Libros
En este fragmento de ‘Las medidas del engaño’ de Yefferson Ospina, el periodista es presa cínica de las dinámicas actuales
Publicada por Random House, la primera novela del periodista y académico caldense aborda el desengaño, las promesas rotas del sistema y las falsas esperanzas de prosperidad. Un hecho inesperado y brutal, que un grupo de amigos presencia en su juventud, en medio de un pueblo marginado y azotado por la violencia, detona la trama. Lea aquí el inicio.
Nacido en Aguadas, Caldas, en 1988, Yefferson Ospina es comunicador de la Universidad del Valle. Se ha desempeñado como coordinador de la Red de Bibliotecas Públicas de Cali y como periodista en el periódico El País de esa ciudad, medio en el que también fue coordinador editorial del suplemento cultural Gaceta. En 2016 recibió el premio de Periodismo Ulrich Wickert Stiftung en la categoría internacional a mejor crónica sobre Derechos de la Infancia, y también ha sido seleccionado en dos ocasiones para participar en proyectos periodísticos de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano. Ospina ha sido becario del Pulitzer Center y de Google News Initiative. Actualmente adelanta un Ph. D en Literaturas Latinoamericanas en la Universidad de Texas, en Austin.
Las medidas del engaño, su primera novela, fue finalista del VX Concurso Nacional de la Cámara de Comercio de Medellín. En ella, con intuición y fluidez, la trama sigue a un joven periodista sumergido en una guerra que lo consume y a los seres que lo rodean, y los arrastra a verdades abrumadoras. Es una novela sobre el desengaño, las promesas rotas del sistema y las falsas esperanzas de prosperidad. Y el detonante que todo lo desencadena es un hecho inesperado y brutal, que un grupo de amigos presencia en su juventud, en medio de un pueblo marginado y azotado por la violencia.
A continuación, cortesía de Random House, compartimos las páginas iniciales de Las medidas del engaño. En ellas, con una franqueza descarnada, Ospina desnuda el pensamiento de su narrador, un periodista y un hombre del siglo XXI, en sus medianos treintas, que no tiene certeza de ser ni lo uno ni lo otro. Por la manera contundente en la que relata lo que su personaje vive en la prisión de su rutina profesional y personal, Ospina atrapa. Aunque, expuestos a estas letras, eso lo pueden juzgar mejor cada uno de ustedes allá afuera.
Primera parte
Las grietas
I
Siete de la mañana . El silencio de mi casa es aterrador. La perspectiva del día que comienza, de cada una de sus horas gastadas entre la estupidez, el hastío y el absurdo, sin embargo, aterra un poco más. Siento que cada uno de mis gestos, mis pasos hacia el baño, mi pene inútil vaciando mi vejiga, mi reflejo bruto sobre el espejo, no solo carecen de sentido, sino que constituyen la forma de una locura callada, silenciosa, solapada y, por ello mismo, más odiosa y exasperante. Me baño, el agua corre fría, y vuelvo a pensar. La noche anterior dormí poco. De hecho, llevo algo menos de un mes durmiendo poco. El desconcierto me aplasta. Primero fue el silencio descomunal. Casi una idiotez. Al día siguiente me preguntaba cómo era posible que aquello, un descenso laboral, esa humillación en mi trabajo, tuviera consecuencias tan profundas, tan radicales. Al tercer día las preguntas tomaron otro cariz, se hicieron crueles, transparentes, de una simplicidad que desquicia . ¿Quién soy? ¿Qué he dejado de ser? ¿Qué soy o he sido? ¿En qué me he convertido? O, incluso, no en qué cosa me he convertido, sino ¿he sido siempre eso? ¿He sido siempre nada más que esto, esta especie de piñón, de mecanismo necio, esto que es menos, mucho menos, que un hombre? Es posible. ¿Un hombre?, me digo mientras me baño.
Tendencias
¿Qué es el hombre? ¿Qué es ser un hombre? Un interrogante despiadado y frío se precipita a diario sobre cada acto, sobre cada pensamiento, sobre cada segundo de mi vida. Y me pregunto si un hombre es esto que soy yo. El tipo de treinta y cinco años que se levanta cada día para ir a su trabajo, que se desgasta a diario en el delirio de su empleo y lee uno o dos libros al mes, o incluso menos, y ve algunas películas, sin más ambición que llegar incólume al día del siguiente salario, y que paga a cuotas su apartamento y desea, cada vez con menos ahínco, un auto nuevo, y sueña con la playa a fin de año o a mitad de año o cuando sea que se pueda, y que procura expoliar cada día la futilidad de su existencia con series de televisión o salidas a restaurantes más o menos prestigiosos, si es que eso existe, sí, si es que queda prestigio —sea lo que sea que eso signifique— en esta ciudad de destrozos; el tipo cuya existencia, cuyo paso por este mundo, se ha reducido al hábito alienado del trabajo, a la observancia desencantada del discurrir de los días acompañados, de vez en cuando, por breves episodios febriles del frívolo placer de poseer, de comprar, de exhibir un poco; incapaz ya de amar, incapaz incluso del frenetismo juvenil del sexo, incapaz del exceso y solo capaz del delirio triste de la vida laboral, del ejercicio de sobrevivir, descreído, embrutecido, reducido, aplastado. ¿Es eso un hombre?
Mi trabajo. Soy periodista. ¿Lo soy? A las nueve de la mañana he leído con una especie de fiebre decadente todos los portales de noticias que hablan sobre esta ciudad y este país. Bueno, exagero, no todos. He leído los que supongo que vale la pena leer. ¿Vale la pena? Es parte de mi trabajo. De mi delirio triste. A las nueve de la mañana comienza todo. Escribo con una brutalidad que enloquece. Mucho, demasiado, como un trastornado. Y escribo sobre todo. Bueno, sobre aquello que pueda hacerse viral, aquello que conduzca al clic, aquello que mejore las estadísticas de visitas a la página web que mi jefe presenta cada fin de mes. Escribo sobre el nuevo tatuaje del cantante sex symbol, sobre las fotos íntimas que se filtraron de la actriz reconocida, sobre el video de las experiencias homosexuales del deportista ejemplar… Esas cosas suelen estar por ahí, en las redes, en Facebook o X o Instagram . Debo buscarlas, debo recorrer como el más triste desvalido intelectual esas cosas y, si no las encuentro, entonces debo inventarlas. Claro, nadie lo dice de esa manera. Le llamamos «encontrar la noticia», pero en realidad es inventarla . Digamos que aquella cantante que se ha convertido en la nueva fantasía sexual de todo el país publica una foto en bikini en su cuenta de Instagram. Mi trabajo en ese caso consiste en escribir un titular que diga algo como: «Se conoce candente foto en la que la cantante x muestra de más» . Y bingo, se hace esa pobre magia: hay una explosión silenciosa, los números empiezan a crecer en el contador de visitas, la nota es compartida por miles en redes sociales y algunos días yo llego a sentirme satisfecho, realizado, sea lo que sea que eso quiera decir . Aunque en general no suele ser de ese modo.
Hay en mí un abatimiento y una fatiga y, sin embargo, escribo como un poseso. Me gustaría decir que escribo como una máquina, pero no tengo esa suerte. No es maquinal lo que hago, no. De hecho, hay comprometidos demasiado asco y exasperación como para acudir a la metáfora de la máquina. No, lo que siento es horriblemente humano… El mundo es una jauría hambrienta, incansable. Me sorprende, pero como un golpe directo a los testículos, ese afán ilimitado que tiene por atragantarse con toda la frivolidad y estupidez y mierda que llenan la vida de sus penosos héroes. Están siempre dispuestos, siempre. Es la regla que no tiene excepción: la estupidez es uno de los mayores impulsos de la humanidad contemporánea. No sé si ha sido siempre así. Ahora lo es. Así que procuro no pensar demasiado . Me abandono de un modo lamentable a mi trabajo y escribo y navego en Instagram o Facebook o en otros portales, y me ahogo y me extravío y puedo incluso dejar de pensar un poco, solo estoy ahí, escribiendo ya no desesperado sino indiferente y atroz y crónico agotado, y en algún momento me llega una sordera, una reverberación en los oídos, en el cerebro, y sé que es mejor levantarme por un café, pero procuro no tardar mucho, no sea que la certeza de este gran y obsceno absurdo me alcance, me golpee de frente y se abalance sobre mí y me paralice… Así que regreso al teclado con cierta urgencia. Pero ya no hay nada que hacer, esta conciencia y esta certeza son irremediables… Por eso procuro no descansar, por eso me agoto violentamente en el ejercicio de la estupidez. Pero no es suficiente. En las noches deseo no poseer esta luz, que no es mucha, sino la dosis exacta que no me permite estar tranquilo, e imagino y anhelo esa felicidad áspera y elemental que llena la vida de tantos obreros. Soy periodista, me digo. Pero mis palabras son como bocanadas de bestias ignotas. No tienen sentido. Son elementos inescrutables y horribles, ruidosos, exasperantes.
Decidí tomar el transporte público. Estoy cansado y admito que en ciertos días encuentro complacencia en la miseria. Así que vamos, me digo, es un lindo día para usar aquel bus, monumento a la infamia, en el que a las ocho de la mañana te consume el calor y te abruma el desfile del hambre y la pobreza absoluta y triste y también vulgar, visible en todos los signos vitales de aquellos, como yo, sobrevivientes de un desastre que no vemos, que no vimos, que no comprendemos, que solo heredamos. Y el bus echa a andar. Absurdo y colérico, preñado hasta la obscenidad e incansable, indestructible. Me gusta pensar que en la vida de todo hombre y mujer hay un punto en el que se despiertan del engaño. Hay un momento en que la vanidad y la vasta mentira se abalanzan impúdicas y crueles pero casi alborozadas sobre nosotros. Y entonces, quizá de golpe o quizá como una progresión lenta, irrevocable, como terrones que anuncian el terremoto, de pronto presentimos las ruinas. Sí, me gusta pensarlo. Pero estoy harto de engaños, así que no creo en ese. No, no es así . No todos despertamos del engaño. Hay individuos que consumen las cuatro o cinco u ocho décadas de palpitaciones de su corazón, de dilataciones de sus pulmones, de los miles de mecanismos exactos de su cuerpo, sin comprenderlo, sin despertar del engaño, convencidos o indiferentes de los caminos que el mundo ofrece. No se lo plantean, no se lo preguntan. Solo están ahí, algunos incluso en la más abrumadora desdicha, y siguen peleando con ferocidad por sus mezquinos placeres, por el aguardiente del fin de semana. Hay otros que quizá sienten que no son engañados, porque están del otro lado, el de los ganadores impolutos a quienes el mundo ofreció sus tronos . Así que no, no me rindo a la filosofía popular, no creo que a todos nos llegue el turno de tocar fondo. No. Pero en mi vida sí fue así. Hubo un momento en que lo comprendí, en que descubrí, no sin cierto dolor, la certeza de haber sido engañado a lo largo de todos los años, de todos los días. Las cosas se pueden interpretar de varias maneras, por supuesto. Yo, como cualquier otra persona en el mundo, solo puedo ofrecer mi versión de los hechos. Usted, que lee, puede hacer con ella lo que le venga en gana.
Llego al edificio del periódico para el cual trabajo e ingreso a mi oficina por la puerta trasera, a través de los grandes y sucios salones en donde se guarda la basura. Prefiero hacerlo por ahí. No niego que un poco de vergüenza está involucrada en este asunto. Ahora soy el periodista de la sección de entretenimiento de la página web que tiene el periódico. En suma, estoy en el escalón más bajo de la pirámide de reconocimiento que tácitamente existe allí. Es una mierda, claro. La primera semana fue duro, la segunda peor, y ahora, tres meses después, solo puedo decir que la capacidad para la costumbre es una de las virtudes más atroces del ser humano. Antes de eso yo era el periodista cultural que había ganado un cierto reconocimiento, que recibía invitaciones para entrevistar a los escritores, artistas y cineastas que llegaban de visita a la ciudad o para asistir a los eventos culturales más importantes del continente, que escribía las críticas de las películas y obras de teatro estrenadas y de las nuevas novelas publicadas . Digamos, estaba en uno de los lugares de esnobismo por excelencia envidiados y deseados por una buena cantidad de colegas. Y, en defensa propia, debo decir que al menos me tomé mi trabajo con una cierta seriedad conmovedora. Asistí a todos los ensayos de obras a los que fui invitado, leí los libros que me enviaron, vi las películas que se estrenaron, intenté dejar de hablar de aquello que aparecía en las secciones de entretenimiento de los noticieros del mediodía para escribir sobre lo «independiente y las nuevas olas», y en fin… El asunto, para no ir a detalles insoportables, fue así . Tuve un turno dominical en el que, como cada día, debía escribir las páginas culturales. Lo hice, pero olvidé que, en la mañana, mi editora me había escrito por WhatsApp pidiéndome que hiciera un par de cambios en un obituario de la página social. Lo olvidé, fue eso lo que sucedió. Lo olvidé y no hice los cambios. Y resulta que se trataba del obituario de uno de esos ancianos millonarios terratenientes de antepasados esclavistas de la ciudad, mejor amigo de infancia del dueño del periódico, y en el obituario se invitaba a la celebración de una misa en su memoria. Parece que por mi culpa muy poca gente se enteró y aquel acontecimiento, que aquella familia de aristocracia vulgar consideraba que debía paralizar la vida entera de la ciudad, fue nada más que una pequeña misa de barrio interrumpida por los juegos de un grupo de niños en el parque frente a la iglesia. Así que la culpa fue mía y el jefe de información del periódico, azuzado por el dueño de este, no dudó en demostrar la superioridad de su apellido y del apellido del anciano muerto y me envió a trabajar al lugar al que se envía a los practicantes que ellos juzgan menos talentosos. Eso fue lo que ocurrió. Puse en ridículo a la ya ridícula aristocracia ignorante de la ciudad y no importó que alguna vez hubiera ganado un premio internacional de periodismo, ni una beca para realizar un reportaje junto al Times, ni que durante el tiempo en que dirigí la revista cultural —antes de que la descontinuaran porque no generaba dinero— tuvo sus índices más altos de lectura. No. Era simple.
Nadie fue a la misa a despedir al anciano. Y yo era el culpable. En realidad, hay quienes dicen que debieron despedirme, pero, por el hecho de que se trataba de mí, no lo hicieron. Incluso, parecía que en realidad los dueños del periódico me estaban dando, en su generosidad ilimitada, una segunda oportunidad y esperaban que volviera a ganarme su confianza, que escalara desde lo más hondo de la caída y alguna vez pudiera contarme de nuevo entre aquellos que merecen la sonrisa del jefe. Supongo que debí haber mandado todo a la mierda de una vez. Haberle dicho a aquel idiota presumido —que era jefe del periódico por la única virtud de ser descendiente de su fundador— que podía irse al carajo, que su confianza no me interesaba y que, al final, me hacía un favor, pues estaba harto de trabajar para un periódico que ahora solo leían ancianos millonarios nostálgicos de esas épocas en que podían follarse a las negras que esclavizaban en sus fincas, con toda la impunidad que les reportaba su blanco color de piel. Pero no lo hice. Y ahora creo que no fue tanto por el dinero. Podía quedarme sin trabajo por un tiempo. Incluso salir del país, digamos, hacia Estados Unidos, trabajar como ilegal algunos años, regresar con dólares y «montar un negocio», como es el nuevo sueño americano sudaca… En fin. Sé que no se trataba del dinero. Fue más bien que de inmediato caí en una especie de estupor, un desconcierto vital, y, de un modo imperceptible, solo quise verme a mí mismo, ver qué podría suceder, un experimento indiferente en el que era víctima y espectador para entender hasta dónde podría llegar. Ahora comprendo que fue el desconcierto de avistar el engaño, salvo que en aquel momento el deslumbramiento fue tal que no pude entender las proporciones del sismo. Porque el engaño tiene medidas titánicas, es un mar aciago y denso. Y cuando se llega a él, no hay forma de alcanzar una orilla. No, los más feroces solo logran permanecer en el naufragio constante, hasta que un día cualquiera llega la muerte. Probablemente ese fue el primer signo. Entender de un modo brutal y enceguecedor que uno no es más que un piñón, una pequeña rueda, mínima incluso, en un mecanismo gigante y también despreciable. Pero no entenderlo, sino experimentarlo. Es fácil entenderlo, es fácil incluso teorizarlo, hablar de ello, del hombre —y la mujer— como engranajes, repuestos, pistones de la máquina inmensa. Otra cosa es la experiencia devastadora, la sensación plena y desbordante de serlo que no pasa por la razón, sino por la experiencia cruda. Eso es otra cosa. Eso no es teoría, eso es apenas la vida en su más negra dimensión. Son eventos que difícilmente se comprenden cuando están teniendo lugar. La comprensión y las hipótesis, con suerte, llegan después. Mediodía. Soy bueno para los números y entonces hago la matemática. He escrito cinco notas para el portal web. Tres de ellas sobre una mujer a la que llaman «influencer» de Instagram y quien publicó, en su cuenta de esa red, un video con un enano besándole el trasero. Las visitas están muy por encima del promedio y el editor está dichoso, tanto que se ha puesto lenguaraz y habla, y camina por ahí, y se las da de coqueto con la secretaria. Cinco notas, cada una con un promedio de cuatrocientas palabras, lo que quiere decir que he tecleado al menos dos mil palabras en tres horas, un promedio de diez mil caracteres en ciento ochenta minutos, cincuenta y cinco caracteres por minuto. Casi un carácter por segundo. Bonita forma de llenar el tiempo, me digo. Y entre las nueve de la mañana y el mediodía, alrededor de cien mil personas han visitado el por tal web y, de esas, sesenta mil han visto las tres notas sobre la mujer con el enano en su trasero, veinte mil han leído una nota sobre el anuncio hecho por otra influencer de transmitir en vivo su próxima cirugía plástica, y el resto se reparten entre las notas sobre el partido de fútbol del fin de semana, un par de asesinatos y el horóscopo. Me engañaron, nos engañaron, o nos engañamos.
En todo caso, estamos hundidos en un elemento siniestro. Y en momentos como esos, cuando puedo tomarme una hora para mi almuerzo, pienso en vos, abuela. Y te recuerdo, allá, remota, delgada, el cabello cano peinado hacia atrás, las manos finas pero también desgastadas y algo rudas por la labor incesante. Te recuerdo, abuela, frente a la estufa eléctrica, grácil, una figura como de viento en la cocina calentando el chocolate y haciendo las arepas. El rostro anguloso y suave, que años después comprendí como los restos aún espléndidos de un esplendor modesto marcado por el trabajo resignado y las derrotas, tu figura nunca vencida por los años, aunque demasiado leve por el cáncer… Y sentado en el taburete de madera y cuero, yo, cuatro años, pantalón azul y camisa blanca, aplicado al libro, mientras tú me escuchabas leer y de pronto te acercabas, ponías tu rostro sobre mi hombro y yo te sentía sin despegar los ojos del libro; había entre los dos un murmullo silencioso, un resonar mutuo, y te percatabas de que no me equivocara al leer, de que no me fijara en los dibujos sino en las letras, y luego me besabas y me decías que lo hacía muy bien, abuela. Y yo me sentía invencible, íntimamente lo sentía, ahora lo sé, como si aquella cocina de toscas paredes rosas fuera la torre del mundo. Y entonces me pregunto si me engañaron, si a ti también te engañaron, abuela, y ardo en una cólera negra. ¿Me reconocerías ahora? Quiero incendiar el mundo. ¿Me reconocerías ahora? Si pudieras regresar de las cenizas finales y vacuas, ¿verías en mí al chico de cuatro años que leía el libro en la madrugada, cuando afuera aún era oscuro, mientras tú calentabas el chocolate para el abuelo y para tu madre y para mí, el chico inocente que trajo una alegría renovada a tu vida marchita y gris de puros días de trabajo? ¿Lo verías, abuela? ¿Qué verías en mí? Tengo la impresión de que hubo un momento en el que todo se echó a perder. Pero no me confío de eso. Es posible que sea así, o es posible que no. Es posible que el camino recorrido desde los días de nuestro paraíso pobre hasta ahora ya tuviera un signo, que fuera un trayecto irrevocable . Es posible . A veces creo que no soportaría tu presencia. Que si estuvieras aquí me consumiría la vergüenza de verte a los ojos. Sí, a veces siento exactamente eso. Porque no me reconozco, siento que en algún momento se disolvió ese chico que amaste, que el mundo lo usurpó y puso en cambio a este hombre . A este hombre… Y me sigo preguntando, ¿es esto que soy un hombre?