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Hitler y Stalin: ¿Cuál mató más gente?
El libro ‘Hitler y Stalin: los tiranos y la Segunda Guerra Mundial’ compara a los dos grandes genocidas del siglo XX. En sus páginas, su autor Laurence Rees repasa muchas de las facetas más macabras, más profundas, y más triviales de los tiranos.
¿Quién mató más? Al contar las hambrunas de los años treinta y el gulag, el sistema de prisiones inhumanas en Siberia, Stalin lleva la delantera. Pero el horror genocida del Holocausto es aún más retorcido. ¿Quién mató más amigos? Empatan, si las purgas estalinistas se comparan con la noche de los cuchillos largos. Sanguinarios y fríos, ambos monstruos marcaron la pauta en la primera mitad del siglo XX.
Varios historiadores han considerado a Adolf Hitler y a Iósif Stalin como los mayores exponentes de la tiranía totalitaria del siglo XX. El uno comunista, el otro nazi, ambos causaron decenas de millones de muertes antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Encarnaron visiones opuestas de la sociedad, pero de alguna manera parecidas. Justamente, el nuevo libro Hitler y Stalin: los tiranos y la Segunda Guerra Mundial, de Laurence Rees, compara a los dos grandes genocidas del siglo XX.
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Stalin es responsable de 25 millones de muertes entre las hambrunas, las purgas y el gulag. Hitler mató a seis millones de judíos en el Holocausto y a 11 millones de personas en total. Pero si se le atribuyen los más de 50 millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial, la cuenta ascendería a 75 millones
Sus orígenes
Los dos provenían de la provincia. Hitler nació en 1899 en la clase media de un pueblo del Imperio austrohúngaro. Su padre era un inspector de aduanas, de la misma burocracia imperial que produjo las novelas de Franz Kafka. Fue un estudiante mediocre y vagó entre escuelas de arte y la bohemia de Viena al terminar su educación.
Hitler ingresó al ejército alemán en la gran guerra como suboficial, y al dejar las filas terminó en el hervidero político muniqués de la República de Weimar. Allí, en las cervecerías, entre la hiperinflación y el antisemitismo de quienes buscaban chivos expiatorios para la derrota alemana de 1918, comenzó su improbable ascenso.
Iósif Dzhugashvili, luego conocido como Stalin, nació en Gori, un pueblo del Cáucaso, hijo de un zapatero alcohólico. A pesar de pertenecer al Imperio zarista, Georgia era a Rusia lo que México es a Estados Unidos: un caluroso país al sur donde hablan otro idioma, comen mucho picante, y lleno de lo que Trump hubiera llamado “bad hombres”. No había manera de pensar que ese indisciplinado muchacho, expulsado del seminario de Tiflis, terminaría convertido en el zar rojo de la Unión Soviética.
Desde joven se vinculó al Partido Comunista en el Cáucaso, donde se destacó más por su habilidad de atracar bancos para financiar a la colectividad que por su ortodoxia marxista. Llegó a Moscú después de 1917 como comisario para asuntos étnicos, un detalle paradójico, por decir lo menos, por lo que haría más tarde con las minorías de la Unión Soviética.
Sin embargo, en San Petersburgo, luego Leningrado, entró al círculo íntimo de Lenin: el politburó. La estrella indudable y el heredero obvio era León Trotsky, el brillante intelectual, orador y comisario del Ejército Rojo. No obstante, muerto el líder, Stalin le ganó la partida por el poder y un agente suyo lo mató en México de un hachazo en el cráneo.
Hitler y Stalin ascendieron contra todo pronóstico y consolidaron su poder absoluto con una mezcla de carisma, ambición implacable y falta de escrúpulos. Ambos purgaron a sus colaboradores cercanos
¿Admiración mutua?
Hitler lo hizo con creces en la llamada noche de los cuchillos largos, en 1934. Canciller de Alemania desde 1933, todavía compartía el poder en el partido nazi con Ernst Röhm, el líder de la SA, los paramilitares de la colectividad conocidos como los camisas pardas. Esa noche de junio, hombres de la Gestapo y las SS de Hitler asesinaron a Röhm y a centenares de seguidores suyos para consolidar su poder absoluto. Röhm había sido de uno de sus más cercanos aliados, cofundador del nazismo y viejo amigo de luchas: dicen que solo él tuteaba a Hitler.
Aparentemente, la acción intrépida provocó la admiración de Stalin, quien al enterarse dijo: “¡Así se hacen las cosas!”. Y muy pronto siguió ese ejemplo. Ese mismo año aprovechó el asesinato de Kírov, el jefe del Partido Comunista en Leningrado, para iniciar las purgas más terribles de la historia. Muchos de sus compañeros de la revolución de 1917, entre ellos Kámenev, Zinóviev y Bujarin, murieron ejecutados tras unas farsas judiciales en las que firmaban “confesiones” literalmente manchadas con sangre por los delitos de traición y trotskismo. Nadie estaba a salvo. Ni los viejos bolcheviques ni los militares, como el mariscal Tujachevski, el mayor estratega del Ejército Rojo. Hasta los verdugos, dentro de ellos Yezhóv y Yagoda, dos de las cabezas de la NKVD (la policía secreta que precedió a la KGB), cayeron ejecutados.
Líderes distintos
Stalin y Hitler tenían distintos estilos de liderazgo. El alemán era un místico, dado a la melancolía y a las anfetaminas, y se retiraba a solas a su villa en los Alpes austriacos. Dependía de la lealtad de un círculo cercano de áulicos, como Goebbels o Himmler, y de la disciplina del ejército alemán y de los órganos de inteligencia.
Stalin era un microgerente adicto al trabajo. Luego de la muerte de Lenin, se posesionó como el gran líder del Comité Central del Partido Comunista, en gran parte por su habilidad para poner a sus adversarios a pelear unos con otros. Trabajaba jornadas extenuantes que se extendían a banquetes con vodka en las noches, y vigilaba a sus colaboradores en la burbuja laboral y social del Kremlin.
Sus amores, ocultos
En lo personal, curiosamente, ninguno exhibía a su pareja. Hitler fue amante de Eva Braun, pero repetía que su única esposa era la vaterland alemana. Solo se casó en la víspera de suicidarse. Stalin tuvo dos esposas, la primera murió joven en 1907, momento en que aún era un gánster en el Cáucaso; y la segunda, Nadia Alilúyeva, se suicidó en el Kremlin en 1932 cuando Stalin ya había consolidado su poder. Esto acentuó su paranoia y su desconfianza. En todo caso, en público ambos se presentaban como sacerdotes célibes de sus respectivas ideologías.
Pacto y rompimiento
A pesar de sus profundas diferencias, en 1939 se aliaron mediante el pacto Ribbentrop-Mólotov. Hitler estaba obsesionado con evitar a toda costa una guerra en dos frentes al tiempo y, antes de marchar al occidente, quería asegurar la calma en su flanco oriental. Envió a Ribbentrop a Moscú a firmar un pacto de no agresión con su enemigo existencial, el comunismo bolchevique. Para coronar su alianza se repartieron Polonia. Pero, como dos alacranes en un vaso, esa boda no podía durar.
¿Por qué se enfrentaron? Hitler se dejó tentar por la debilidad del ejército soviético, que venía de una derrota en la guerra de invierno contra las mucho más pequeñas fuerzas de Finlandia. Desastre debido en parte a las purgas, pues Stalin había fusilado a los mejores oficiales.
Al mismo tiempo, el Führer había coronado en 1940 una tanda de éxitos militares sin precedentes. En pocos meses se apoderó de la Europa continental y solo el Reino Unido permanecía fuera de su control. Derrotó a Bélgica, Francia y Holanda con tal facilidad que en un exceso de confianza abandonó su cautela al atacar a la Unión Soviética y abrir un segundo frente.
De todos modos, en el corazón de la ideología nazi, evidente en su libro Mein Kampf, estaba una lucha a muerte contra los judíos y el bolchevismo. Por todo ello, en 1941 abrió el fatídico segundo frente y lanzó la Operación Barbarroja para invadir al gigante comunista.
A la larga, este error le costó la derrota. Al abrir el segundo frente contra un enemigo tan gigantesco, con una población decidida y grandes recursos naturales, se jugó el todo por el todo. La entrada de Estados Unidos a la guerra, del lado de los aliados, lo puso en clara desventaja en términos económicos e industriales. Escondido en su búnker de la cancillería, Hitler se suicidó en abril de 1945 y Stalin quedó a la postre como el gran ganador de la guerra, con la mitad oriental de Europa detrás de su cortina de hierro.