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'La madrina’: los intrigantes pasos de una traductora de árabe en París hechos novela

Luis Fernando Afanador reseña esta novela negra francesa de Hannelore Cayre sobre interceptaciones, narcotráfico, multiculturalismo que deja una fuerte reflexión sobre el sentido de acumular dinero.

Por Luis FernandoAfanador
7 de noviembre de 2020
Hannelore Cayre (foto) es abogada, escritora y actriz. La madrina recibió varios premios y la adaptaron al cine con Isabelle Huppert como protagonista.


Hannelore Cayre * La madrina * Siruela, 2020 * 243 páginas

Se llama Paciencia Portafuegos, tiene 53, pelo largo, completamente blanco, y la boca un poco torcida por una hemiplejía. Es traductora de árabe para los departamentos de policía y judicial de París. Después de muchos años en ese oficio, ha comprobado que sus traducciones de las interceptaciones a los delincuentes árabes no son para favorecerlos –no son a favor de sus derechos humanos–, sino para rastrearlos y reprimirlos. Trabaja a destajo, aunque con el tiempo ha obtenido algunas gabelas, gracias a su relación sentimental con un jefe que le permitió escoger la brigada de estupefacientes; algo que le gusta, porque escucha historias, conoce la vida de los ‘camellos’, de sus familias, detalles sobre el embarque de la droga y el cruce de aduanas. Empatiza con ellos, de hecho, es hija de metecos, su madre es judía austriaca –estuvo en un campo de concentración– y su padre era un pied-noir, que huyó de Argelia durante las guerras de liberación. Un día se le presenta la oportunidad de entrar en el negocio y no la desperdicia.

Paciencia –llamada así porque nació a los diez meses– nos cuenta la historia de su familia y cómo se pasó al otro lado de la ley. Sus padres no tenían escrúpulos y gustaban del dinero: “No como una cosa inerte que se esconde en una caja fuerte o se posee inscrita en una cuenta bancaria. No. Como un ser vivo e inteligente que puede crear y matar, dotado de la capacidad de reproducirse. Como algo formidable que forma los destinos. Que distingue lo hermoso de lo feo, el perdedor de quien tiene éxito”. Tuvo una infancia llena de zozobra, en una casa al lado de una autopista, con un esclavo traído de Túnez, quien se encargó de su educación. También tuvo muchos lujos. Uno de sus recuerdos dorados es el de una foto suya con Audrey Hepburn en el hotel Belvedere, en Suiza. Pero su padre murió, ella no heredó, enviudó hace 25 años y debe terminar de educar a sus dos hijas, dejarles un futuro despejado y velar por su madre, que padece demencia senil y otros achaques de la vejez y vive en una costosa residencia de ancianos. La relación con su madre es pésima; su vida actual es sórdida, en un apartamento oscuro de París-Belleville, con vista a un patio que da a otro patio, rodeada de la comunidad china. Sórdida y triste pero no desesperada: no hasta el extremo de pensar en el suicidio.



Quien ha conocido la abundancia y el lujo no se resigna a la estrechez. Menos aún, si no tiene talanqueras morales, como es el caso de Paciencia, no solo por parte de su padre: su esposo se dedicaba igualmente a actividades non sanctas. Por esa razón, su padre no le dejó herencia: la consideró ‘bien’ casada. Sin embargo, dicha explicación resulta demasiado obvia, y la narración sugiere unos móviles más complejos que nos alientan a seguir leyendo. ¿Busca el vértigo? ¿Dejar atrás una existencia aburrida? ¿Busca el reconocimiento, como el Walter White de Breaking Bad? Por cierto, Paciencia Portafuegos no es una mala con carisma como el profesor de química o Tony Soprano. Al contrario, es una persona desagradable y antipática. Otro enigma, otra razón para llegar hasta el final.


Paciencia Portafuegos no es una mala con carisma como Walter White o Tony Soprano. Al contrario, es una persona desagradable y antipática. Otro enigma, otra razón para llegar hasta el final


El contexto de esta novela negra –si aceptamos que puede incluirse en ese subgénero– es igualmente interesante. La descripción descarnada del ambiente judicial en el que la justicia es lo de menos; la pobreza mental y espiritual de los árabes marginados, que con apenas un Corán de bolsillo se convierten en caldo de cultivo para terroristas yihadistas; la dualidad de la policía: “Para que haya una policía buena, se necesita una policía baja”; y la eterna hipocresía en la lucha contra el narcotráfico: se programan incautaciones de drogas ante las cámaras de televisión para que los ministros posen con cara de consternación frente a montañas de hachís, y por la puerta de atrás hay tejemanejes que les permiten a ciertos traficantes vivir como príncipes saudíes con la bendición del Estado. Un contexto que no es exclusivo de ningún país y que tiene que ver con la forma en que el dinero se ha convertido en el principal referente: “El dinero es el Todo: la síntesis de todo lo que se compra en un mundo donde todo está en venta. Es la respuesta a todas las preguntas”. La lengua anterior a Babel, que reúne de nuevo a toda la humanidad.