FICCI 63
En el cine colombiano estrenado en el FICCI 63, la familia “tradicional” es una unidad que duele sus vacíos
En tres de los grandes estrenos nacionales de ficción en el FICCI, el encuentro cinematográfico más importante del país en el que SEMANA hace presencia, dos directoras y un director de Medellín, Bogotá y Cali proyectan dinámicas de los núcleos familiares contemporáneos y los sentimientos y subtextos que acarrean.
Una gran edición 63 del Festival internacional de Cine de Cartagena de Indias (Ficci) se ha vivido desde el martes, cerrando este domingo, por muchos escenarios distintos de la Heroica y otros municipios de Bolívar, y SEMANA, presente en el festival, ha participado en premieres de películas que darán de qué hablar en el cine colombiano este año, empezando en mayo, cuando se estrena Yo vi tres luces negras. Y darán de qué hablar, porque eso han hecho por donde se les ha visto, incluyendo ahora a Cartagena, antes de llegar en distintos puntos del año, a cines de todo el país.
Parte interesante de estas producciones que esta revista presenció, incluyendo la película de apertura, La piel en primavera, ópera prima de la antioqueña Yennifer Uribe Alzate, y dos estrenos de directores que presentan sus segundos largometrajes, Malta, de la bogotana Natalia Santa, y Yo vi tres luces negras, del caleño Santiago Lozano Álvarez, es que se puede trazar un hilo conductor entre ellas desde una óptica particular de familia. A su manera, cada una redefine lo que es ser una familia en Colombia en estas épocas contemporáneas. No se lo proponen, porque sus inquietudes son más amplias, pero lo hacen porque eso hace el cine, dialoga desde sus temáticas, y conecta.
Así pues, lo que se conocía como la familia tradicional hasta los años noventa sigue existiendo, pero no se puede vender más como “tradicional”. Ese apelativo va atado ahora, casi exclusivamente, a familias marcadas por ausencias. Eso reflejan estos estrenos de los que le recomendamos estar pendientes.
Derecho a sentir
La piel en primavera, la película que abrió Ficci 63, sigue a Sandra, una mujer en sus treintas que, en ese rol de madre soltera, responsabilidad que la vida la llevó a asumir, ha perdido la conexión con su cuerpo, con su deseo y con el derecho a sentir. Proveedora de su hijo de 15 años (edad volátil y exigente si las hay), Sandra es guardia de seguridad en un centro comercial, un trabajo en el que empieza. Y es en ruta a ese trabajo, en un bus, que su vida da un giro. La película mueve la cámara magistralmente por ese bus y registra varias entrañables dinámicas del transporte público.
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Yennifer Uribe aseguró haberse inspirado en un momento de vida en el que, en un viaje de bus urbano, vio a una mujer pedirle al conductor indicaciones para bajarse donde debía, porque no sabía dónde era. Y este no solo aceptó. Le propuso sentarse cerca para no olvidar avisarle. Así inició entre ambos un lento coqueteo. Y ese punto de giro crucial, pero que no define este relato audiovisual.
La película muestra una Medellín popular, lejana de una violencia que muchas veces ha sido protagonista ya y lejana de la gentrificación feroz que hoy vive la ciudad, pero tan cierta e importante como estas.
Esta mujer, cabeza de hogar, se reconecta con su propia sexualidad y con la búsqueda de su sonrisa. Y al hacerlo logra acercarse de nuevo a un hijo de ánimos adolescentes. En esta familia de dos, es en contacto con su piel que Sandra sana las grietas de la obligación y la distancia que viene de las rutinas. A esas parecen subyugadas muchas mujeres a las que esta cinta habla.
No es una película de amor romántico. Y si hay cambio en la protagonista es también por su familia escogida, sus compañeras y amigas. La película presenta mujeres sencillas, genuinas y llenas de corazón, que se apoyan en sus labores de trabajo y en sus vidas, animándose a vivir más y a explorar, con ropas íntimas, con juguetes sexuales, con baile...
Vale destacar a todos sus actores, pero especialmente a su protagonista, Alba Liliana Agudelo Posada, quien tras un año de trabajo con la directora deja un rol precioso, vulnerable y revelador.
Familia es subtexto
En Malta, segunda película de Natalia Santa, Estefanía Piñeres (disculpas por el error en versión impresa) le da vida a una memorable protagonista, una rola absoluta que refleja muchísimos de los dilemas y las cuestiones de su generación. Mariana atraviesa sus veintes. Integra la generación que en los call centers encuentra una fuente de sustento con la que apenas subsiste. Vive una sexualidad experimental que la hace sentir viva, pero también la expone a peligros.
Y Mariana se proyecta una vida distinta, en algún otro lugar, quizá en Malta; pinta en su horizonte un cambio, un viaje, un estudio, algo que la saque de ese ciclo, de esa casa de familia en la que aún vive con su hermano menor, su hermana mayor, y su madre. Y todos tienen una personalidad fuerte, hasta el chiquito (algo más alegre que el resto, sí). Y todos saben de qué temas no se habla abiertamente. Como en todas las familias. En este caso, no se habla de un padre ausente, que abandonó a la madre. La razón se nos va revelando de a pocos, entre los sablazos y los cariños sutilmente expresados. También hay un hermano que, como el padre, dejó el hogar, Rigo.
Una fuerza natural callada, mordaz, pero expresiva, Mariana estudia alemán y le fascina recorrer ciudades en Google Earth, y es un absoluto producto de su dinámica familiar. De respuestas rápidas y duras, es capaz de recibir sablazos, pero de darlos también. Porque el lazo de sangre y el subtexto familiar es gasolina cuando de hacerse reclamos se trata. “Porque te quiero (y porque te conozco y sé lo que has pasado), te aporreo”. Las familias tradicionales son ahora las que aceptan sus vacíos y grietas. Y no significa esto que sean felices por ello, pero en este núcleo familiar de Malta, tan genuinamente escrito y actuado, se hiere de las maneras más duras, y, con un gesto clave, se demuestra que el amor también sigue vivo.
Esta película, que la directora dedica a su madre, refleja muy fielmente la vida de una familia de clase media bogotana, en sus gestos, en sus tonos, en sus tiras y aflojes. Y si bien se siente dura, también ostenta un lado ligero, como su personaje principal. En la cinta, el lado más luminoso viene del personaje de Gabriel, un pretendiente de Mariana interpretado con gracia y sensibilidad por Emmanuel Restrepo (quien se llevó un India Catalina la noche del jueves, en la dominación de La primera vez, de Netflix).
La contracara viene de la demoledora actuación de Patricia Tamayo, como Julia, una madre que fragmentó a su familia y carga el peso del resentimiento propio; y también de lo que suma Ángela Rodríguez, como su hermana Mónica, esa mujer responsable que no puede entender cómo se comporta el resto y no puede evitar mencionarlo. Le reclama, especialmente, a su hermano Rigo, casi tan ausente como su padre, que tiene una bebé y no responde por ella. La nueva familia tradicional no oculta los matices que Malta tiene la gran virtud de recrear y evocar.
Un sabedor, un vacío
En la tremenda película Yo vi tres luces negras, que se estrena el 9 de mayo, José de los Santos es un sabedor, poseedor del don ancestral de curar con plantas y limpiar con rezos, que tiene que lidiar con la pérdida de su hijo, apodado Pium Pium, al que sus victimarios no lo dejaron ni rezar.
Sin rechazar su don y saber, este es un protagonista cansado de tenerlo, por cuenta de un conflicto que sufren él y todas las familias que, en medio del fuego cruzado, se han visto fragmentadas y traumatizadas. La madre de Pium Pium no está en el panorama, y a ese hijo lo perdió a manos de la guerra, ante balas de gente que lo vio crecer. Producto del diálogo que sostiene tan fácilmente con los vivos y con los muertos, José emprende una travesía que lo ve lidiar con las fuerzas contrarias de un conflicto devastador de juventudes, y tradiciones.
Jesús María Mina, quien da vida a José (disculpas por el error en edición impresa), considera la película cine experimental, “en el mejor sentido de la palabra”. Un maestro en teatro, encontró en este rol quizá el más grande de su carrera, con algo importante por narrar. Santiago Lozano, el director y guionista, soporta su historia, dura y visualmente poética, en una investigación profunda, apoyada en la palabra y experiencia de muchos sabedores y sabedoras, y en letras como las de Manuel Zapata Olivella en Changó, el gran putas. El vacío familiar, un lazo constante a estas tres valiosas producciones, que miran a generaciones distintas y a cómo lidian con la pérdida y lo que no se puede deshacer.