LITERATURA

Este es el primer capítulo del último libro de Coetzee

Compartimos las primeras páginas de 'Los días de Jesús en la escuela', la última novela del Nobel de Literatura que está presente en esta edición de la Feria del Libro de Bogotá.

26 de abril de 2017
| Foto: AFP

El escritor sudafricano J.M. Coetzee fue Nobel de literatura en 2003. Este año está presente en la Feria del Libro de Bogotá con su última novela ‘Los dís de Jesús en la escuela‘. Compartimos las primeras páginas del libro: 

Él esperaba que Estrella fuera más grande. En el mapa figura como un punto del mismo tamaño que Novilla. Pero mientras que Novilla es una ciudad de verdad, Estrella no es más que pueblo grande y disperso, ubicado en una campiña de colinas, campos y huertos por la que traza sus meandros un río perezoso.

¿Acaso será posible empezar una vida nueva en Estrella? En Novilla él pudo acudir a la Oficina de Reubicación para conseguir alojamiento. ¿Acaso Inés, el niño y él podrán encontrar una casa aquí? La Oficina de Reubicación es caritativa, es la encarnación misma de una modalidad impersonal de la caridad; pero ¿acaso esa caridad se extenderá a unos fugitivos de la ley?

Juan, el autoestopista que se les unió de camino a Estrella, le ha sugerido que busquen trabajo en una de las granjas de la zona. Los granjeros siempre necesitan jornaleros, les dice. Las granjas más grandes incluso tienen barracones dormitorio para los temporeros. Si no es temporada de naranjas, será la de manzanas; si no es la de manzanas, será la de la uva. Estrella y sus inmediaciones son un verdadero cuerno de la abundancia. Si ellos quieren, él puede indicarles cómo llegar a una granja donde una vez trabajaron unos amigos suyos.

Él cruza una mirada con Inés. ¿Deberían seguir el consejo de Juan? El dinero no es problema, él tiene bastante en el bolsillo, podrían alojarse con facilidad en un hotel. Pero si realmente les están yendo detrás las autoridades de Novilla, tal vez les convendría más juntarse con la población anónima y de paso.

–Sí –dice Inés–. Vamos a esa granja. Ya llevamos demasiado tiempo metidos en el coche. Bolívar necesita que lo paseen.

–Yo pienso lo mismo –dice él, Simón–. Pero una granja no es un campamento de vacaciones. Inés, ¿estás dispuesta a pasarte todo el día recogiendo fruta bajo un sol de justicia?

–Trabajaré como todos –dice Inés–. Ni más ni menos. –¿Yo también puedo recoger fruta? –dice el niño. –Me temo que no, tú no –dice Juan–. Eso iría contra la ley. Sería trabajo infantil.

–A mí no me molesta el trabajo infantil –dice el niño.

–Estoy seguro de que el granjero te dejará recoger fruta –dice él, Simón–. Pero no demasiada. No lo bastante como para que sea trabajar.

Cruzan Estrella con el coche, por la calle principal. Juan les señala el mercado, los edificios administrativos y el modesto museo de arte. Cruzan un puente, dejan atrás el pueblo y siguen el curso del río hasta que aparece ante ellos una casa imponente en la ladera de la colina.

–Esa es la granja que os decía –dice Juan–. Ahí fue donde mis amigos encontraron trabajo. El refugio está detrás. Tiene una pinta espantosa, pero en realidad es bastante có­ modo.

El refugio se compone de dos barracones alargados de acero galvanizado unidos por un pasadizo cubierto; a un lado está la caseta de los lavabos. Él aparca el coche. El único que sale a darles la bienvenida es un perro canoso de patas agarrotadas que, refrenado por su cadena, les gruñe y les enseña unos colmillos amarillentos.

Bolívar se despereza y se escabulle del coche. Inspecciona de lejos al perro desconocido y decide no hacerle caso. El niño entra corriendo en los barracones y vuelve a salir. –¡Tienen literas dobles! –grita–. ¿Puedo dormir en una litera de arriba? ¡Por favor!

Ahora una mujer corpulenta con delantal rojo y vestido suelto de algodón aparece procedente de la parte de atrás de la granja y se les acerca bamboleándose por el camino.

–¡Buenos días, buenos días! –les dice, levantando la voz. Examina el coche cargado–. ¿Vienen de lejos?

–Sí, de muy lejos. Nos preguntábamos si necesitaban algún jornalero más.

–Siempre nos viene bien tener a más gente. Cuantos más trabajen, más liviano es el trabajo. ¿No dicen eso los libros?

–Seríamos solo dos, mi mujer y yo. Mi amigo aquí presente tiene otras obligaciones. Este es nuestro hijo, se llama David. Y este es Bolívar. ¿Habría un sitio para Bolívar? Forma parte de la familia. No vamos a ninguna parte sin él.

–Bolívar es su nombre de verdad –dice el niño–. Es un alsaciano.

–Bolívar. Es un nombre bonito –dice la mujer–. Poco común. Seguro que tenemos algún sitio para él, siempre y cuando se porte bien, se conforme con comer sobras y no se meta en peleas ni persiga a los pollos. Ahora mismo los trabajadores están en los huertos, pero les puedo enseñar los dormitorios. El de la izquierda es el de los hombres y el de la derecha el de las mujeres. Me temo que no hay habitaciones familiares.

–Yo voy a estar en el lado de los hombres –dice el niño–. Dice Simón que puedo dormir en una litera de arriba.

–Haz lo que quieras, chico. Hay espacio de sobra. Los demás volverán…

–Simón no es mi padre de verdad y yo en realidad no me llamo David. ¿Quieres saber cómo me llamo de verdad?

La mujer echa una mirada desconcertada a Inés, que finge no verla.

–Veníamos jugando a un juego en el coche –interviene él, Simón–. Para pasar el rato. Hemos jugado a ponernos nombres nuevos.

La mujer se encoge de hombros.

–Los demás volverán pronto para el almuerzo y entonces podréis presentaros. La paga son veinte reales al día, lo mismo para los hombres que para las mujeres. Se trabaja desde que sale el sol hasta que se pone, con dos horas para descansar a mediodía. El séptimo día descansamos. Es el orden natural y es el orden que seguimos. En cuanto a la comida, nosotros os damos los ingredientes y vosotros los cocináis. ¿Os parecen bien las condiciones? ¿Creéis que os apañaréis? ¿Habéis recogido fruta antes? ¿No? Aprenderéis deprisa, no tiene mucho misterio. ¿Tenéis gorras? Vais a necesitar gorras, el sol pega bastante fuerte. ¿Qué más os puedo decir? A mí me podéis encontrar siempre en la casa grande. Me llamo Roberta.

–Roberta, encantado de conocerte. Yo soy Simón, ella es Inés y él es Juan, que nos ha hecho de guía; a él lo voy a llevar ahora en coche al pueblo.

–Bienvenidos a nuestra granja. Estoy segura de que nos llevaremos bien. Es bueno que tengáis coche propio.

–Nos ha traído desde lejos. Es un coche fiel. Es lo mejor que se le puede pedir a un coche, fidelidad.

Para cuando terminan de descargar el coche, los jornaleros ya han empezado a volver poco a poco de los huertos. Todo el mundo se presenta y les ofrecen almorzar con ellos, a Juan incluido: pan casero, queso, aceitunas y cuencos grandes de fruta. Sus compañeros son una veintena más o menos, entre ellos una familia con cinco hijos a los que David examina desde su lado de la mesa.

Antes de conducir a Juan de vuelta a Estrella, él se lleva un momento aparte a Inés.

–¿Qué te parece? –le dice en voz baja–. ¿Nos quedamos?

–El sitio se ve bien. Estoy dispuesta a quedarme aquí mientras buscamos otra cosa. Pero necesitamos un plan. No he hecho todo este viaje para terminar llevando la vida de una simple jornalera del campo.

Inés y él han discutido la cuestión antes. Si las autoridades les están yendo detrás, necesitan ser prudentes. Pero ¿acaso les están yendo detrás? ¿Tienen razones para temer que los persigan? ¿Acaso la ley tiene suficientes recursos para mandar agentes a los confines más remotos del país y detener a un niño de seis años por hacer novillos? ¿Acaso es motivo de preocupación verdadera para las autoridades de Novilla el hecho de que un niño vaya o no a la escuela, siempre y cuando no crezca analfabeto? Él, Simón, lo duda. Por otro lado, ¿y si resulta que no están persiguiendo al niño que hace novillos, sino a la pareja que, jurando falsamente que son sus padres, lo ha sacado de la escuela? Si es a Inés y a él a quienes están buscando, ¿acaso no deberían permanecer escondidos hasta que sus perseguidores, agotados, abandonen la cacería?

–Una semana –propone él–. Seamos simples jornaleros durante una semana. Entonces nos lo replantearemos.

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Va con el coche a Estrella y deja a Juan en casa de unos amigos suyos que tienen una imprenta. De vuelta en la granja, se reúne con Inés y con el niño para explorar su nuevo entorno. Visitan los huertos y son iniciados en los misterios de las cizallas y el cuchillo de poda. Le dicen a David que los deje solos un rato y él desaparece, quién sabe dónde, con los demás niños. A la hora de la cena vuelve con arañazos, en los brazos y las piernas. Han estado subiéndose a los árboles, les cuenta. Inés quiere ponerle yodo en los arañazos, pero él no se deja. Se retiran a la cama temprano, igual que todos los demás, y David se va a su deseada litera de arriba.

Para cuando llega el camión de la mañana, Inés y él ya han desayunado a toda prisa. David, que todavía se está quitando las legañas, no participa de su desayuno. Ellos suben al camión junto con sus nuevos compañeros y son llevados a los viñedos; siguiendo el ejemplo de sus compañeros, Inés y él se atan unos canastos a la espalda y se ponen manos a la obra.

Mientras ellos trabajan, los niños son libres de hacer lo que quieran. Liderados por el mayor de la tribu de cinco hermanos –un niño llamado Bengi, alto, flaco y con una mata de pelo negro rizado–, corren colina arriba hasta la represa de tierra que riega los viñedos. Los patos que están nadando en ella se alejan alarmados, todos menos una pareja con polluelos demasiado inmaduros para volar, que en su intento de escapar empujan a su camada hacia la otra orilla. Pero son demasiado lentos: los niños los desvían entre gritos excitados y los obligan a volver al medio de la represa. Bengi empieza a tirarles piedras; los más pequeños lo imitan. Incapaces de volar, las aves nadan en círculos y graznan ruidosamente. Una piedra golpea al macho de colores más hermosos. El animal saca medio cuerpo del agua, se vuelve a zambullir y se aleja chapoteando con un ala rota. Bengi suelta un grito de triunfo. El diluvio de piedras y terrones se redobla.

Inés y él oyen el barullo con incertidumbre; los demás recolectores no prestan atención.

–¿Qué crees que es ese ruido? –dice Inés–. ¿Crees que le puede haber pasado algo a David?

Él deja el canasto en el suelo, sube la ladera de la colina y llega a la represa a tiempo de ver cómo David le da al chico mayor un empujón tan furioso que lo hace tambalearse y casi caer.

–¡Para! –lo oye gritar.

El chico se queda mirando con asombro a su asaltante; a continuación se da la vuelta y les tira otra piedra a los patos. Ahora David se zambulle en el agua, con zapatos y todo, y se pone a chapotear en dirección a los patos.

–¡David! –lo llama él, Simón.

El niño no le hace caso.

En el viñedo al pie de la colina, Inés deja su canasto y echa a correr. Él no la ha visto afanarse tanto desde que la vio jugar al tenis el año pasado. Ahora va despacio, sin embargo; ha ganado peso.

El perrazo sale de la nada y pasa corriendo al lado de ella, directo como una flecha. Se zambulle en el agua y al cabo de un momento ya está al lado de David. Le agarra la camisa con los dientes y lo arrastra hasta la orilla, entre las protestas y manotazos del niño.

Llega Inés. El perro se tumba en el suelo, con las orejas caídas y los ojos clavados en ella, esperando una señal, mientras David, con la ropa empapada, se dedica a berrear y a golpearlo con los puños.