Música y artes
La guerra de Ucrania y la cultura: así se reacomoda el mapa político-musical
Por cuenta de la invasión a Ucrania, son más las bajas musicales entre los invasores que entre los invadidos. Por Emilio Sanmiguel.
No son nuevas las relaciones entre los artistas, particularmente los músicos, y los poderosos. Son de siempre. Excepciones las ha habido, desde luego: Adelina Patti, la Reina del Canto del siglo XIX, desairó al káiser Guillermo I cuando este la invitó a acompañarlo en su paseo matinal: “De ninguna manera, no madrugo por ningún rey de Europa”, le mandó a decir la diva, que era caprichosa, voluntariosa e inmensamente rica.
En el XX, a bordo del yate Christina, de Onassis, Winston Churchill pidió a María Callas el deleite de oírla; la Divina, sin mucho protocolo, sugirió al entonces primer ministro del Reino Unido ir al Covent Garden de Londres, donde se presentaría unas semanas más tarde; años después, inaugurando la temporada en la Ópera de Roma con Norma de Bellini, pese a la presencia del presidente de Italia, indispuesta canceló la función después del primer acto, la prensa la destrozó, pero su prestigio y temperamento estaban por encima de todo.
Son casos excepcionales. Si los músicos hacen una reverencia en escena, es porque así demostraban su sumisión ante los nobles de los palcos de los teatros. En Rusia, salvo pocas excepciones, se han mostrado sumisos ante el poder de Putin. Este, no de ahora, sino de años atrás, ha entendido lo que en su país significa la música. Se ha hecho presente en los eventos más emblemáticos, no solo en las galas de reinauguración de los más importantes teatros de su país, el Bolshói de Moscú y el Mariinsky de San Petersburgo, sino en funciones de ballet, conciertos de sus orquestas, funerales de grandes estrellas como la bailarina Maya Plisétskaya, las cantantes Galina Vishnévskaya y Elena Obraztsova. Hasta en la inauguración de una estatua en honor del violonchelista Mstislav Rostropóvich.
Si la música conmueve sinceramente al temible presidente de la Federación de Rusia, no se sabe, pero que entiende su significado, está por fuera de dudas. A Hitler, que en su juventud se probó en la escuela de artes de Viena como pintor, le gustaba la ópera, sobre todo la de Wagner, por el nacionalismo que entrañaba; personalmente, se encargaba de proscribir músicos de ascendencia judía, como Mendelssohn, aborrecía lo que a sus oídos resultara moderno y entre sus protegidos estuvieron el compositor Richard Strauss, el director Herbert von Karajan y la soprano Elisabeth Schwarzkopf, que tras la guerra la vieron negra para ser aceptados.
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Con Stalin las cosas eran de otro talante: los músicos eran sus esclavos y ay de aquel que osara posar de formalista, es decir, de escribir dentro de la modernidad. Sus víctimas más famosas fueron los compositores Dimitri Shostakovich y Serguéi Prokófiev, a quienes sin muchas consideraciones les comunicó que, de seguir jugando a las audacias, terminarían en Siberia. Pianistas, cantantes o bailarines eran requeridos a la madrugada para animar sus fiestas. Parece que Putin no ha llegado a tanto, aunque solo baste con una ojeada a su mirada de hielo para saber de qué es capaz.
De los grandes divos de Rusia, el director Valery Gergiev es su favorito, su poder es ilimitado y su mano está por todas partes. También es favorita la soprano Anna Netrebko, que de las divas es la más popular y la que mayor atención genera en la prensa internacional. Gergiev y la Netrebko encabezan la lista de artistas que, por cuenta de la invasión a Ucrania, han terminado proscritos de los teatros y salas de concierto de Europa y los Estados Unidos.
Ahí no termina el asunto. Por cuenta de la invasión, se impone la necesidad de escudriñar el elenco de los grandes de Rusia para descubrir que no todos lo son. Estos entre ellos:
Vaslav Nijinsky, el Dios de la danza
El más grande bailarín de todos los tiempos, Vaslav Nijinsky, nació en Kiev, la capital de Ucrania, el 12 de marzo de 1890. Primera estrella del Ballet Imperial de San Petersburgo, no se conformó con ser el primero, sino que cimbró los cimientos mismos de la danza académica, primero en Rusia y luego en Europa, como la estrella de los Ballets rusos de Diaghilev a principios del siglo XX. Como bailarín primero y luego como coreógrafo, cambió para siempre la historia de la danza, por la intensidad de sus actuaciones y audacia de sus creaciones, que coronó en medio de escándalos históricos con La siesta del fauno y La consagración de la primavera. Su carrera fue breve, pero suficiente para cambiar el curso de la historia.
Prokófiev, el cubista
De siempre los rusos se han sentido orgullosos de la obra de Serguéi Prokófiev, uno de los compositores más originales y personales de todos los tiempos. Es probable que las compañías de ballet, no de Rusia, sino del mundo entero, se sientan huérfanas sin la música de sus ballets, las orquestas sin sus sinfonías y los pianistas sin sus sonatas y conciertos.
Su estilo se reconoce de inmediato por la extrema angulosidad de sus melodías y la fortaleza de sus ritmos, tan característicos que le han valido ser llamado el Cubista de la Música. Como pianista fue legendario, de sus dedos se dijo que eran de acero; de hecho, fue uno de los primeros abanderados de respetar la nota escrita, lo cual le generó no uno, sino muchos problemas a lo largo de su vida. Personalmente era distante, ajeno a la seducción de los poderosos e inmune a las lisonjas, que le tenían sin cuidado: por su frío temperamento, seguramente, no se habría dejado intimidar de Putin, entre otras cosas porque no era ruso: nació en Donetsk, una ciudad al este de Ucrania, el 23 de abril de 1891.
Horowitz, la leyenda
Vladimir Horowitz fue un caso único en la historia de la música. A lo largo de su vida se pudo dar el lujo de desaparecer de los escenarios, no por meses sino por décadas, y cuando resolvía aparecer de nuevo, el mundo se estremecía, no sin razón, porque sus presentaciones eran electricidad pura. De él se dijo que logró el dominio absoluto del piano, del cual consiguió extraer sonidos que ninguno de sus antecesores había logrado.
Sus raras presentaciones fueron acontecimientos, se instalaba frente al instrumento y, sin grandes aspavientos, conseguía sonidos telúricos o susurros que invadían, como por arte de magia, los recintos donde ocurría el fenómeno de sus apariciones milagrosas, decían que sus meñiques atacaban el teclado como cobras y sus interpretaciones no dejaron a nadie sin algo qué decir. Fue una de las leyendas más grandes del siglo XX y cuando el Conservatorio de Moscú anunció, en una cartelera, que, luego de décadas, regresaría a Rusia “el más grande de los pianistas rusos de todos los tiempos”, la boletería se agotó en un par de horas. Horowitz no decepcionó. Tampoco era ruso, nació en Kiev, el 1 de octubre de 1903, se nacionalizó estadounidense y sus restos reposan en el cementerio de Milán.
Ritcher, la otra leyenda
Si a Horowitz se lo consideró el más grande de todos los virtuosos del piano, de Sviatoslav Richter se dijo que fue el más intelectual y profundo de los pianistas de su tiempo. Si el repertorio de Horowitz era reducidísimo, el de Richter era enciclopédico; abarcaba todos los grandes retos a los que puede aspirar un pianista: el Clave bien temperado de Bach, Sonatas y conciertos de Mozart, las 32 Sonatas de Beethoven, una inmensa selección de obras de Schubert y Schumann, prácticamente todo Chopin, dominó el virtuosismo de Liszt y con idéntica propiedad podía abordar el impresionismo de Ravel y Debussy que la música de Prokófiev.
Su versión del Concierto de Tchaikovsky sigue siendo el modelo que nadie ha conseguido superar. Richter fue uno de esos casos en los que la inteligencia se puso al servicio de la interpretación y estuvo en posesión de los medios para conseguirlo. Como no abandonó su país en tiempos de la Guerra Fría, fue uno de los mayores orgullos de la música soviética… solo que, como los ya enumerados, también era ucraniano: Zhitómir, marzo 20 de 1915.
No son los únicos, pero sí suficientes como para desacomodar el mapa político-musical de Los grandes de Rusia.