Literatura
‘En agosto nos vemos’, o cómo la magia de Gabo sigue viva
Sobre el camino del escritor en la vida y en las letras, sobre todo lo que se sabe de su novela inédita que llega al mundo este 6 de marzo y sobre lo que este trabajo representa en el corpus literario del Nobel colombiano, el periodista Antonio Lozano escribe este texto en Revista Lengua, que republicamos en su integridad.
Este 6 de marzo de 2024, día en que Gabriel García Márquez habría cumplido 97 años, y diez años después de su fallecimiento, se producirá lo que solo puede calificarse de lanzamiento literario histórico: En agosto nos vemos, su novela inédita, un compendio de lo más sobresaliente de su obra, en la que trabajó profusamente y que solo un nivel de autoexigencia superlativo le impidió decidirse finalmente a publicarla. Exploración de un tema tan caro al Nobel colombiano como la sexualidad y el deseo, e impregnada de los ambientes y el carácter caribeños que con tanto cariño retrató, la novela la protagoniza una mujer, Ana Magdalena Bach, que cada agosto toma el transbordador hasta la isla en la que yace enterrada su madre, ritual que la provee de un surtido de encuentros inesperados que le permite jugar a ser otra persona.
La edición de la novela ha corrido a cargo de Cristóbal Pera, editor de los dos últimos libros que García Márquez publicó en vida, sus memorias, Vivir para contarla, y la novela Memoria de mis putas tristes. Pera se basó en las cinco versiones de En agosto nos vemos que reposan en el Harry Ransom Center, organismo de la Universidad de Texas que custodia los archivos del autor, comparándola con la versión que acumulaba cambios y últimas correcciones que su fiel secretaria, Mónica Alonso, fue guardando.
Para ir abriendo boca, recordamos la figura de Gabriel García Márquez, una de las cimas de la literatura universal y mascarón de proa del Boom latinoamericano, y buscamos más detalles sobre el libro entre algunos de los privilegiados que ya han tenido acceso al mismo.
Nacer en una novela (y reescribirla). Como no podía ser de otra forma, la vida de Gabriel García Márquez -que en el sentido más estricto posible arranca a las nueve de la mañana del 6 de marzo de 1927, en el municipio colombiano de Aracataca- brota gracias a unas circunstancias novelescas (dignas de un melodrama o un folletín) que él mismo se encargaría de novelar en El amor en los tiempos del cólera. Su futuro padre -Gabriel Eligio, hijo de madre soltera, telegrafista y mujeriego- era un partido horrible a ojos de su futuro abuelo materno -el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía-, que intentó poner tierra de poner medio entre los amantes enviando a su futura madre -Luisa- bien lejos de las garras del apestado pretendiente. Este, sin embargo, contraatacó con un arsenal de armas de seducción masiva -cartas, serenatas, mensajes telegráficos, poemas...- que superaron todos los obstáculos y doblegaron todas las voluntades, de modo que el matrimonio entre Gabriel y Laura se hizo finalmente posible.
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Curiosamente, el escritor protagonizaría su propia historia de amor novelesca, conociendo a su futura esposa, Mercedes Barcha -hija también de un boticario, ya que el pendenciero Gabriel se reformó- en un baile en la localidad de Sucre, cuando ambos eran apenas unos críos. El flechazo fue tan sísmico, aseguraría más adelante el autor, que ahí mismo decidió que debía casarse con ella, esperando a contar con apenas trece años para realizar la primera petición (in)formal de matrimonio.
Historias de fantasmas. Para los que crean firmemente en la predestinación o la transmisión genética de determinados talentos, una forma de ver el asunto es que las dulces y románticas palabras vertidas por su padre, a la desesperada y a través de los múltiples canales citados, son las que propician la llegada al mundo de un futuro maestro de las palabras. Sin embargo, García Márquez siempre destacó la capacidad fabuladora de sus abuelos maternos -quienes lo crían durante su más temprana infancia- a la hora de buscar el germen a su futura creatividad desbocada. Aquí llega de nuevo don Márquez Mejía, tan fecundo en el lecho -fue padre de doce criaturas (solo tres oficiales) con distintas mujeres- como a la hora de compartir batallitas (en sentido literal pues fue un veterano de la Guerra de los Mil Días), que transmite a su nieto el amor por las batallas, el circo y la consulta de diccionarios, y al que fascina con el relato del hombre al que mató en combate y cuyo peso simbólico siempre cargó en el alma.
Más relevante aún fue el ascendente de su abuela, Tranquilina Iguarán Cotes, de origen gallego, señora supersticiosa donde las haya, suministradora de historias sobrenaturales que explicaba con la naturalidad propia de quien no duda ni por un instante de su veracidad. Mina, como la llama afectuosamente el pequeño Gabriel, le enseña que el mundo del aquí y del allá, lo visible y lo invisible, lo explicable y lo inexplicable, los vivos y los muertos, conviven en igualdad de condiciones. En definitiva, que la realidad puede ser MÁGICA. Los que quieran saber más sobre la niñez extraordinaria del que fue el mayor de once hermanos -y que tuvo además cuatro hermanastros-, y que perdió parcialmente la visión del ojo izquierdo al mirar directamente a un eclipse, deben acudir a Vivir para contarla, que permite de paso conocer la manera en que recicló en su obra experiencias y episodios y relatos familiares que demandaban ser moldeadas por la literatura.
El mejor oficio. Aunque la escritura es el destino manifiesto de Gabriel García Márquez -en el internado ya compone poemas, a los veinte años publica su primer cuento...-, la presión familiar lo llevó a cursar estudios universitarios de Derecho que acabaría abandonando, y esa debilidad por las palabras encuentra su primer gran lienzo en el periodismo, segundo flechazo sísmico tras el de Mercedes. El Universal, de Cartagena de Indias, luego El Heraldo, de Barranquilla, pero sobre todo El Espectador, de Bogotá, son los diarios en los que ejerce de columnista y reportero, entregado al que califica de “mejor oficio del mundo”. En el proceso de investigación y posterior cribado, ensamblaje y exposición de toda la documentación reunida, García Márquez se descubre extasiado. A cualquier aspirante a novelista lo invita a curtirse en la calle, cazando datos, picando piedra para obtener declaraciones, sorteando mil obstáculos..., paso previo a encontrar, entre el bullicio de la redacción o en la soledad del hogar, la formulación expresiva que le haga más justicia a la historia, pues “la ética siempre debe acompañar al periodismo, como el zumbido al moscardón”.
Jubiloso profesor de talleres sobre periodismo -y promotor en 1994 de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano-, no se cansaba de lamentar algunas de los enemigos de su buen desempeño: el uso de la grabadora, unos planes de estudios demasiado centrados en la teoría, la pleitesía a la tecnología, las prisas y la reducción del espacio... La lectura de Relato de un náufrago (1955) -catorce crónicas sobre el naufragio de un destructor y las peripecias de uno de sus supervivientes, el marinero Luis Alejandro Velasco- o Noticia de un secuestro (1996) -en torno a la oleada de secuestros que sufrió Colombia en el marco del narcoterrorismo de los años 90- permite adentrarse en la tentacular concepción que el Nobel tenía del periodismo y sus posibilidades, tanto narrativas como de denuncia.
M de mágico, M de Macondo. Primero llegaron un puñado de relatos, publicados en El Espectador entre 1947 y 1952, más tarde una novela, La hojarasca, en 1955, que tardó años en encontrar editor y que apenas se vendió, pero que su responsable siempre señaló como favorita por su «sinceridad y espontaneidad». El resto es... Historia. ¿Qué decir de uno de los universos literarios más celebrados y analizados de las letras contemporáneas, merecedor de ensayos, tesis doctorales, artículos y todo tipo de textos que lo han puesto del derecho y del revés, buscando hasta el último hilo autobiográfico, las influencias más nimias y las interpretaciones más abstractas? Con todo, quizá merezca la pena recordar su amor temprano por Franz Kafka y Sófocles, así como su deuda confesa con las voces y técnicas aprendidas de Virginia Woolf y William Faulkner, pero ninguno de estos monstruos habría bastado si no hubiera caído de niño en la marmita de los relatos -más grandes que la vida, es decir, puras novelas- de sus abuelos y si la cultura caribeña no lo hubiera cortejado con sus escenarios, atmósferas, folclore y temperamento.
La soledad, el amor, el fatalismo, la violencia, los conflictos bélicos, la seducción, la lucha contra las convenciones sociales, las tensiones políticas, la nostalgia, la melancolía... recorren una obra exuberante (en todos los sentidos: hechos, escenarios, estructura, prosa...) que, si nos viéramos forzados a la tarea imposible de resumir en una palabra, a buscarle un Aleph que de algún modo la contuviera por entero, diríamos MACONDO. Entre las geografías imaginarias más célebres y ricas de la literaria universal (ahí con el condado de Yoknapatawpha, de Faulkner; la Región, de Benet; o la Tierra Media, de Tolkien, por citar solo tres ejemplos), este pueblo -aunque su creador prefería considerarlo “un estado de ánimo”-, fundado por el expedicionario José Arcadio Buendía a partir de un sueño, se adueñó de cinco de sus novelas: La hojarasca, Los funerales de la Mamá Grande, Cien años de soledad, La mala hora y El coronel no tiene quien le escriba. El porqué de su elección contiene un microrrelato en sí mismo: desde los primeros viajes que hizo de niño en tren desde Aracataca, junto a su abuelo, al autor siempre le llamó la atención el nombre de una finca bananera que cruzaba por delante de su ventana al poco de empezar la ruta, Macondo. En la evocación de su sonoridad poética hallaría décadas más tarde el impulso para convertirlo en el más hechizante emplazamiento del realismo mágico, escuela o corriente que para García Márquez era una simple etiqueta para lo que él entendía como una obviedad: que la novela es el lugar donde la realidad se ve expandida y elevada por la imaginación hasta alcanzar potencialidades infinitas.
Y un apunte al hilo de esto: en un nuevo rizo entre realidad y ficción, los ciudadanos de Aracataca votaron en referéndum no renombrar el municipio como Macondo; es decir, decidieron no hacer el viaje inverso al realizado por el escritor, convertir la novela en realidad.
Tachar, cambiar y volver a empezar. El perfeccionismo, entendido como esa búsqueda del “mot juste” en expresión de Gustave Flaubert, era una seña de identidad del escritor, que entregaba la obra definitiva solo después de someterla a numerosos borradores. Sin embargo, incluso tras este aparente cierre, sus editores sabían bien que no debían confiarse ya que lo más probable es que llegaran nuevas revisiones -a veces detalles ínfimos, pongamos un adjetivo sacrificado por una alternativa que podía aportar un matiz microscópico, pero relevante a ojos del autor-, al límite de enviar el manuscrito a imprenta. En agosto nos vemos no fue una excepción a esta mirada rigurosa y atenta al detalle, pues ha trascendido que trabajó en las mejoras del manuscrito hasta que las fuerzas y la salud lo acompañaron. La reproducción de algunas páginas facsímiles de las distintas versiones del manuscrito en la edición de Random House permitirá al lector constatar semejante grado de entrega y meticulosidad.
100% Gabo. Contra la suspicacia que levanta por sistema la recuperación de cualquier inédito, y más tratándose de un escritor de la talla de Gabriel García Márquez (recordemos, por ejemplo, las polémicas derivadas de hallazgos de cajón como los de Ernest Hemingway o Harper Lee), Pilar Reyes, Directora Editorial de la División Literaria de Penguin Random House Grupo Editorial, remarca que “tenemos esta novela entre las manos gracias a la decisión de los herederos del autor de publicarla para nosotros, es una decisión feliz en el sentido de que completa una obra, pues vemos en ella no solo un texto absolutamente consistente con el mundo narrativo que García Márquez fue construyendo a través de sus libros, sino el intento de un escritor de escribir contra viento y marea, incluso en las condiciones más adversas, contra sus propias limitaciones”.
Miguel Aguilar, Director Literario de Debate, Taurus y Random House, también pone el acento en el encaje natural del libro en la bibliografía del escritor, añadiendo un matiz especial, al declarar que ”En agosto nos vemos conecta con el corpus del autor ya que nos sitúa en un entorno caribeño, habla del amor y de la vida y de las relaciones humanas y los equívocos que las rodean. Creo que es una novela muy disfrutable y muy reconocible, pero al tiempo con una protagonista mujer y una mirada al universo femenino poco habitual en García Márquez”.
Pilar Reyes no solo detecta en la novela un broche de oro a la trayectoria de García Márquez, sino que la piensa en términos de ofrenda a los lectores y recordatorio de su apasionada entrega a la literatura. “Pienso que es un maravilloso cierre, por varios motivos: el amor, trasmutado aquí en deseo, es el tema central de la novela, como lo es de la obra entera de su autor. La protagonista y su búsqueda de libertad a través de esa noche que se regala a sí misma una vez al año, me parece una hermosa puerta de entrada a la percepción del universo femenino que ocupaba el interés creativo de García Márquez en sus últimos años. La novela está completa, aunque para su autor no fuera definitiva. Este libro es, además, la prueba de que un escritor no puede dejar de escribir. O, por decirlo de otro modo, que no puede vivir sin escribir. Como si nos dijera que hay que contar para vivirla. Esa es una lección clara y conmovedora ante la que sus lectores solo podemos, con el corazón abierto, darle las gracias”.
*Puede leer el artículo original en el sitio de la revista Lengua, de Penguin RHM.