaron en Roma, con unas tablillas de cera fáciles de portar, que, unidas unas con otras, dieron origen al códice, ya algo más cercano al objeto libro tal y como hoy lo conocemos. Con índice, con título y ¡con lomo! No era fácil encontrar las obras en las estanterías, a pesar de que marcaban los rollos con una etiqueta. “Estamos en deuda con las personas olvidadas que inventaron el códice. Gracias a ellas, la esperanza de vida de los textos aumentó. Con el nuevo formato, la página escrita, protegida por la encuadernación, conseguía perdurar más tiempo que en los rollos, sin deteriorarse ni romperse”.  

Podían, además, utilizarse los dos lados de cada hoja. Una capacidad seis veces superior a la del rollo que abarató el precio y permitió los libros de bolsillo y hasta las miniaturas: Cicerón cuenta haber visto un pergamino de la Ilíada de Homero “que cabía en la cáscara de una nuez”. El libro dejó de ser un objeto costoso, elitista, de gente adinerada que mientras más esclavos copistas tenía, más libros podía repartir entre el círculo de sus amistades. Florecieron, entonces, las librerías, y aumentaron los lectores: “Lectores libres, no aristocráticos, inexpertos, hombres y mujeres que leían por placer”. 

Libros de piedra, de juncos, de piel, de árboles, y, ahora, de luz: los computadores, los e-books. Han vivido tiempos oscuros de censura, han sido quemados y proscritos. Pero también han sobrevivido gracias a héroes anónimos para preservar las mejores cosas de este mundo. “Los libros se escriben para unir, por encima del propio aliento, a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”.