Entrevista
Juan Gabriel Vásquez: las democracias, cuando mejor funcionan, fomentan la existencia de varias perspectivas del pasado
La Agencia Anadolu habló con el escritor colombiano sobre la coyuntura política y social que vive el país, la importancia de los secretos en su literatura y el problema de dejar en manos de las entidades del poder una versión única de la memoria.
En un evento organizado este 27 de mayo por la Embajada de Colombia en Turquía, en colaboración con la Embajada de España y el Instituto Cervantes en Estambul, el reconocido escritor y periodista colombiano Juan Gabriel Vásquez habló al público turco sobre su obra.
Vásquez es autor de seis novelas, dos colecciones de cuentos y cuatro recopilaciones de ensayos literarios. Sus libros han sido publicados en 30 idiomas, en más de 40 países.
Además, ha sido merecedor de numerosos premios internacionales, entre los que destacan el Premio Real Academia Española, el Premio Alfaguara, Premio Literario IMPAC de Dublín, el Premio Roger Caillois, el Premio Von Rezzori, y el Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana (2020).
Previo a la conversación que Vásquez sostuvo con la Embajada colombiana en Turquía, la Agencia Anadolu habló con él sobre la coyuntura política y social que vive el país, la importancia de los secretos en su literatura y el problema de dejar en manos del poder, del Estado, de entidades como la Iglesia, una versión única del pasado.
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En novelas suyas como Los Informantes, Historia secreta de Costaguana, El ruido de las cosas al caer, La forma de las ruinas y Volver la vista atrás, hay algo en común: la importancia de los recuerdos, del pasado. ¿Por qué?
Bueno, porque eso que llamamos pasado puede muy bien ser la fuerza más poderosa de las muchas que moldean las vidas humanas. Puede ser el pasado colectivo o el individual y privado, poco importa: cada decisión, cada error, cada culpa, cada rasgo de nuestro momento presente está determinado por lo que ocurrió en ese territorio.
El problema es que el pasado tiene una característica molesta y fascinante, y es que sólo podemos acceder a él a través de historias, o, mejor dicho, el pasado es algo que sólo existe cuando lo narramos. Y claro, los poderes políticos están constantemente disputándose el control sobre el pasado, tratando de imponer su narración o su versión de las cosas, muy conscientes de lo que decía el personaje más temible de 1984, la novela de Orwell que todo el mundo recuerda en estos tiempos: “quien controla el presente, controla el pasado; quien controla el pasado, controla el futuro”. Esto me interesa mucho, sobre todo ahora que Colombia está dividida y enfrentada justamente así: por un lado, los que quieren recordar y contar todo lo que ha pasado durante nuestra larga guerra; por el otro, los que tienen miedo de la memoria libre y prefieren tratar de imponer una determinada versión del pasado.
Los secretos de los personajes es algo que también atraviesa su obra. Hábleme de eso.
Es verdad. De alguna forma, todas mis novelas son investigaciones en la vida secreta de una persona. Y mis cuentos también, si me pongo a pensarlo. Eso tal vez se deba a la relación que tengo con mis temas, que siempre pasa por esa curiosidad acerca de las vidas ajenas, por esa conciencia de que, como dice un cuento de Chéjov, la parte más interesante de una persona es la que nunca revelamos a nadie, la que permanece en secreto siempre.
La literatura puede ser entendida como el único lugar donde exploramos la vida secreta de los otros, la que no está a la vista, la que ocurre en las sombras o en los lugares inaccesibles de los otros.
Alguna vez escribió que “los novelistas son incómodos porque devuelven al hecho público su carácter individual, íntimo y relativo”. En ese sentido, ¿la novela funciona como un elemento narrativo que, a diferencia del periodismo, permite evidenciar los espacios invisibles de la historia?
Lo que quería decir cuando escribí eso es que la novela, tal como yo la entiendo, funciona de manera distinta a como funcionan la historia o el periodismo. Los relatos de la historia y el periodismo son imprescindibles, pero hay algo que se les escapa: hay una serie de cosas que no pueden contar, y sin esas cosas, nuestra comprensión queda trunca o incompleta.
Sobre las guerras napoleónicas tenemos un caudal de información en los libros de historia y en los informes militares de la época; pero en Guerra y paz, la novela de Tolstoi, estamos en contacto con un tipo de información que no se encuentra en ninguna otra parte. Es la información acerca de las pequeñas vidas humanas que no aparecen en las reconstrucciones históricas, en los grandes relatos. Esas pequeñas versiones con frecuencia contradicen o dejan en evidencia las versiones que podemos llamar oficiales.
Así las cosas, ¿cuál es el peligro de dejar en manos del poder, del Estado, de entidades como la Iglesia, los ‘hechos legítimos’ de la memoria?
El problema es enorme, porque esas instituciones son grandes narradores y tienen muy buenas razones para tratar de imponer una versión única y monolítica del pasado. Una de las posibles definiciones de los totalitarismos es la de ser sistemas donde sólo hay una versión del pasado. Cuando la memoria es controlada o administrada por instituciones de poder, o peor, cuando la memoria se fabrica, estamos ante un sistema totalitario o autoritario.
Las democracias, cuando mejor funcionan, no sólo toleran sino que fomentan la existencia de varias perspectivas del pasado. Lo cual no quiere decir que no exista la verdad. La verdad existe, lo que pasa es que no la podemos abarcar con un solo relato desde un solo narrador. El relato de una víctima de la guerrilla en Colombia es distinto del relato de una víctima del paramilitarismo, y habrá que encontrar una manera en la sociedad de que coexistan las dos versiones. Esto, que parece tan evidente sobre el papel, les resulta profundamente antipático a muchos. Sólo hay que ver los esfuerzos que se hacen en Colombia para deslegitimar a la Comisión de la Verdad.
Un mes de paro nacional en Colombia. Decenas de muertos y desaparecidos. ¿Cuál es el deber de los escritores –si lo tienen– en estos tiempos?
El deber de los escritores es escribir lo mejor posible. Lo que pasa es que el escritor es también un ciudadano, y como ciudadano puede dar testimonio de lo que ve y sentirse interpelado con una fuerza especial. ¿Pero adónde lleva eso? Yo no veo que lleve a ninguna parte. Como máximo, este ciudadano puede usar las herramientas del escritor de ficciones –la memoria, la imaginación y la experiencia– para entender o tratar de entender mejor un momento caótico. Es lo que yo trato de hacer, por supuesto, desde mis posibilidades modestas.
Nunca he creído que los escritores tengan un punto de vista privilegiado sobre nada, ni que el hecho de escribir ficciones les otorgue una clarividencia especial, aunque haya más de una prueba en contrario. Y en todo caso, siempre hay que separar al novelista del autor de columnas de opinión. Son dos maneras de ver el mundo que están en las antípodas. El autor de columnas de opinión, aunque sea novelista antes y después de escribirlas, en ese momento es un periodista: y el periodismo sí que es un oficio de pertinencia inmediata, capaz de cierta influencia y capaz de asumir ciertas obligaciones. Por ejemplo, la de fiscalizar al poder. No hay nada tan triste como un medio entregado al poder. En Colombia los hay, desde luego.
El discurso político –no la acción– de todos los bandos en Colombia parece estar cargado de certezas. ¿Por qué en esa retórica no hay espacio para la duda, para la incertidumbre?
Hay una respuesta fácil: porque la duda no gana votos. Esto es el ABC de la vida política, y eso es la causa de que la retórica política empobrezca tanto nuestra percepción de la realidad. La vida humana es terriblemente compleja, ambigua, contradictoria y paradójica, pero en el discurso político es clara, unívoca, sin sombras ni pliegues.
El discurso político debe ser tranquilizador, incluso cuando intenta sembrar el miedo: las cosas son mucho más simples de lo que usted cree, le dice el político al pueblo, así que no se preocupe, porque yo tengo la respuesta para estas preocupaciones que nos agobian. La literatura por lo general navega en dirección contraria: las cosas son más complejas de lo que usted cree, dice. No hay nada que no sea gris. No hay nada que no tenga más de una cara. Y lo peor de todo, hay preguntas grandes, preguntas importantes, a las cuales nadie puede dar una respuesta definitiva, y quien dice tenerla está mintiendo. Pero nuestras sociedades tienen miedo y están angustiadas, y además son crédulas y desinformadas. Ante la mentira política, venga de los políticos o de los mismos ciudadanos, no pueden defenderse.
Por otra parte, usted ha hablado de la relevancia de la literatura latinoamericana y de los clásicos franceses en su vida. ¿Algún espacio importante en su biblioteca para los escritores turcos?
Durante muchos años leí con mucha atención a Orhan Pamuk. Me llamo Rojo, El libro negro y Nieve fueron novelas que me deslumbraron cuando las leí. Por otra parte, sé que García Márquez o Borges fueron importantes para Pamuk, además de Proust. Estos diálogos entre tradiciones, esos caminos de ida y venida entre lenguas y mundos, siempre han sido fecundos para mí.
Más allá de Orhan Pamuk, ¿cuál autor turco lo ha sorprendido y por qué?
Las traducciones nos limitan, desde luego. Pero leo las novelas y los ensayos de Elif Shafak con enorme placer, y siempre con la sensación de que logro orientarme mejor después.