LIBROS

El libro inspirado en el caso de Sergio Urrego

'Mariposas Verdes' de Enrique Patiño evoca la vida del joven de 16 años que se suicidó por la discriminación que vivía por ser homosexual. Semana.com presenta un capítulo.

28 de abril de 2017
| Foto: Archivo particular

¿En qué momento uno se vuelve uno? ¿Cuándo el ser humano pasa a convertirse en lo que terminará siendo? ¿Es una acumulación de momentos? ¿Son algunos hechos los que hacen virar el rumbo de tu propia vida, como los puntos de giro de las películas o las esquinas que uno dobla cuando camina por el barrio? ¿Acaso somos una suma de piezas que intentamos volver a unir, como los pedazos de un espejo roto? ¿Qué era yo? ¿Qué soy yo? ¿Quién soy yo? ¿Una suma de momentos? ¿La destrucción de mis propias expectativas y las de quienes me han conocido hasta terminar convertido en la reducción de un ser humano? ¿Qué parte soy del rompecabezas? ¿Una más del todo? ¿Acaso soy una pieza suelta que no encaja?

Tal vez sea parte del rompecabezas, pero como pieza individual no me siento partícipe de la obra. ¿O será que es el rompecabezas el que decidió excluir a las piezas que no le gustaban? ¿Es la sociedad la que aparta a quienes se alejan del molde? Aún no lo sé. Tal vez pienso demasiado.

De lo que sí estoy seguro es de que la ruptura de mis padres fue el eslabón inicial en la cadena de hechos que me llevaron a convertirme en otra persona. Soy también una consecuencia de ver partir a mi padre, de romper en llanto al entender cómo mi madre le había dejado las maletas listas para que no hubiera más escándalos ni tuviera oportunidad de arrepentirse, de la asepsia de su adiós y de cómo él no pudo más que despedirse sin que yo pudiera retenerlo.

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Soy el resultado del nuevo apartamento al que nos mudamos, más ordenado y pulcro, más elegante y limpio, que poco a poco organicé y en el que pude ubicar la constelación de Centauro sobre mi cabeza, con estrellas fluorescentes que brillaban en las noches y sobre el que luego fui armando otras constelaciones, como la de mi signo, Sagitario. Soy ese muchacho que finalmente logró armar y exhibir un nuevo rompecabezas de 5.000 piezas, esta vez de la torre Eiffel, porque el otro quedó incompleto en el punto exacto de la separación de mis padres.

Soy parte del amor de ambos, porque mamá y papá me amaron, y mucho, pero estaban inmersos en ese apresuramiento de la vida adulta que los obligó a anteponer la seguridad y el bienestar por encima de la libertad. Y formo parte también del amor consumado de mi abuela, ese ser que fue mi compañía cuando me sentía solo y desamparado. De igual manera, soy el resultado de los libros que pude ir acumulando, como un tesoro, en mi propia biblioteca, nutrida de ejemplares y clasificada por géneros, desde La vuelta al mundo en ochenta días de Julio Verne y El lazarillo de Tormes, hasta La madre de Máximo Gorki, pasando por las obras de Nietzche. De esos libros que fueron dándome la libertad de pensar por cuenta  propia y entender que del conocimiento es que se alimenta todo ser que quiere salir de su crisálida.

Y sí, he pensado mucho todos estos años. Mi cabeza hierve y jamás permanece en calma. Por eso mismo siento que mi vida no ha sido en vano hasta hoy. No nací para ser como una roca que se lanza al río o un madero arrastrado por las aguas para que suceda con él lo que la corriente y los demás quieran. No nací para dejarme llevar por otros, para que me impongan la música que dictan las emisoras, los artistas que quiera la industria, las películas que dicte el mercadeo. Nací para decidir.

Alguna vez mi mamá quiso prohibirme algunos libros que mi padre me suministraba, pero ya entonces había mucho en mi alma de lo que soy hoy: esta rebeldía y la conciencia de que la vida no era lo que me imponían los demás. No permití entonces que me los quitara. Ya perder la presencia de un padre era demasiado y se lo dejé saber con mi mirada. Ella me observó entonces como si hubiera sido derrotada. La entendía, su amor era infinito, y dentro de ese amor, quería protegerme. Pero yo quería devorarme el mundo, y parte de eso conllevaba la necesidad de dejar sentada mi propia voz.

Solo que no sería fácil.

Casi siempre que quieres elevar la voz van a intentar aplastarte.

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La primera vez que fui consciente de ello fue cuando pasé de primaria a bachillerato en el colegio Campestre. La emoción de sentirme entre los más grandes se encontró con la dureza de entender que no sería igual de bien aceptado que antes. Poco a poco gané amigos, o así los llamaba con inocencia, hasta que un día decidimos jugar el clásico juego de “policías y ladrones” en una fiesta a la que me invitaron y a la que mi mamá y mi abuela me llevaron. Yo no creo que te acuerdes de ello, porque nunca hiciste referencia a lo que pasó ese día.

Mi mamá y mi abuela se quedaron hablando en el parque mientras jugábamos. Pronto se olvidaron de nosotros, los niños, que corríamos con ese vigor de los primeros años. Me ubicaron entre los ladrones, lo cual me resultó perfecto pues era hábil, sabía evadir a los rivales, tenía alientos para sostener la velocidad y el ritmo porque llevaba varios años asistiendo a clases de natación, pero inevitablemente a todos nos atrapaban, y en el espacio del parque en el que estábamos no hubo escapatoria en un momento dado. Además, me parecía interesante ser un ladrón. Como bien lo sabes, súcubos, vampiros, malvados, malhechores y villanos siempre me han atraído. Mi lado oscuro se divierte con esos referentes.

Por supuesto, fui capturado. Me rendí entre risas, como un buen ladrón, dispuesto a continuar con el juego tras una pausa. Pero los demás se veían enojados por haberme perseguido tantos minutos sin alcanzarme, o enojados con la vida, o quizás envenenados por algún gen de la violencia exacerbado por la edad. Todos esos niños que me perseguían me revelaron una sed de venganza que no había visto hasta entonces en rostro alguno. Había verdadera furia, y alguien dijo que a los ladrones había que lincharlos.

Pensé, todavía por un instante más que era parte del juego, hasta que me arrojaron al piso y comenzaron a golpearme. Sentí la suela de los zapatos en mi costado y sus puños por todo el cuerpo. Subí las manos a la cara para protegerme, pero alguien más lo evitó. Luché por defenderme como podía, entre lo ensimismado que estaba por no entender qué estaba pasando.

–Ladrón, ladrón, péguenle –me gritaban entre todos.

De pronto, un niño intervino. Apenas lo reconocía.

 –No le peguen más, estábamos jugando –gritó. Los haló hacia atrás. Ningún adulto estaba cerca para impedir lo que parecía ser una masacre en mi contra.

Entonces la emprendieron contra el niño que los había detenido. ¿Lo recuerdas?

Eras tú.

–Oiga, Daniel, ¿está a favor de los ladrones o qué? Este también es un ladrón. Hay que castigarlo.

 –¡Es un juego! - dijiste.

–No le peguen más –gritó y te imitó un niño delgado a tus espaldas, una voz estridente que no supe identificar. Fue repitiendo las mismas palabras pero amanerándolas cada vez más hasta exagerarlas y hacerte ver así como homosexual, por tratar de impedir la violencia en mi contra.

El chiste se reprodujo en las voces de otros, que imitaron al imitador.

–No le peguen más– dijeron, exagerando los acentos. La burla fue un castigo peor para los dos. Al final, nos dijeron “locas” con desprecio, y se fueron, dejándonos en el piso sin que nadie atestiguara nuestra indefensión. Intentaste revisar mi nariz, que sangraba. No tenías idea alguna de qué hacer. Me ofendió que quisieras mirarme. Yo no quería quedarme en el suelo ni dar la sensación de que estaba impedido para defenderme por mi cuenta.

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Además, nunca me había sucedido algo así. Mis peleas habían sido de empujones a lo sumo, pero esta vez ni siquiera había habido una pelea, sino una agresión. Decidí recuperar mi pundonor y levantarme para ir donde mi mamá y mi abuela. Sentía el impulso de llorar a su lado, por supuesto. Tú, intempestivamente, te quitaste el saco para dármelo e impedir que me sangrara más la nariz. Me observaste con detenimiento. No quería que me miraras. En ese momento quería ser invisible. Quería a mi madre.

Cuando llegué a su lado, hizo un escándalo de proporciones épicas. Estaba tan preocupada por la sangre que corría por mi nariz que se centró únicamente en conocer mi estado de salud y en cómo lavaría y devolvería el saco que me prestaste, dejando de lado el encontrar a los responsables del ataque en mi contra. Avergonzada, huyó conmigo y con mi abuela de la fi esta sin decir nada para no alertar a los anfitriones. Lucas, por cierto, era el festejado. Cuando lo vi a lo lejos, mientras salíamos apresurados, recordé que era él, justamente, quien me había roto la nariz.

Esas cosas no se olvidan. No se olvidan nunca, Daniel.

*Este texto fue tomado del libro "Mariposas Verdes" del autor Enrique Patiño. Capítulo 4: Una parte que no encaja