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Fragmento del libro “No es un río” de Selva Almada
La novela -que tiene un ritmo que fluye como el cauce de un río- hace al lector reflexionar sobre la crueldad y la violencia del universo masculino. Es el último libro de la trilogía que la conocida escritora argentina Selva Almada comenzó con su éxito “El viento que arrasa.”
Enero Rey, parado firme sobre el bote, las piernas entreabiertas, el cuerpo macizo, lampiño, el vien- tre hinchado, mira fijo la superficie del río, espera empuñando el revólver. Tilo, el muchachito, arri- ba del mismo bote, se dobla hacia atrás, la punta de la caña apoyada en la cadera, girando la mani- vela del reel, tironeando la tanza: un hilo de bri- llo contra el sol que se va debilitando. El Negro, cincuentón como Enero, abajo del bote, metido en el río, con el agua hasta las pelotas, también doblándose hacia atrás, la cara colorada por el sol y el esfuerzo, la caña arqueada, desenrollando y enrollando la tanza. La ruedita del reel que gira y la respiración como de asmático. El río planchado. Muévanla, muévanla. Zaranden, zaranden.
Que se despegue, que se despegue.
Después de dos, tres horas, cansado, medio harto ya, Enero repite las órdenes en un murmullo, como si rezara.
Se marea. Está adobado por el vino y el calor. Levanta la cara, los ojitos rojos, hundidos en el rostro inflamado, se le encandilan y ve todo blanco y se pierde y se quiere agarrar la cabeza y se le escapa un tiro al aire.
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Tilo, sin dejar de hacer lo que está haciendo, tuerce la boca y le grita.
¡Qué hacés, asoleado! Enero se repone.
No pasa nada. Ustedes sigan. Muévanla, muévanla. Zaranden, zaranden. Que se despegue, que se despegue.
¡Sube! ¡Está subiendo!
Enero se inclina sobre el borde. La ve venir. Un manchón bajo la superficie del río. Le apunta y dispara. Uno. Dos. Tres balazos. La sangre sube, a borbotones, lavada. Se incorpora. Guarda el arma. La ajusta entre la cintura del short y el lomo.
Tilo desde arriba del bote y el Negro desde abajo del bote, la levantan. La agarran por los volados grises de la carne. La tiran adentro.
¡Guarda la chuza! Dice Tilo.
Agarra la cuchilla, separa el espolón del cuerpo, lo devuelve al fondo del río.
Enero apoya el traste en el asientito del bote. Tiene la cara sudada y siente un zumbido en la cabeza. Toma un poco de agua de la botella. Está tibia, toma igual, tragos largos, y el resto se lo echa en la mollera.
Trepa el Negro. La raya ocupa tanto lugar que casi no hay dónde poner el pie sin pisotearla. Le calcula unos noventa, cien kilos.
¡Fiera la bicha vieja!
Dice Enero, dándose una palmada en el muslo y riendo. Los otros también se ríen.
Dio pelea. Dice el Negro.
Enero agarra los remos y enfila para el medio del río y después tuerce el rumbo y sigue remando, orillando la costa hasta donde armaron campamento.
Salieron del pueblo al alba en la chata del Negro. Tilo al medio cebando mate. Enero con el brazo apoyado en la ventanilla abierta. El Negro manejando. Vieron cómo el sol se alzaba despacito sobre el asfalto. Sintieron cómo el calor empezaba a picar desde temprano.
Escucharon la radio. Enero meó en la banquina. En una estación de servicio compraron facturas y cargaron más agua para el mate.
Estaban contentos de estar los tres juntos. Venían armando viaje hacía rato. Por una cosa o por otra suspendieron varias veces.
El Negro se había comprado un bote nuevo y quería estrenarlo.
Mientras cruzaban a la isla en el bote flamante se acordaron como siempre de la primera vez que lo trajeron a Tilo, chiquitito era, apenas caminaba el gurisito, los agarró una tormenta, les voló las carpas a la mierda, terminó el gurí chiquito así como era guarecido en el bote puesto de canto entre unos árboles.
La que se le armó a tu viejo cuando volvimos. Dijo Enero.
Contaron otra vez el cuento que Tilo sabe de memoria. Eusebio se había traído al gurí de contrabando, sin avisarle nada a la Diana Maciel. Estaban separados desde que Tilo era apenas nacido. Todos los fines de semana Eusebio se lo llevaba con él. No va que ella se da cuenta de que se había olvidado de meter adentro del bolso, con las mudas de ropa, un remedio que estaba tomando Tilo. La Diana se cae por la casa
y no hay nadie. Un vecino le dice que se fueron a la isla.
Para colmo la tormenta que azotó toda la zona. También el pueblo. La Diana con el corazón en la boca.
Todos ligamos. Dijo Enero.
Diana Maciel los re puteó a los tres y no pu- dieron aparecerse por su casa ni verlo a Tilo por varias semanas.
Cuando llegan al campamento, bajan la raya y le pasan una soga por los agujeros de atrás de los ojos y la cuelgan de un árbol. Los tres hoyos que dejaron las balas se pierden en el lomo moteado. Si no fuera por los bordes más claros, medio rosaditos, pasarían por un dibujo más del cuero.
Lo menos que me merezco es un porrón. Dice Enero.
Está sentado en el suelo, de espaldas al árbol y a la raya. La cabeza dejó de zumbarle, pero igual siente un nudo acá.
Tilo va y abre la conservadora y saca una cerveza del agua helada, de los pocos hielos que f lo- tan. La destapa con el encendedor y se la alcanza, para que sea él, Enero Rey, el que se la merece,
quien le dé el primer beso. La cerveza le cae en la boca, pura espuma que se le escapa por los labios, que le pinta un festón blanco a su bigote negrísimo. Es como hacer un buche con algodón. Recién con el segundo trago viene el líquido frío, amargo.
El Negro y Tilo van a sentarse también, los tres en fila, el porrón pasa de mano en mano.
Lástima no tener una máquina para sacarnos una foto.
Dice el Negro.
Los tres giran la cabeza para mirarla.
Parece una frazada vieja tendida a la sombra.
Promediando la segunda botella, aparece una romería de gurises, flacos y negros como anguillas, puro ojo. Se amontonan frente a la raya, se co- dean, se empujan.
Mirá mirá mirá. Puaaaaa. ¡Manso bicho!
Uno agarra un palo y lo mete en los agujeros de las balas.
¡Salga de ai!
Dice Enero parándose de golpe, enorme como un oso. Y los guachitos salen a la disparada, perdiéndose otra vez en el monte.
Ya que está parado, ya que hizo el esfuerzo de levantarse, Enero aprovecha para darse un chapuzón. El agua le aclara la cabeza.
Nada. Zambulle. Flota.
El sol está empezando a caer y corre un poco de viento que encrespa el río.
De golpe escucha el ruido del motor acompañado del oleaje. Se tira para un costado, empieza a nadar hacia la orilla. La lancha pasa, rampante sobre el agua, abriéndola en dos como a una tela podrida. Agarrada a la cola de la lancha, una mu- chacha en bikini va haciendo esquí. La embarcación dobla bruscamente y la chica se revuelca en el agua. A lo lejos, Enero ve emerger la cabeza, el cabello largo pegado al cráneo.
Piensa en el Ahogado. Sale.
En la costa, el Negro y Tilo están parados, con los brazos cruzados sobre el pecho, siguiendo los movimientos de la lancha.
Pendejos barullentos. Dice el Negro.
Todos los fines de semana es lo mismo. Espantan los pescados. Un día de estos habría que pegarles un susto.
Los tres se dan vuelta y se topan con el grupito de hombres. No los oyeron llegar. La gente de la isla tiene el paso liviano.
Buenas.
Dice el que habló recién.
Los gurises fueron con el cuento y vinimos a ver. ¡Hermoso animal!
Los demás están mirando la raya. Se paran al lado, para medirla.
Me llamo Aguirre, dice el único que habla y extiende la mano que aprietan de a uno.
Enero Rey, dice Enero y se acerca al grupo re- partiendo saludos. El Negro y Tilo lo siguen, haciendo lo mismo.
Grande, ¿no?
Dice Enero y le da unas palmaditas en el lomo, retirando la mano enseguida, como si quemara.
Aguirre, inspeccionando de cerca los agujeros, dice.
¿Tres tiros? Tres tiros le pegaron. Con uno es suficiente.
Enero sonríe, mostrando el hueco de la paleta que le falta.
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