Entrevista
“Nos enfrentamos al reto de aprender a convivir con la incertidumbre”: Eduardo Infante, filósofo
En su charla del Hay Festival, el español habló sobre papel de la filosofía en el mundo de hoy y sobre cómo ha fascinado a sus estudiantes con el pensamiento de Hegel, Sócrates, Aristóteles, Hannah Arendt, Sartre, Beauvoir, Deleuze... Arcadia habló con él.
*Por Cristina Esguerra Miranda
Comenzando su libro Filosofía en la calle, una cita de Gilles Deleuze dice que la filosofía sirve para “hacer del pensamiento algo agresivo, activo y afirmativo.” ¿Cómo definiría usted el tipo de pensamiento que cultiva la filosofía y en qué radica la importancia de cultivar un pensamiento filosófico?
Filosofar es ante todo pensar dialogando. En el diálogo filosófico tomamos conciencia de las premisas que asumimos como obvias sin ningún tipo de evidencia, comprendemos la dificultad que entraña descubrir la verdad, nos damos cuenta de cuáles son las fuentes del error en nuestros razonamientos y de que la opinión imperante es siempre discutible. La práctica de la filosofía es, ante todo, un ejercicio de limpieza intelectual con el que razonamos nuestros propios juicios y exigimos a los demás que también los razonen, y lo más importante: todo esto lo hacemos entre amigos.
En estos tiempos de polarización, crispación y enfrentamiento entre los ciudadanos, es no poco importante, que recordemos, y ejercitemos, estas reglas para el diálogo establecidas por los filósofos Apel y Habermas: deben participar en el diálogo todos los afectados; ninguna posición puede quedar al margen del debate ni exenta de crítica; todos los participantes deben estar obligados a argumentar; la discusión ha de ser pública, todos deben participar en igualdad y libertad, y por tanto, deben quedar excluidas toda relación de autoridad y coerción, toda afirmación es discutible siendo el argumento que resiste todas las objeciones el más racional y por tanto, el mejor; el objetivo del diálogo ha de ser el entendimiento mutuo y el acuerdo argumentado, cualquier acuerdo es cuestionable si aparecen nuevos argumentos.
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Preguntar hace parte fundamental de su filosofía pedagógica. ¿Qué es una buena pregunta y cómo se aprende a formular y a formularse uno buenas preguntas?
La filosofía no enseñará a formular preguntas que quizás no nos garantizarán la felicidad, pero que dan profundidad, sensatez y libertad a nuestras vidas. La filosofía, en un primer momento, nos enseñará a cuestionarlo todo, hasta lo más sagrado. Nos incitará a rebelarnos contra todo lo que hasta ahora hemos dado por supuesto, por sabido, por verdadero, por bueno o por bello. Quizás, por eso, la intentan eliminar del sistema educativo, porque los que tienen el poder la encuentran peligrosa. Y tienen razón, como nos advertía la filósofa Hannah Arendt: “no hay pensamientos peligrosos, el pensamiento es peligroso”. La Filosofía es un ARTE DE PREGUNTAR: es un amor no a la respuesta sino a la pregunta. Platón nos cuenta en El Banquete, que la palabra que Sócrates emplea para hablar de “amor” es ‘erótica’ que guarda un gran parecido con ‘erótan’ (“hacer preguntas”). Con este juego de palabras Sócrates quiere advertirnos que la Filosofía tiene más que ver con el preguntar que con el responder. Porque la filosofía trata de esto: de derribar muros con preguntas, derribar muros mentales con preguntas, derribar dogmas y prejuicios con preguntas.
Su filosofía en la calle es una filosofía de la vida, de estar en medio de ella, pensándola y contemplándola. ¿Cómo ha filosofado usted en estos tiempos de pandemia y cuarentena?
Estos son tiempos convulsos aunque no excepcionales, puesto que no es esta, ni mucho menos, la primera vez que la humanidad se enfrenta a una crisis causada por una pandemia. La palabra crisis proviene del griego y su significado remite tanto a “separar, analizar” como a “decidir”. Y es que, en toda crisis, algo que se rompe nos obliga a una reflexión que lleva a un juicio y a una elección. Todo parece indicar que lo que se está rompiendo es un viejo mundo y que asistiremos al alumbramiento de uno nuevo. La realidad, la normalidad tal y cómo la habíamos conocido, sufre de aluminosis, esa enfermedad de las vigas y los forjados de los edificios por la cual el hormigón pierde sus propiedades y se hace menos resistente y más poroso, con lo que peligra la estabilidad del edificio. Las viejas certezas ya no aseguran nada y lo único cierto parece ser, precisamente, lo incierto. Nuestras respuestas, obviedades, perogrulladas, rutinas y lugares comunes se han trasmutado en preguntas: ¿Podré volver a abrazar a mis seres queridos? ¿Tendremos que llevar mascarilla siempre? ¿Cuándo llegará la vacuna? ¿Habrá otros virus? ¿Perderé mi trabajo? ¿Recuperaremos los derechos y libertades perdidos?
Quizás el reto al que nos enfrentamos no trate tanto de encontrar nuevas certezas como de aprender a convivir con la incertidumbre. La filosofía puede ayudarnos en este sentido ya que está habituada a entenderse con la duda, su compañera de viaje. La filosofía nos advierte contra la autoayuda y el pensamiento positivo que, buscando respuestas fáciles a problemas complejos, termina generando desesperanza y frustración. De igual manera que nadie se construye un cuerpo robusto leyendo citas de Paulo Coelho, nadie forja un alma fuerte en la que refugiarse de las embestidas de la fortuna repitiéndose ante el espejo frases motivadoras y cargadas de positividad naif.
La filosofía debería volver a presentarse como la medicina del alma y el filósofo, como el médico de la interioridad del ser humano, alguien preocupado no solo por la salud física de sus congéneres, sino sobre todo por su bienestar espiritual. Sócrates y sus secuaces entendieron que el problema central de la filosofía es el de la búsqueda de lo bueno para el hombre. La filosofía debe ser un continuo examen de la existencia para embellecer la vida y mitigar el dolor. El diálogo filosófico es una exhortación a ser mejores, una indagación acerca de los verdaderos bienes y una refutación de los bienes aparentes. Sócrates hizo de la filosofía un “cuidado del alma”, que nunca debe traducirse por un desprecio por el cuerpo, sino por la idea de que es en nuestro mundo interior donde nos jugamos la dicha y la desgracia. Sócrates enseñaba a mantener el cuerpo sano con el ejercicio y la dieta, pero su meta era más alta, porque no solo pretendía endurecer el cuerpo, sino también el espíritu con la práctica de la filosofía.
Alma y cuerpo son dos aspectos de una misma naturaleza humana. El alma, al igual que el cuerpo, es plástica y se le puede dar una forma determinada siguiendo un modelo. Si la gimnasia y la medicina desarrollan y conservan las virtudes del cuerpo, la filosofía lo hace con las del alma. Cuidar el alma es superar una existencia puramente animal, desplegar nuestra racionalidad y alcanzar la plenitud de nuestra naturaleza humana. La filosofía en Sócrates es una determinada manera de ser: una manera de ser auténticamente humana; una forma de pensar, de sentir y de actuar propiamente humanas. Ahora se entenderá aquella anécdota narrada por Diógenes Laercio de Estilpón, uno de los discípulos de Sócrates: cuando Demetrio conquistó Megara, quiso demostrar al filósofo su buena voluntad e indemnizarle del saqueo de su casa, y le rogó que le presentase una lista de todos los bienes que sus hombres le habían sustraído. Este respondió con ironía: “Nadie se ha llevado mi sabiduría”. Lo que realmente poseemos, nuestro auténtico patrimonio, es solo aquello que ninguna pandemia puede arrebatarnos. El hombre ha nacido para conocer el bien; esta es su auténtica sabiduría y su dignidad.
Hablar verdad estos días se ha vuelto complejo, esta parece estar más en la psiquis que en lo fáctico y, por lo tanto, cada quien puede tener su verdad. Los filósofos franceses hablan de la “desrealización del mundo”: quien monte un discurso convincente no se tiene que preocupar por la realidad. ¿Cómo salir de este enredo?
Creo que el mayor impedimento que tenemos hoy en día para encontrar la verdad es la entronización de las emociones. No debemos permitir que las emociones ocupen el lugar que corresponde a las ideas. Observo cómo se extiende en redes sociales un emotivismo que convierte la intensidad del sentimiento en criterio moral: algo es bueno porque me conmueve y malo porque me ofende. Sustituir el esforzado juicio moral por la mera exclamación nos devuelve a la barbarie o al narcisismo infantil.
El discurso político ha sido otro terreno en el que ha calado lo emocional. Reemplazar el diálogo racional por la retórica del sentimiento facilita la manipulación, impide el consenso (germen de la democracia) y polariza la comunidad de ciudadanos en bandos irreconciliables. En este sentido, la filosofía nos ayuda a recuperar la lógica del bien común frente a la lógica del combate. Como nos recuerda agudamente Sócrates en La República, la mejor de las sociedades será aquella que esté más unida bajo el bien común, aquella en la que la mayor cantidad de personas entiendan por “mío” no algo individual y distinto, sino una y la misma cosa; aquella en la que las alegrías y los dolores de cada uno son las alegrías y los dolores de todos.
Desde que comenzó la pandemia, los padres han tenido que asumir el papel de profesores de sus hijos. ¿Qué consejos les daría?
Jules Ferry, el padre de la escuela republicana francesa, consideraba que entre todos los problemas de nuestro tiempo, deberíamos dedicarle toda nuestra inteligencia, alma, corazón, potencia física y moral a la educación. La desigualdad en la educación es uno de los resultados más escandalosos y más lamentables del hecho de haber nacido en una familia u en otra. Las circunstancias que estamos viviendo están acrecentando esa brecha educativa y hay que ser muy ingenuo para pensar que la pantalla de una pantalla lo va a solucionar. Los padres deben ser conscientes de que, hoy más que nunca, debemos luchar por el derecho a una educación de calidad para nuestros hijos.
Poco después de que comenzara la pandemia me surgió una duda que me gustaría plantearle: las extrañas características de este virus obligan a pensar en términos de red o de núcleo familiar, por llamarlo de alguna manera. El “yo”, el “sujeto” quedó íntimamente ligado a las personas de alrededor. ¿Podríamos estar ante el fin del individualismo y el sujeto moderno?
Justo antes de la pandemia todo parecía indicar que el ágora había quedado desierta. Lo que Zygmunt Bauman describió en Modernidad Líquida (1999) como el lugar donde se buscan, se dialogan y se negocian soluciones públicas para los problemas privados ha quedado vacío. Es ya nuestro pasado aquella sociedad en la que los ciudadanos hacían parte de una empresa colectiva y se protegían mutuamente. El neoliberalismo ha ido desmantelando las instituciones cívicas que velaban por el bien común. Lo público ha ido languideciendo en beneficio de lo privado.
La nuestra es una época de triunfo del individualismo: los proyectos comunitarios se han extinguido. Nuestras sociedades son un amorfo agregado de proyectos individuales regulados por el derecho. La felicidad es hoy una responsabilidad individual. Cada cual tiene que buscarse la vida y decidir un modelo de existencia que no se interponga en el de los demás; y si no es capaz de construirlo por sí mismo, el mercado ofrece una relativa variedad lista para consumo. «Nuestros problemas» han dejado de ser «nuestros» para convertirse en «tus problemas» y por tanto deben ser resueltos individualmente. Las causas comunes que sumaban a los individuos han muerto. Podemos estar juntos, pero no unidos. El interés general ha quedado reducido a un agregado de egoísmos. El bien común ha sido sustituido por la voluntad de la mayoría (que es tan solo una de la formas que toma la tiranía).
Y de repente, llega un virus de la naturaleza que hace saltar por los aires este individualismo artificioso. El COVID-19 cuestiona la creencia de que nos bastamos a nosotros mismos y de que no necesitamos a los demás para solucionar nuestros problemas. El microorganismo nos desvela la existencia de ese instinto de cooperación social que siempre nos ha ayudado a sobrevivir. Existe una fuerza más poderosa que la vida: el apoyo mutuo. Lo apuntaba Charles Darwin en su obra The Descent of Man: “Una tribu que incluye muchos miembros (…) dispuestos a ayudarse unos a otros, a sacrificarse a sí mismos por el bien común, resultaría victoriosa sobre la mayoría de las demás tribus, y esto sería selección natural”. El altruismo, esa actitud vital de anteponer el bien general a los intereses propios, nos ha sacado de más de un aprieto y es el elemento clave que explica por qué aún no nos hemos extinguido.
Existe una historia sobre un antropólogo occidental que convivía con una tribu africana. Un día, organizó para los niños de la tribu una competición deportiva: marcó una línea de salida y colocó una cesta de fruta a cierta distancia como premio para el ganador de la carrera. Cuando el antropólogo dio la señal de inicio, los niños se cogieron de las manos, corrieron juntos y se repartieron el premio. El científico interrogó a los niños, queriendo entender por qué habían actuado de aquella manera. Uno de ellos le respondió: «¡Ubuntu!», una palabra africana que significa «Yo soy porque nosotros somos» y que expresa la creencia de que uno no puede ser feliz si los demás sufren. Como profesor de filosofía, siempre he intentado trasmitir a mis alumnos la idea de que, después de estudiar (a costa de la sociedad), no debían utilizar lo aprendido como un instrumento de pillaje en beneficio propio, sino usar su inteligencia, sus capacidades y sus conocimientos para ayudar a los más vulnerables y construir una sociedad mejor.
Cuando todo esto pasé será el momento de conservar los gestos de solidaridad y de compromiso con el bien común. Los ciudadanos tendremos que apoyarnos, ayudarnos y resguardarnos mutuamente. Será el momento de echar una mano a nuestros vecinos que tienen un pequeño negocio en el barrio, que se han visto forzados a cerrar y que no saben cómo van a salir adelante. Será el momento de dejar en el pasado la sociedad del «Sálvese quién pueda». Será el momento de reconstruir la comunidad y las instituciones que nos protegen. El universo, a través de un minúsculo patógeno, nos ofrece la oportunidad de reocupar el ágora: ese lugar donde se buscan, se dialogan y se negocian soluciones públicas para los problemas privados.
Debido al coronavirus, millones de personas están teniendo que enfrentarse a la muerte de seres queridos, y están siendo más conscientes de su propia mortalidad. Digamos que se siente más cerca. ¿Cómo enseña la filosofía a vivir con la muerte y a repensar la vida sabiéndose mortal?
Toda circunstancia vital es una oportunidad para aprender y como en toda oportunidad, algunos saben aprovecharla y otros la desperdician. Por eso, quizás sea bueno que, después de vivir unas circunstancias tan extraordinarias como una pandemia, cada uno examine lo cerca o lo lejos que se encuentra de la estupidez. Lo más alejado de un estúpido es un sabio, y el que se esfuerza cada día por alejarse de la estupidez, un filósofo.
Platón afirmó que la filosofía es un aprender a morir. Es de sabios conocer nuestra condición de seres finitos, precarios, vulnerables e interdependientes. Solo desde esta verdad se puede construir, y gozar, una vida sensata y humana, tanto a nivel personal como comunitario. Pero frente a la lucidez del sabio, el estúpido se vive inmortal, estable, invulnerable e independiente. El insensato entroniza sus deseos y apetitos como gobernadores de la realidad, y así, cuando esta última entra en conflicto con los primeros, se le exige que sea ella la que cambie. La maduración mental del niño sucede cuando éste modifica sus esquemas al entrar en contradicción con la realidad y cuando es capaz de gobernar sus apetitos. A veces, pienso que vivimos en una sociedad de adultos infantilizados que creen que desear algo otorga el derecho de conseguirlo inmediatamente, con escasa tolerancia a la frustración y sin capacidad de empatía y benevolencia.
Desde hace un tiempo se habla de la crisis de la democracia, y con la toma del Congreso de los Estados Unidos el tema adquirió más fuerza. ¿Qué características debe tener una democracia sana, y qué responsabilidad deben tener en ella los ciudadanos?
Lo importante no es Trump sino el trumpismo. Derrotar al tirano no significa ni mucho menos derrotar a la tiranía. Es importante que analicemos detenidamente qué es lo que ofrecía Trump a sus seguidores. Por otro lado, debemos recordarnos la importancia de seguir apostando por la democracia. Después de revisar más de 100 constituciones, Aristóteles concluye que toda forma de gobierno tiende a la degeneración y que la democracia es la menos patológica porque es la única opuesta a cederlo de manera vitalicia.
Lo más terrible de la noticia de la toma del Congreso es que los asaltantes tenían la firme convicción de que se había producido un fraude electoral y de que estaban llevando a cabo un acto de justicia en defensa de la libertad. Este es el peligroso poder del populismo (la idea de que la sociedad está separada en dos grupos enfrentados y uno de ellos representa el verdadero pueblo) que, desde la Atenas clásica, ha sido el mayor enemigo de la democracia. Polarizar la sociedad en bandos irreconciliables incapacita para el diálogo que tiene como objetivo la búsqueda del bien común.
Por la manera como sus estudiantes están filosofando, por las inquietudes que le plantean y los temas por los que se interesan, ¿qué cambios diría que vienen para la sociedad?
Los antiguos griegos y romanos consultaban, especialmente en tiempos de crisis, a oráculos y augures, e intentaban predecir los acontecimientos observando el vuelo de las aves o las vísceras de los animales sacrificados. En Sobre la adivinación, Cicerón nos habla del tripudium, un tipo de auspicio (del latín: “Avís”, ave, y “spicio”, ver, mirar) que se obtenía estudiando la manera de picotear de ciertos pollos sagrados. Los augures era los encargados oficiales de realizar estos auspicios y de leer en las aves la voluntad de los dioses, y un soborno adecuado los encauzaba según conviniera a los intereses políticos o económicos del mejor postor. En más de una ocasión se retrasaron las elecciones por unos malos auspicios un tanto sospechosos.
No parece que nosotros actuemos de una manera muy diferente cuando consultamos a economistas y politólogos sobre lo que nos deparan los dioses. Como advierte Michel de Montaigne, compartimos una desquiciada curiosidad por anticipar las cosas futuras como si no tuviéramos bastante con digerir el presente. Aún desconocemos la magnitud de esta crisis, ya jugamos a adivinar qué ocurrirá. Buscamos cualquier tipo de respuesta porque no somos capaces de vivir con el caos, el absurdo y la incertidumbre: las respuestas funcionan como un narcótico para calmar no solo la ansiedad sino también nuestra responsabilidad.
Quizás lo importante no sea tanto preguntarnos por la sociedad que vendrá tras el coronavirus, intentando ejercer de adivinos, sino más bien preguntarnos por la sociedad que queremos construir, ejerciendo de ciudadanos. La practica de la filosofía puede ayudarnos a formular los problemas adecuados que deberemos resolver si queremos construir un mundo mejor, más justo y solidario: ¿qué valores deberíamos cultivar para generar una sociedad buena? ¿Cómo ha de ser nuestra relación con la naturaleza? ¿Al servicio de qué fines debemos poner la tecno-ciencia? ¿Queremos ser tan solo consumidores o tendremos los arrestos para ejercer de ciudadanos? ¿Quién nos está diciendo la verdad y quién está intentando manipularnos? ¿Cuál es nuestra responsabilidad en la propagación de la mentira?
No existe una mano negra que mueva el destino de la humanidad. Somos nosotros, los ciudadanos, quienes erigimos, por acción o por omisión, los sistemas políticos y económicos que luego nos regulan la vida. ¿En qué queremos invertir nuestro esfuerzo? ¿En conocer el futuro o en construirlo? Que el futuro pueda conocerse, anticiparse, adivinarse, implica que ya está determinado y que, por tanto, los ciudadanos no podemos hacer más que prepararnos psicológicamente para asumirlo. Construir el futuro conlleva la certeza de que somos libres y, precisamente por ello, responsables.
*A través de este enlace puede ver la charla de Eduardo Infante en el Hay Festival. Vale la pena.
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