Literatura colombiana
‘El río’, un poderoso aparte ‘Los que esperan su duelo’, la novela más reciente de Carlos Sanclemente
La novela del payanés radicado en España narra el secuestro, a manos de bandas armadas, de un hombre de mediana edad que ha dejado a su esposa, María, sin rumbo y con un único objetivo: saber qué ha pasado con su marido. Así, teje una incursión por el sórdido mundo de las guerrillas y la corrupción política sudamericana.
En esta nota, un reflejo de las letras y la voz de Carlos Sanclemente, nacido en Popayán en 1979 y radicado en España desde 2003. En su novela, el escritor aborda la desaparición repentina de Gabriel, un hecho que desencadena la acción y las preguntas... ¿Dónde está? ¿Ha desaparecido o le han desaparecido? ¿En qué momento se pierde su rastro? ¿Está muerto?
En las más de 200 páginas de su novela, publicada en 2021, el autor perfila personajes como el del desafiante coronel Ambarino, y urde una trama que tiene el eco del realismo mágico latinoamericano. En últimas, Sanclemente sumerge al lector en una búsqueda en la que el reloj corre en contra de quienes tratan de responder a esos interrogantes planteados sobre el paradero del desaparecido.
Y es que nada de lo que sucede en Almadía, lugar donde se sitúa la acción y trasunto de su Colombia natal, le es ajeno al autor. Eso demuestra a lo largo de su obra, en la que describe con precisión las miserias de una tierra que ha crecido a golpe de fusil y donde vivir en paz no deja de ser una aspiración lejana pues, tal y como comenta Sanclemente, “el miedo se advierte en cada esquina”, y en cada página de esta novela.
Sanclemente comparte con los lectores de Arcadia este revelador aparte de su relato.
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Segunda parte
El río
1
La tarde empezaba a caer sobre el valle y un cúmulo de nubes pobló el cielo vespertino de repente. Parecía que iba a llover, algo inusual durante el verano. María vio desde la cocina cómo algunas gotas cayeron en el patio de los guayabos y un olor a polvo mojado se levantó en el ambiente. El día se entristeció, pero la lluvia se contuvo. Hacía varias horas que esperaba a Gabriel y el sancocho de gallina criolla, que había preparado con antelación, estaba frío. Intentó llamarlo varias veces a su teléfono celular, pero siempre le contestaba la misma grabación, Apagado o fuera de cobertura. Se hallaba inquieta, quería pensar que el retraso se debía a cualquier circunstancia distinta a la que le decían sus malos presentimientos, miró el reloj de pared de la habitación y confirmó que eran más de las cuatro de la tarde. Decidió, entonces, regresar a la cocina y sentarse a esperarlo. En su mente se anudaban, irremediablemente, los malos presagios. Días atrás, Gabriel le había contado el incidente que tuvo en la carretera con los miembros de la banda de Ambarino. Si ve, le había reprochado ella, es muy peligroso que pase por esa carretera, con esa gente nunca se sabe.
Desde donde estaba, María contemplaba el patio de los guayabos, ahora lo sentía solitario, ya que unos días atrás, y después de una larga agonía, finalmente, Princesa, la vieja perra de la casa, había muerto. No quiso decírselo a Gabriel por teléfono para no entristecerlo y prefirió esperar hasta su regreso a Almadía. De pronto, escuchó unas voces provenientes de la tienda. Está María, preguntó la voz de un hombre. De parte de quién, respondió la pequeña Isabela, su hija. De Bernardo Castallo, dijo la voz. Es de Las Alhajas, se previno ella, y el corazón empezó a latirle muy de prisa. Se levantó de la silla y se dirigió hacia allí. Le ha pasado algo a Gabriel, se fustigó, le ha pasado algo. Ya voy, ya voy, gritó de pronto, ahogada, deseando que sus palabras llegaran primero. Buenas tardes, escuchó que le respondió el hombre. Y aún sin tenerlo delante le dijo, buenas tardes, Bernardo. Unos pasos después, pudo verlo. El hombre se hallaba parado junto al mostrador de la tienda, lucía nervioso y excitado, tenía el sombrero en las manos y unas líneas de sudor descendían de sus sienes. La pequeña Isabela lo miraba con desconfianza. Afuera, amarrada a un poste de luz, jadeaba una mula negra. Qué es lo que pasa, Bernardo, preguntó ansiosa, y la pregunta pareció admitir por adelantado la tragedia. El hombre iba a empezar a hablar, pero se detuvo, y dirigió una mirada prudente hacia la niña. Isabela, dijo María al percatarse, Váyase a jugar. La niña refunfuñó unos instantes, pero luego abandonó la tienda. Qué es lo que pasa, repitió con un nudo en la garganta. Que un grupo armado se ha llevado a Gabriel, exhaló, al fin, el hombre tristemente. Y el peor de todos sus presentimientos le fue confirmado, pero no por ello dejó de ser terrible y demoledor. María se sintió desvanecer, sus ojos se llenaron de lágrimas, un gemido de dolor brotó de su boca y los labios empezaron a temblarle, no sabía qué decir. Ante una noticia de tal magnitud, los presentimientos para lo único que sirven es para alargar las angustias. Pero, cómo ocurrió, balbuceó desesperada, bebiendo la solución salada de sus lágrimas. Isabela apareció desde detrás de la puerta. Mamá, dijo, no llore, y se abrazó a ella. María acarició su cabeza y la unió a su cuerpo.
Bernardo le contó lo que había visto, pero ella apenas era capaz de digerirlo; su mente se encontraba turbada, enmarañada por un horroroso ensueño. El hombre se calló, agachó la cabeza y una breve pausa discurrió entre ellos. María empezó a reaccionar, o a sentir el fuerte impulso del instinto, y preguntó compungida, Y a qué hora fue. Pasadas las doce, respondió el hombre. Pero han pasado más de cuatro horas, reparó ella con amargura. El hombre volvió a agachar la cabeza y, con algo de culpabilidad, tartamudeó, Es que… María lo interrumpió. En medio de su dolor entendía lo que había sucedido; nadie había querido arriesgarse y ya no valían la pena los reproches, y menos a aquel hombre. ¿Y alguien vio hacia dónde se lo llevaron? Dicen que desviaron las camionetas por la carretera vieja, reveló él.
En la cara del vaquero podía verse un tanto la imagen que Gabriel tenía cuando lo detuvieron, se veía triste y acontecido. De alguna manera, en la profundidad de su expresión había quedado impresa la angustia del detenido. María, dijo dubitativo, Gabriel saldrá de esta, seguro que llama más tarde, él es un hombre entrador que no va a dejarse matar por nadie. María escuchó sus palabras y se sintió influenciada por ellas, y su rostro apagado experimentó algo de sosiego, fue esa voz de aliento que, cuando certera, nunca llega tarde. A qué otra cosa podía aferrarse. Limpió las lágrimas de sus mejillas y con cierta candidez preguntó, En verdad lo cree, Bernardo. Claro, respondió él determinado, no tengo ninguna duda. La expresión de ella ahora había influido sobre él, la esperanza suele ser muy contagiosa cuando se estimula. Hay que llamar, prorrumpió María, tengo que llamar a los pueblos cercanos por si alguien lo ve que me avise, y denunciarlo. El hombre asintió enérgico.
Se dirigieron a la habitación del teléfono, salieron rápidamente de la tienda y atravesaron el amplio salón donde solían celebrarse las fiestas decembrinas. Todas las puertas de la casa se hallaban abiertas, y la luz de la tarde, aunque debilitada, iluminaba el interior. El vaquero e Isabela iban detrás de María, y los tres caminaban a pasos rápidos, persuadidos a ganar el tiempo perdido, porque en ello podía radicar la diferencia entre la fatalidad y la buenaventura. María pensaba que podía salvarlo, sí, podía salvarlo, así la noticia la hubiera recibido tarde, aún podía salvarlo. Entró a la habitación, alcanzó el teléfono, lo apretó en su mano, y justo cuando iba a levantarlo, el timbre del aparato dejó su corazón en suspenso. Los tres se miraron sorprendidos y sus rostros se iluminaron en una comunión maravillosa, pensaron lo mismo, asintieron al unísono. Se dijeron, sin hablarse, que todo había sido un susto, y que del otro lado de la línea estaba Gabriel. Su rostro se llenó de expectación y experimentaron la reconfortante caricia del alivio. Un segundo timbre acució la vieja carcasa del teléfono. A María, el corazón pareció salírsele por la boca, suspiró sin darse cuenta, y contestó.
Aló, dijo desfallecida. Aló, María, respondió una voz algo excitada. María miró a Bernardo e Isabela. Ellos la contemplaban perplejos, ella negó, y los tres se desinflaron en un suspiro. María es usted, insistió la voz. Sí, soy yo, contestó decepcionada dejándose caer sobre una silla, Quién es, añadió. Soy Mireya, de Las Alhajas, te llamo para contarte algo, amiga, no sé si ya lo sabes, es muy grave, se trata de Gabriel, a mediodía unos hombres armados se lo llevaron. Sí, ya lo sé, contestó María sin poder contener su desilusión. La voz de la mujer continuó, Yo misma lo vi. Y quiénes fueron, le cortó María. La voz de la mujer se quedó en silencio durante unos instantes, y después añadió, Creo que son gente de las bandas. Hubo una pequeña pausa. La mujer dijo, Aló. Sí, estoy aquí, respondió María. De verdad me hubiera gustado llamarte antes, se excusó. Ya lo sé, concedió ella, poseída por una aciaga sensación en el cuerpo. Sabes, amiga, dijo la mujer, Gabriel es un hombre fuerte y con la ayuda de Dios, que todo lo puede, saldrá vencedor de esta prueba. Ojalá que así sea y muchas gracias por todo.
María colgó el teléfono y los tres permanecieron en silencio. Un pesado estancamiento se posó sobre ellos. Todo seguía igual y el tiempo jugaba en su contra. Volvió a levantar el auricular y marcó. Después de alcanzar la traba el disco retrocedía despacio, lentamente, y el sonido arrastrado que producía el muelle aumentaba el espectro de la espera.
Más tarde, nada había cambiado. El vaquero tenía su sombrero encajado en la rodilla y movía la pierna con nerviosismo. Isabela dibujaba unas rayas inconexas sobre una hoja de papel, lucía pensativa. Apagado o fuera de cobertura, repitió de nuevo la grabación y María oprimió el interruptor, desalentada. En ese momento se escucharon unos pasos provenientes del corredor, se acercaban con rapidez. Debe de ser Naín, predijo María. Y a continuación una mujer esbelta apareció en la puerta, su figura se sobrepuso sobre la claridad del exterior, traía las mejillas enveladas por las lágrimas y el rímel corrido. Hermana, exclamó al entrar y se abalanzó sobre ella, Lo sé todo, todo el mundo sabe la mala noticia, podre Gabriel. Sus sollozos fueron tan sentidos que lograron contagiarla y volvió a llorar.
A medida que transcurría el tiempo, María caía en una desesperación profunda, no se separaba del teléfono un solo momento, y miles de conjeturas y pensamientos se sucedían en su mente. Como era apenas lógico, pensaba en lo que pasaría con Gabriel en cada preciso instante y se imaginaba lo peor. Informó a la policía y a cuanta autoridad creyó pertinente, mas ninguno se comprometió a ayudarla. Aquel territorio ya estaba en poder de las bandas y nadie quiso tomar el riesgo de desafiarlas. Cuando llamó a El Retorno, el centro de operaciones del grupo armado, le dijo a la operadora telefónica que citara al inspector de Policía y que volvería a llamar en media hora. Al final, y con retraso, el hombre se presentó y consiguió hablar con él, pero la conversación fue frustrante; el inspector le respondió que nadie había reportado nada. Todo está normal, señora, le repitió varias veces ante su insistencia. Estaba claro que no quería colaborar ni comprometerse.
María sentía el impulso desesperado de salir a buscarlo, pero no sabía dónde. Naín le aconsejaba prudencia. Es muy peligroso, le decía, piensa en tus hijos. Y en medio de aquella angustia, María tuvo que darle la noticia a David, su hijo mayor, y cuando pronunció la frase, A Gabriel se lo han llevado las bandas, su alma se deslizó un poco más hacia el fondo del abismo. Sentía que diciéndolo hacía real el hecho y la fealdad de la realidad llegó a horrorizarla. Jamás se está prevenido para enfrentar la desgracia y aquel trago era demasiado amargo para ella.
Antes de caer la noche, Bernardo se despidió y le prometió que si se enteraba de algo vendría a avisarle, y a continuación, un desfile de parientes y habitantes de Almadía se acercaron a consolarla; todos le decían lo mismo o le repetían los mismos relatos que empezaron a circular en los alrededores. A esas alturas, la noticia se había regado como la pólvora y ya el mundo lo sabía, pero a ella poco o nada le importaba eso, su único deseo era salir a buscarlo, así supiera que podía empeorar las cosas.
Un poco antes de las ocho, cuando solo quedaban en la habitación Naín e Isabela, María sintió una sed intensa, tenía los labios deshidratados y la boca reseca. Naín fue a la cocina y le trajo un vaso con agua. Gracias, le dijo ella muy ansiosa, y bebió un gran sorbo. Su rostro estaba febril y un escalofrío recorría su cuerpo. Qué te pasa, acudió Naín, y le palpó la cara, Estás pálida y tienes fiebre, añadió. No sé, contestó ella escuetamente, me siento algo mareada.
El reloj de la pared marcaba las ocho en punto, y justo a esa hora, y de forma súbita, María sintió unos fuertes golpes en su corazón y tuvo la sensación de estar suspendida en el vacío, en medio de un profundo silencio. Buscó a Isabela pero no la encontró. Se han ido todos, le dijo a Naín con la mirada perdida, dónde está Isabela. Naín le contestó, pero fue incapaz de escucharla, y solo vio cómo sus labios balbucearon algo incomprensible. La noción de las cosas se le escapaba. Naín agitaba sus manos preocupada. De repente, María sintió que una sombra tenebrosa pasó por encima de su cabeza y un sedoso velo negro acarició sus cabellos, y a continuación una incisiva tristeza se apoderó de ella. La aflicción fue tan inmensa que pensó que toda la faz de la tierra estaba cubierta de aquella tristeza, que sus grandes lágrimas se desaguaban en una monstruosa tormenta y que ya no había razón para seguir adelante, adolorida y desvalida, lo mejor sería dejarse arrastrar por la muerte. Apoyó la cabeza sobre sus manos, sus cabellos negros se deslizaron sobre su frente y lloró desconsolada. A Gabriel lo acaban de matar, señaló débilmente, absorbida por la premonición, como si no fuera ella quien hablara, sino la voz del universo, la poderosa verdad del universo que todo lo ve y todo lo sabe. Y repitió volviéndose a su hermana, A Gabriel lo acaban de matar, y se abrazó a ella. No digas eso, le contestó Naín, abrazándola también. María la escuchó y quería creerlo, pero su congoja era demasiado grande.
En seguida, unas gruesas gotas de lluvia irrumpieron en el tejado, y la tormenta, contenida desde la tarde, se desencadenó, inclemente, sobre Almadía. El valle entero fue empapado por una larga e incesante lluvia acompañada de rayos y truenos, y, como ocurría siempre en esas circunstancias, hubo un corte de luz y el pueblo quedó en tinieblas.
Naín la acompañó durante toda la noche. Juntas permanecieron a la luz de la vela esperando alguna noticia o que él apareciera. La noche del martes al miércoles, de ese mes de agosto del año dos mil dos, fue la peor que había vivido en todos los días de su vida.
*Carlos Sanclemente nació en Popayán, Colombia, en 1979. Reside en España desde el 2003. Terminó sus estudios en el ámbito de la ingeniería, tiene un Master en Agroecología y Diploma de Estudios Avanzados en el Área de Sociología (posgrado), y su investigación ha disertado sobre las sociedades rurales y la posesión de la tierra en la edad contemporánea. También ha estado comprometido durante muchos años en la defensa de los Derechos Humanos y a la búsqueda de la paz en su país. Espoleado por las cuotas de violencia que había alcanzado el conflicto colombiano durante la primera década de este milenio, escribió su primera novela, titulada El gobierno de los bánvaros, publicada por la editorial Utopía en 2016, lo que cimentó en él la determinación de dedicarse a la escritura. Apasionado por la lectura y la escritura, se siente fuertemente influenciado por el realismo mágico y la voz minuciosa de José Saramago. Con la obra que presenta en este artículo, Los que esperan su duelo, fue finalista del VI Premio Albert Jovell de Novela, auspiciado por la Fundación para la Protección Social de la OMC.